Una mirada decolonial al aula de lengua materna
Éder García-Dussán[1]
Resumen
El artículo
describe y analiza el enfoque intercultural para la enseñanza de la lengua
española y focaliza una de sus fortalezas: el enfrentamiento a las formas de dominio
y control sobre los sujetos. Una de las apuestas que se destaca es la que
supone, en los procesos pedagógico-didácticos, los efectos de la colonización tal
como se manifiestan en las prácticas comunicativas, los que usualmente aparecen
ocultos en la estructura de la lengua. Se puntualiza tal tesis con casos
comunes presentes en la versión dialectal andina del español colombiano. Los resultados
revelan, por un lado, que no siempre en las prácticas lingüísticas sus
usuarios tienen una consciencia intercultural de los orígenes y efectos de los
rasgos identitarios que se ponen en escena; y, por otro lado, que pensar en la
enseñanza de lenguas obliga a reafirmar que esta pasa por una reflexión de cómo
se filtran y reflejan elementos de las ‘colonialidades del ser’ y
‘colonialidades del saber’ padecidas en Colombia desde el siglo XVI. Esto arroja
la categoría de ‘lógica cultural mestiza’.
Palabras clave: colonialidad, español andino,
enfoque intercultural, identidad, legado |
Une approche décoloniale de la classe de langue
maternelle
Résumé
L’article décrit et analyse l’approche interculturelle pour l’enseignement
de la langue espagnole tout en visant l’un de ses points forts: l’affrontement
avec des formes de domination et de contrôle sur les individus. L’une des idées
de départ les plus remarquables dans les processus pédagogiques et didactiques
est celle des effets de la colonisation tels qu’ils se manifestent dans les
pratiques communicatives, mais qui restent souvent inaperçus dans la structure
de la langue. Cette thèse est appuyée sur des cas communs, présents dans la
version dialectale andine de l’espagnol colombien. Les résultats montrent, d’un
côté, que les usagers n’ont pas toujours une conscience des origines et des
effets des traits identitaires présents dans les pratiques linguistiques; et, d’un autre côté, que l’enseignement des langues implique une
réflexion sur des éléments des
“colonialités de l’être” et des “colonialités du savoir” dont la Colombie
souffre depuis le XVIe siècle et qui se
mettent en évidence dans l’usage de la langue. Cela apporte la catégorie de
“logique culturelle métisse”.
Mots clés: colonialité,
espagnol andin, approche interculturelle, identité, héritage |
A decolonial approach to the mother language classes
Abstract.
The article
describes and analyzes the intercultural approach to the teaching of the
Spanish language and focuses on one of its strengths, the confrontation against
forms of domination and control over the subjects. One of the standing-out bets
assumes, in pedagogical-didactic processes, the effects of colonization as
manifested in communicative practices, which usually appear hidden in the
structure of the language. Such a thesis is pointed out with cases found in the
Andean dialect version of the Colombian Spanish variant. The results reveal, on
the one hand, that in linguistic practices its users do not always have an
intercultural awareness of the origins and effects of the identity traits that
are put on scene; and, on the other hand, that thinking about language teaching
forces to acknowledge that it passes through a reflection on how elements of
the 'colonialities of being' and 'colonialities of knowledge' have been
undergone in Colombia since the sixteenth century. This casts the category of
‘Cultural Crossbreed logic'.
Keywords: coloniality, Andean Spanish,
intercultural approach, identity, legacy. |
Las clases de
lengua materna presuponen un conocimiento disciplinar sobre el objeto de
estudio, además de una toma de posición frente a aspectos pedagógicos por parte
del profesor. De paso, esto lo define como actor de buenas prácticas de
enseñanza (Gerbaudo, 2008). A partir de ello, se han construido enfoques pedagógicos
que guían la enseñanza de las lenguas, los cuales se asocian a ciertos métodos (Richards y Rodgers, 2003), generando cuatro pautas
que focalizan diferentes objetivos: el desarrollo de habilidades de comprensión
y/o producción; el énfasis en cómo se hace reflexión de las cualidades
de la lengua; el desarrollo de destrezas comunicativas
prácticas y las actitudes de los hablantes de esa lengua; y, finalmente, el modo
histórico de ser y de actuar frente al otro en/de la comunicación.
Al asumir esto
último con seriedad, algunas pedagogías de las lenguas y sus apuestas
didácticas han valorado el estudio de estas como la asimilación de una
herramienta de comunicación entre sujetos socioculturalmente determinados,
donde el adiestramiento gramatical ya no es prioritario, razón por la cual se
atienden con mayor vehemencia los niveles superiores al sintáctico y al semántico.
Este interés, que resalta la dimensión contextual del aprendizaje y, por tanto,
fomenta todo aquello que sucede entre los hablantes, implica dar espacio a reflexiones
sobre la cultura del estudiante que asimila y la cultura[2]
que encontrará al estudiar sistemáticamente la lengua materna. Por ello, tales
enfoques promocionan competencias que ayudan a una ciudadanía basada en la
conciencia de sí mismo, del otro y de lo otro; esto es, una consciencia que se
desplaza del yo al tú, y termina en el nosotros.
A partir del conjunto
de orientaciones preliminares acabadas de esbozar, este artículo se propone especificar
algunos fundamentos teóricos y metodológicos que involucran la enseñanza del
español —como lengua materna o extranjera— dentro de los postulados y
principios que ofrece la apuesta por una pedagogía del hablante
intercultural; además, plantea derivar de allí una reflexión que une el estudio
del español con el conocimiento de la identidad cultural, fundición reflejada
en ciertas formas lingüísticas usadas en registros coloquiales y que dan cuenta
de un pasado que, difícilmente, ha sido apropiado de manera consistente y consciente
por parte de los hablantes. Por cierto, un pasado que se hace actual, recordando
aquella máxima que afirma que quien no conoce su pasado está dispuesto a
repetirlo y, a través de la lengua, se añade aquí.
Este esfuerzo permitirá
dar cuenta de algunas fórmulas usadas en las interacciones culturales y/o
comunicativas entre hablantes del español colombiano actual y que, tras su
detención reflexiva, dejan ver cómo solapan una “colonialidad del ser” en
condiciones que reflejan aquello que Maldonado (2007) denomina el dominio del otro poderoso impactando en una lengua, estirándose hasta alcanzar una “colonialidad
del saber”. De esta suerte, se confirmará que ciertos dialectos del español actúan
como tableros mágicos donde se registran los traumas de la historia remota,
aquel devenir en el cual los diferentes signos lingüísticos y estereotipos
usados por el conquistador sobre el colonizado dan cuenta de los múltiples choques
de ese encuentro entre culturas ocurrido hace 530 años, lo que el argentino
Enrique Dussel (2010) llama “encubrimiento de América” en lugar de “descubrimiento
de América”.
La hegemonía del hablante intercultural
Las actuales condiciones culturales confirman que “el
hablante monolingüe monocultural es una especie que lentamente va
desapareciendo” (Kramsch, 2001, p. 45); por tanto, la meta de toda enseñanza
idiomática obliga a co-formar un hablante intercultural, razón por la cual el
ambiente pedagógico debería incluir aspectos relacionados con la organización social y las interacciones efectuadas en
esa lengua, tal como el análisis de saludos, celebraciones o las formas de
felicitar o insultar (Cestero, 1999). Asimismo, esas interacciones incluirían las
formas frásticas para invitar a alguien a algo o para iniciar una plática, como
también estrategias para incluir en el diálogo humor situacional, maneras
complementarias de comunicación no verbal propios de esa lengua —por ejemplo gestos,
manejo de la distancia corporal, convenciones sociales de cómo comportarse y relacionarse
físicamente en grupo— y el uso de marcadores culturales, estudiados por la
paremiología, donde se instalan los refranes, los modismos y la fraseología particulares
de esa lengua que sostienen todo su carácter idiosincrático (Penadés, 1999).
Visto así, el objetivo general de la formación de la
que se habla aquí exigiría la integración de un saber-ser-cultural y un saber-hacer-intercultural
que permita, al menos, asegurar estas dos
metas: por una parte, (1) la integración del aprendizaje lingüístico-cultural
al estructural con base en recursos interdisciplinares que incluyan la
lingüística aplicada, la didáctica de lenguas, las ciencias cognitivas, la sociolingüística,
la psicología del desarrollo, la literatura, la historia y los estudios
decoloniales[3]; y, por otra parte, (2) la
comparación cultural a partir del balance de los fenómenos dialectales de la lengua
materna, incluyendo aquellas fórmulas en la que el otro es enunciado y, en ese mismo acto, minorizado o situado en un lugar de
déficit, siguiendo lógicas maniqueas reveladas en dicotomías blanco-negro,
civilizado-bárbaro, cristiano-ateo, aristócrata-plebeyo, y similares.
Sobre los enfoques
Ahora, como se sabe,
la Segunda Guerra Mundial obligó a mantener relaciones con los aliados y a
desarrollar actividades de espionaje, lo que suscitó que algunos lingüistas
comenzaran a reflexionar sobre la enseñanza y el aprendizaje de las lenguas —materna y extranjera—, especialmente el alemán y el japonés. Esta
situación indujo la aparición de la lingüística aplicada, asociada
exclusivamente a la enseñanza de lenguas modernas (Payrató, 1998).
A pesar de estos
inicios, con el paso de los años la lingüística
aplicada se convirtió en la base de la reflexión sobre las condiciones didácticas
para la enseñanza-aprendizaje de las lenguas extranjeras, nutriéndose del
conocimiento lingüístico sobre la lengua materna que se genera y asienta en
funciones cognitivas y cognoscitivas. Esto se logró al acuñar, por un lado, las
posturas innatistas o naturalistas que admiten que las lenguas extranjeras se aprenden a partir del conocimiento inconsciente
de la lengua adquirida o desarrollada (Chomsky, 1998b) y, por otro lado, la
hipótesis que las lenguas son vehículos de una cultura, así como de su pasado y
su devenir (Pastor, 2006).
Aún más, desde las
mismas teorías naturalistas de orientación chomskiana el Language Acquisition Decive adopta distintos estados internos; de suerte que,
si hay unas seis mil lenguas vivas en el mundo, cualquier hablante puede
afiliar, igualmente, seis mil estados internos o sistemas-lengua, pues el
órgano del lenguaje, común e igual en todos, suministra los principios
responsables de esa variación lingüística, ya que todas las lenguas están
regidas por las mismas leyes. Así, la diversidad lingüística resultaría ser apenas
una cuestión de diferencias superficiales (Chomsky, 1998a). Y, aunque se asume
que ninguna teoría, ni siquiera la chomskiana, explica el proceso del lenguaje cabalmente,
a partir de algunas de esas teorías se han creado enfoques que están
comprometidos con el devenir de los paradigmas científicos, falsándolos o
complementándolos.
Efectivamente, la
historia de los enfoques para la enseñanza de las lenguas ha pasado por muchas
etapas (Cfr. Richards y T. Rodgers, 2003). Sin embargo, dado el actual contexto
social y las nuevas interrelaciones globales entre los ciudadanos cosmopolitas,
es engañoso pensar en términos de una lengua, pues las personas van adquiriendo
a lo largo de sus contactos culturales una serie de habilidades que les
permiten adaptarse a los diferentes contextos en los que participan. En esa
medida, es utópico medir sus capacidades de comprensión y producción simbólicas
desde normas fijas y unitarias, pues es cada vez más difícil encontrar una
lengua aislada con otras en contextos abiertos y dinámicos. Así, por ejemplo,
lenguas romances, germánicas, africanas, insulares e indígenas pueden estar
presentes en un mismo espacio comunicativo, bien sea formal o informal.
Como se puede inferir de todo
esto, el hablante intercultural
se caracteriza por desenvolverse competentemente en escenarios donde se cruzan
varias lenguas o una lengua y sus dialectos, empleando como primera arma sus
abducciones para poder “jugar” lingüísticamente en las comunidades donde
interactúa, pues debe descifrar claves geolectales, diafásicas, sociolectales
y diacrónicas que marcan diferencias fonéticas, semánticas y, sobre
todo, pragmáticas, tal como sucede entre los quince dialectos que se reconocen
actualmente en Colombia, según la codificación sistematizada por el Instituto
Caro y Cuervo (Montes, 2000). En este
orden de ideas, lo más frecuente es que un profesor de lenguas se enfrente a
conflictos lingüístico-culturales en su espacio, pues la caída de las fronteras
físicas ha suscitado la multiculturalidad y, luego, la mezcolanza cultural
(Martín-Barbero, 1992), convirtiendo el mapa lingüístico en una nueva
Babilonia, debido al panorama de migración,
desarraigos y destierros a nivel mundial (Lee, 1997).
El enfoque intercultural
Con todo, las dinámicas interculturales
irreprimibles obligan al aula de español a hacer propia la preocupación que
ronda en los dos polos del modelo comunicativo general: primero, el origen cultural heterogéneo de los asistentes a estas
aulas, sumado a sus expectativas y cualidades culturales y cognitivas; después,
lo que debe enseñar de más el docente para que el aprendiz entienda qué
se im-pulsa detrás cuando se usan ciertas expresiones dialectales de esa
lengua. Esto último, de hecho, conduciría al interés por revisar la interculturalidad
fracturada desde claves decoloniales; y, de asumirse este modelo-propuesta,
implicaría conocer lo que se negocia entre líneas cuando se habla
español que por cierto, no entró a coadyuvar en la comunicación primigenia de las
comunidades vernáculas hace más de cinco siglos, sino a ser la lengua oficial,
impidiendo legítimamente aquello que promueve la interculturalidad misma: el
intercambio imparcial y el reconocimiento de la diversidad (Walsh, 2007)[4].
Y es que, en un aula de español
es difícil separar la presentación cotidiana de la lengua con lo que ella
revela de la cultura. Desde Halliday (1994), la lengua es una práctica socio-semiótica
en la cual el devenir cultural es el meollo
de su composición que, en este caso, es la lengua que se instala a lo largo de
cuatro siglos de Colonia (siglos XVI a XIX) y cuyos agentes depositarios fueron
unos advenedizos, muchos de ellos echados, desterrados y excluidos por siglos de
Europa (Castro-Gómez, 2005; Serrano, 2016). Asimismo, los profesores de lenguas
están en el deber de crear en el aula un “dominio de interculturalidad”
(Kramsh, 2001), donde se pueda reflexionar sobre la cultura que empieza a analizarse
formal y funcionalmente a través de la lengua-sistema que es objeto de interés,
ubicando en el mismo rango de importancia el devenir cultural; o lo que es
igual, las variopintas formas de decir, las funciones sociales y las costumbres
comunitarias, sobre todo aquellas que son inconscientes, pues es una de las
formas de paralizar la violencia simbólica ejercida por las diferentes
discriminaciones (Kendy, 2020).
Así las cosas, la
valoración de elementos que identifican a cada cultura, en clave decolonial, se
de-muestra con un examen de los procesos comunicativos que hagan salir a la luz
elementos como la supervivencia de prejuicios heredados y sistemas de estereotipos
para que, en suma, puedan ser leídos como alternativas transformativas frente
al racismo, la xenofobia y el rechazo y que, en conjunto, hacen que toda
interculturalidad con validez social se reduzca a una mismidad excluyente.
Además, a pesar de que se va más allá de lo estructural y prescriptivo, este
enfoque apuesta por fortalecer la competencia
sociolingüística asociada a la
habilidad de “adecuación de las personas a las características del contexto y
la situación” (Lomas, 2017, p. 63). Y este “va más allá” es cierto en
tanto implica capacidades lingüísticas y conocimientos culturales que están latentes
en la lengua por reconocer o aprender, lo cual se manifiesta en prácticas educativas que
examinen conflictos relacionados con las asimetrías sociales, políticas y del
poder que se adhieren a las estructuras formales y funcionales de esa lengua
(Walsh, 2007).
Aún más, ello sirve de base para impulsar compromisos con la
consciencia y la experiencia culturales; y, también, para fomentar la
necesidad de co-construir una sociedad en búsqueda de su identidad y su
equidad/igualdad, al incentivar la investigación e indagación socioculturales y,
en el caso que aquí compete, tiene raíces en las tensiones y asimetrías
sociales basadas en segregaciones, las cuales han permitido la manifestación de
fenómenos que funcionan como sistemas de castas excluyentes (Esterman, 2009). A
partir de todo esto, lo ideal sería que, en el aula de español, el estudiante actuara
como un incipiente arqueólogo y un etnógrafo capaz de “vincular los
conocimientos y la sensibilización culturales al progreso de su propia
competencia comunicativa” (Byram & Fleming, 2001, p. 82).
Moreno
García (2004) resume lo que implica ‘entrar’ en un aula intercultural de lengua
y lo hace en forma de consejos. Así, por ejemplo, poner en práctica factores
afectivos como motivación, autoestima o respeto a los estilos de aprendizaje; la
aceptación de la heterogeneidad; tener conciencia de que cada lengua es el
vehículo de una cultura que no es mejor ni peor, sino sólo distinta; expulsar
valoraciones negativas a quien no domina una lengua; no concebir las variantes
de la lengua como inferiores o superiores, sino como dialectalmente
funcionales; luchar por transformar estereotipos culturales y crear ambientes
flexibles y plurales. A lo cual se sumaría la apuesta por aprovechar el
aprendizaje de la lengua para descubrir su historia encubierta/disimulada que
es, paradójicamente, el encubrimiento del otro.
Pues bien, desde tales recomendaciones es posible trazar un croquis pedagógico-didáctico
sobre la didáctica de las lenguas que permita ejecutar el enfoque intercultural
en espacios reales y concretos, ganando así, por un lado, que (1) el docente de español facilite un lazo entre el estudiante y la cultura iberoamericana
en la que se le intenta introducir, tanto como promover el respeto y el reconocimiento
de las diferencias entre los grupos étnicos que conforman los mosaicos internacionales
(Comboni-Salinas, 1996); en este
sentido, la interculturalidad
es, sobre todo, una actitud de apertura
que
libera de los prejuicios y conduce a un
conocimiento más profundo a propósito de las certezas históricas que explican estancamientos,
conductas y perfiles colectivos sinuosos. De otro lado, que (2) el docente asuma y
enfrente la interculturalidad como integralidad, pues toda educabilidad de la
lengua española se debe hacer con actos comunicativos conscientes o, al decir
de Serrón (2002), dentro de una “cultura
comunicativa”, la cual facilita el diálogo a saberes lingüísticos,
culturales e históricos. Sin duda, ambos elementos preparan un ambiente para
que una clase de lengua materna pueda tener provechos hasta ahora eclipsados o
poco tratados, centrados en la noción de la ecuación cultura = lengua =
identidad = comunicación más feliz y comprensiva.
Lengua, identidad cultural y comunicabilidad
Parece sensato sostener que la lengua es uno de los
elementos básicos de la identidad cultural de una nación (Montes, 2000)[5], puesto
que esta se fragua usando el habla cotidianamente (Atienza y Van Dijk,
2010). En esa medida, la identidad cultural no es una realidad ahistórica, sino
el resultado cambiante de un continuo proceso de producción y transformación de
significados fundados cuando los sujetos hacen parte de unas formas comunes de
decir (Hall, 1996). A partir de esto, la identificación hablante y grupo social puede ser releída bajo la
fórmula coloquial “Dime qué hablas —y cómo hablas— y te diré quién eres, y cuánto vales”, puesto
que “el uso lingüístico de las personas es un espejo diáfano de la diferencia y
de la diversidad sociocultural de las comunidades humanas” (Lomas, 2017, p.
185).
En este sentido, urge dar a conocer al grupo de
educandos del aula de español evidencias de una identidad cristalizada en las prácticas comunicativas de quienes son usuarios
de esa lengua; pero también, y sobre todo, que se muestre cómo
parte de esa identidad se manifiesta lingüísticamente para hacer explícitas las
desigualdades sociales ordenadas históricamente por la “colonialidad del poder”
(Grosfoguel, 2013), pues comunicar no es únicamente un intercambio de información, sino
también un despliegue de valores sociales identitarios atados a prácticas
culturales pues, en suma, “el idioma no es simplemente una manera de referirse
a lo que existe en el mundo objetivo, sino que conlleva connotaciones
compartidas que ayudan al hablante a mantener su sensación de pertenecer a
ciertos grupos sociales” (Byram y Fleming, 2001, p. 10).
Con todo, la lengua española refleja escenas culturales propias, con toda
su complejidad social heredada (García-Dussán, 2015), tesis armónica con la
postulada por Quijano (2014) cuando habla de la “colonialidad del ser”, en la
cual la nominación usada por los poderosos deshumaniza e inferioriza al
otro-diferente con ayuda de conceptos o expresiones ofensivas y/o peyorativas,
o con estrategias discursivas de exclusión como la generalización, la
abstracción o la naturalización; todo esto cuando las prácticas lingüísticas
son valoradas desde la referencia de los dominantes (Bourdieu, 1985); es, en
suma, lo que Moreno-Hofmman (2009) resume de esta manera:
Una impostura exitosa
impuesta por la postura identitaria hegemónica: el criollato y sus aparatos
ideológicos de blanqueamiento racial, social y cultural prestan, desde la cuna
a la tumba, los siguientes servicios sociales: lavado cerebral, reprogramación
ética, reconfiguración sexual, y cambio extremo de identidad (…) Colombia es un
país formado sobre mares de equívocos, montañas de mentiras, selvas de secretos
y llanuras de imposturas. En el nombre mismo de la república está contenido su
designio imperial, colonial y subordinado (p. 409).
En el caso del español andino colombiano, el sistema clasificatorio
racial-cultural de castas —sumado a la prevalencia de
una ideología discriminatoria acentuada desde el siglo XVI, que asoció nación
con proceso de blanqueamiento (Viveros, 2009)— hizo en conjunto que los
sujetos y los espacios sociales se dividieran en Blancos Vs. Otros y en Centro
Vs. Periferia (Páramo y Cuervo,
2009), todo lo cual se ha
depositado en las tramas estructurales de la lengua española a través de
sutiles mecanismos lingüísticos, oscilando semánticamente en tópicos como la
religión, los saberes culturales, el trato cortés con el otro o las actitudes
políticas (Garcés, 2009).
En el centro de esta
propuesta, llama la atención el perfil cultural y lingüístico de los
colonizadores de las incipientes villas de las actuales Colombia y Venezuela, a
saber: los judíos y los árabes conversos. Como se sabe, durante el siglo XV hubo presión para que los no cristianos se
convirtieran a esta fe, una limpieza étnica ejecutada por medio del bautismo
forzoso, cuyas campañas masivas se iniciaron en
Granada —España— a partir de 1500. Desde
entonces, comenzaron a ser
llamados marranos —conversos que judaizaban secretamente— y moriscos —diminutivo de “moro”, esto es, musulmanes del al-Ándalus convertidos y oficialmente cristianos. Ahora, la presión se agudizó a lo largo de todo
el siglo XVI, pues los cristianos vigilaban a unos y otros de manera
exhaustiva, especialmente en la forma de alimentarse, de celebrar sus fiestas y
de profesar su credo (Rincón, 2002).
Esta población en
España fue asesinada, expulsada o convertida a la fuerza; mientras que otra
parte de ella, para evadir la radical intolerancia, viajó clandestinamente a la
Nueva España, justamente cuando muchos europeos se desplazaban para habitar las
nuevas villas en América. Efectivamente, entre 1493 y 1600 el 55% de los colonizadores venía de
Andalucía y Extremadura (Marimón, 2006), donde se apiñaban judíos y musulmanes
tras la expulsión ordenada por los reyes católicos en 1492, pues “esta política
afectó tanto a los árabes como a los judíos, los cuales compartían condiciones
sociales e intelectuales similares, e impuso a muchos de ellos migrar al Nuevo
Mundo” (Rincón, 2002, p. 99). Por tal razón, tanto judíos como moros fueron desembarcando
subrepticiamente por las Antillas, especialmente por Curazao, para asentarse y
sobrevivir en tierras donde el control quisquilloso de los cristianos no los sobresaltara;
y muchas veces lo lograron comprando apellidos vascos, o fingiendo una
identidad como lusitanos (García de Prodían, 1966)[6]. Esta
migración ilegal proveniente de la península española fue de unos quince mil
aldeanos ibéricos por año (Lucena, 1992), cuyas filas estaban alimentadas por numerosos
conversos o cristianos nuevos bajo múltiples identidades, ya que “el sistema de ‘licencias’
no fue siempre estricto y hubo muchas prácticas fraudulentas y maneras de
hurtar la ley” (García Arenal, 1992, p. 156).
Esta demografía inmigrante,
sumada a la vasta geografía colombiana cruzada por tres cordilleras y numerosos
paisajes tropicales, fue la causa de que muchos de estos advenedizos se asentaran
en pequeñas villas, en promedio ciento cincuenta habitantes por población[7];
pero, sobre todo, villas dispersas, debido a la misma condición territorial,
impidiendo una verdadera unidad nacional. La consecuencia de esto último fue
también lingüística, pues no se logró una unidad dialectal, algo que aún
percibimos claramente con la existencia de más de una docena de dialectos, lo
cual se acrecentó con el perfil agorero de los moriscos, quienes refundaron
ciudades frecuentemente cuando veían
indicios de encantamientos, hechicerías o maldad sobrenatural.
Aún más, para sobrevivir los errabundos moriscos, con
su pedigrí dudoso de cristianos nuevos, desarrollaron el valor de la Taqiyya, esto es, el disimulo y el
encubrimiento, actitud que les permitía “pasar de agache” y, por tanto,
hacer todo con disimulo. Algo similar sucedió con los marranos, quienes se
acomodaron sigilosamente en las poblaciones colombianas como apóstatas-hipócritas (Liman, 2002). De esta suerte, unos y otros ocultaron su identidad para no
ser nuevamente desterrados, a pesar de
la prohibición de las leyes de Castilla que los proscribía como “servidores del
demonio” y, por ende, no querían que “contaminaran” las nuevas tierras, puesto
que suponían un mal ejemplo para “los indios” (Borja, 1998). Luego, como se
sabe, este imaginario diabólico se extendería a los indígenas americanos
mismos, encarnando el mal mismo (Sanabria, 2004).
De esta suerte, el perfil de fundadores,
caracterizados por ser perseguidos, camuflados e hipócritas, fueron los que
hicieron prosperar las poblaciones recién fundadas en tierra firme, haciendo mezcla
con negros esclavos, indios y soldados españoles para generar una gran paradoja
histórica, pues los conquistadores, facultados para poblar, se dedicaron a desterrar
indígenas con ayuda de militares, sacerdotes y escribanos, mientras que quienes
comenzaron soterradamente a ocupar sus territorios fueron desterrados, esta vez
provenientes de la península ibérica. Así pues, los ancestros urbanos de
Colombia eran campesinos ibéricos, con gustos y modas de árabes o judíos
cristianizados (Todorov, 2007), sujetos que arrastraban la historia de acechanza
por siglos y el conformismo a su destino nómada; unos arrieros sin terruño adaptables
a cualquier ambiente y, por tanto, camaleónicos o mimetizadores que sobrevivían
con la economía del pan coger (Serrano, 2016). Al tiempo, mantenían de puertas
para afuera conductas cristianas, pero de puertas para adentro guardaban el
sábado como día de mandato, se aseaban y cambiaban de ropa semanalmente —normalmente los
viernes en la noche— y mantenían sus ideologías religiosas a pesar de carecer de
sinagogas-mezquitas, porque no tenían clérigos-rabinos orientadores.
Otras
características de estos primeros pobladores era que tenían un sentimiento de
no-previsión y falta de consciencia de la Ley; por tanto, eran embaucadores
que, con identidades variadas pero no esenciales, vivían dentro de comunidades
cerradas, lo que les permitía estar y no estar en la sociedad general (Klick y
Lesser, 1998). Además, eran astutos, sagaces y ladinos, todo esto como
estrategias necesarias para no evidenciar su verdadera identidad y así evitar
el peligro de un nuevo destierro o ser depurados con fuego por la Inquisición —en Sevilla o
en Cartagena de Indias. De esta
manera, se fue formando una
enmarañada mixtura sociocultural estratificada: por un lado, la república de
blancos; por otra, la de indios y negros, zona social que englobaba también a
los árabes y judíos porque, finalmente, compartían la cualidad de ser minorías
étnicas perseguidas (Ibid., 1998)[8].
Asimismo, desde la Edad Media tanto los mozárabes como los
judíos eran bilingües en distinto grado, fruto del contacto cultural y
lingüístico en la península Ibérica, por lo que
la lengua con la que llegaron comunicándose a América los moriscos fue el
romance andalusí o mozárabe, caracterizado por el uso frecuente de cortesías,
por la moderación y economía al hablar y por la exactitud retórica, todo esto
para no ser sorprendidos, pues se asentaron ilícita y soterradamente. De
la misma forma, los marranos o judíos conversos —después
de 1492, sefarditas— hablaban
el judeoespañol o ladino, derivado del castellano antiguo, idioma que no difería
sustancialmente del castellano de los siglos XV
y XVI, a excepción de algún léxico hebreo, especialmente el uso palabras
religiosas y nombres de pila —por ejemplo aleluya, amén,
Cristo, Edén, Gólem, Jehová, Yod, Satanás,
Ana, Davis, Esther, Elías, Josué, Miguel,
Raquel, entre otras— que, interactuaron, hasta la expulsión de
1492 —incluso un siglo después — junto con otros dialectos de
España, tales como el castellano, el catalán o el aragonés (San Román, 2015).
Con todo, estas situaciones y cualidades de los expatriados colonizadores que acomodaban
la forma de usar la lengua y de comportarse comunicativamente frente al otro de
acuerdo a su fatal destino tuvieron necesariamente que dejar huellas en las tradiciones culturales
y ciertos objetos —por ejemplo, aún se conservan en muchas familias el mezuzah y el menorah —, pero sobre
todo en la lengua hasta nuestros días puesto que, como se ha afirmado antes, las
lengua son tesoros culturales que heredan elementos de esos primogénitos
pueblos errantes. Y no sólo se piensa en los arabismos, unos cuatro mil en la
actualidad —almojábana, alcázar, arroz, azúcar, zanahoria, naranja, entre otros—, ni aún en palabras y refranes del juedeoespañol, sefardí o ladino —El ke se eça kon kriaturas se alevanta pişado: el que con niños se
acuesta amanece meado—, sino en expresiones
menos evidentes, amontonadas en varios de sus niveles de la lengua, que se
disfrazan para insinuar esa herencia cultural, y todo lo que de ella se
filtra en la constitución inconsciente de la identidad nacional.
Todo esto, pasmosamente, se manifiesta en el nivel semántico-pragmático
del español actual a través de ciertos insultos, refranes, expresiones
populares, colombianismos; además del uso del diminutivo y el uso de fórmulas
corteses, utilizados con mayor frecuencia en el corazón geográfico de
Colombia, la zona andina, ubicada entre las cordilleras central y oriental, y
cuyo correlato lingüístico es el super-dialecto andino colombiano, donde
aparecen subdialectos como el cundi-boyacense y el santandereano (Montes, 2000).
No obstante, esto no es gratuito, porque “las principales ciudades creadas por
los colonizadores se ubican, sobre todo, en la región andina, ‘colonizada’
antes por tribus indígenas, de donde serían expulsadas o aniquiladas” (Yunis,
2019, p. 24); pero también donde se acentuó la esclavitud, dado que Santafé se
convirtió, superada las etapas de saqueo y conquista, en “un centro de primer
orden en lo administrativo, en lo militar y en lo económico” (Williams, 2018,
p. 47). Ahora bien, como afirma Rincón (2002), muchos de aquellos judíos
participaron en la colonización de zonas montañosas del país, como el eje
cafetero —Armenia, Arma
Viejo, Anserma, entre otras— y Antioquia —Caramanta, Santafé de Antioquia—, entre otros lugares (Mesa, 1997). Tal como se muestra en el siguiente
mapa, a finales del siglo XVI la red de caminos estaba aglutinada en la zona
andina y cafetera, donde arrieros de todos los semblantes desplazaban cereales como
trigo, ganado y oro; y, como es natural, en las rutas comerciales también
circulaba la lengua adaptada y funcional, sus usuarios y sus escenas culturales.
Imagen 1
Caminos que convergían a Santafé en el siglo XVI
Fuente: tomada de Williams (2018)
De esta suerte, se confirma que “el hijo se rebela
contra el padre con el lenguaje del padre, y así va construyendo su propia
lengua” (Dussel, 2010, p. 102), pero lo hace arrastrando en ella su pasado. Ahora bien, para soportar esta tesis, se comentan algunos de esos
efluvios lingüísticos que reviven este panorama, siendo la categoría de los
insultos una de las más ilustrativas frente a lo que se desea defender. Así,
por caso, insultos referidos al otro como viejo brujo, bandido del demonio o
simplemente demonio, los cuales recuerdan ese estigma de los judíos
y moros en España y América, asociados con el mal mismo; o insultos como mugre,
mugroso, muérgano, inmundo, jediondo-hediondo o cochambroso —maloliente,
grasiento— o, incluso, arrastrado, los que
recuerdan la cualidad de los moriscos una vez eran villanos en las ciudades del
centro del país desde el siglo XVI quienes, debido a sus costumbres, sólo se
cambiaban de ropa y bañaban los viernes[9]. Además,
aparecen con frecuencia insultos más transparentes para evocar la condición de
los primeros pobladores, tales como marrano o hijuepuerca, a los
que se suman, con la misma intención pragmática peyorativa, injurias como indio
bruto o pendejo, montañero, sinvergüenza o alcahueta —rufián. Aunque también se puede añadir otro
tipo de ofensas que evocan la condición impura de los villanos
conversos, tales como maldito, animal de monte, bestia, bruto, inmoral, mala
hierba, atrevido, descarado o sonsacador corrompido —degenerado-pervertido— o chafarote —inculto.
En esta misma línea de sentido se encuentran ciertos dichos o
refranes como “ando como el judío errante” o “más falso
que el beso de Judas”[10],
los cuales evidencian una clara identificación con los colonizadores
primigenios y, por extensión, con las minorías étnicas que hacían parte de la República
de no blancos en la actual Colombia, pero durante La Colonia. Además, refranes
como “indio, mula y mujer, si no te la han
hecho, te la van a hacer”; “negro con saco, se pierde el negro y se pierde
el saco”, “negro, ni el caballo”, “¿Quién sufre? El indio por bestia” o “Se nos
creció el enano” evidencian lo mismo. Asimismo, expresiones frásticas populares
como “Más o menos”, un signo
de falta de ambición, algo típico de los primeros urbanitas colombianos; o
también expresiones como “me toca hacer”, en lugar de “debo hacer”, que
recuerdan una marca clara del desvío a la ley social, característico de los
moriscos y su forma evasiva de actuar y de hablar el mozárabe en estas tierras
para poder asentarse con identidades variadas y que sigue caracterizando el
perfil caracterológico de la sociedad actual.
Existen,
por otro lado, locuciones como “aquí hay gato encerrado”, que revelan el peligro de ser engañados por un
embaucador, cualidad típica atribuida a los judíos. En esta misma línea de
sentido, es muy diciente el uso de colombianismos como el verbo envolatar o embolatar, voz nacida en el
departamento de Antioquia y usada en todo el país con el sentido de confundir,
engañar y que proviene de “volate”, esto es, del “afán, confusión, barullo”,
más el prefijo en- y el sufijo -ar que significa entrar o meterse
en volates o confusiones (Montes, 1985); a lo cual se une la expresión tan
popular de “No dar papaya”, con el sentido de evitar una situación que puede ser
potencialmente mala para sí mismo y connota la acción de exponerse, de volverse blanco fácil o bajar la guardia; esto es, de
dejarse pillar por el otro y ser castigado o expulsado.
Finalmente, se
encuentra el uso del diminutivo apiñado, especialmente, en hablantes explotados
y sufrientes como marcas de su posición inferior y solapada —diastratías desfavorecidas—, ante todo cuando se usa para generar compasión o
lástima por los otros —pobrecita, buenita, entre otras— y así ganar indultos o no ser castigado. A este empleo pragmático del
diminutivo se puede sumar el uso exagerado de los tratamientos respetuosos o
corteses, notorios por ejemplo en el uso de reductores de amenaza, tal como
sucede con expresiones como sumersecito, pero también en el uso de reparadores
o locuciones para pedir perdón y la práctica de utilizar en la cotidianidad expresiones
para atenuar afirmaciones, tal como sucede en expresiones como “yo creo que”, “me
parece que”, todo esto con la intención de seguir reproduciendo cualidades que
nos viene del mozárabe o romance andalusí tardío, correlato de su condición de
ilegales en los dominios del Nuevo Mundo.
El aula como lugar de denuncia: sobre la lógica cultural mestiza
En este orden de
ideas, el habla andina colombiana parece delatar un Yo cultural concreto, al
mestizo; ese “hijo del pecado” (Dueñas, 1999) que guarda en su interior el
legado europeo “puro e impuro”, africano e indoamericano. Se infiere, entonces,
que ese hablante del que se ha ocupado al final esta reflexión tiene una
identidad cultural híbrida, resumida en la de un Yo-mestizo-siniestro que, para
sobrevivir en un mundo adverso, tal como lo hicieron en el siglo XVI y XVII los
advenedizos, tiene que asimilar una lengua con relieves estratégicos de
ocultamiento frente al escamoteo primigenio de los nuevos conquistadores, sumado
a unas conductas basadas en la simulación y la disimulación, lo cual encarna el
perfil identitario en sujetos sinuosos, tramposos y proclives al desvío, puesto
que
[...] el mestizo es el avivato, el que no tiene
leyes, el que no tiene cómo participar, pero participa, el que no puede casarse
pero que produce mestizos todos los días, el que no puede blanquearse porque
está prohibido, pero que se blanquea constantemente, que estás al margen de la
ley, pero que le saca ventajas a la ley, que trampea, que contrabandea. Nuestra
sociedad colonial es de contrabandistas, porque no existen vías legales al
comercio, los mestizos no comercian, les está prohibido participar en el comercio,
pero entonces se inventan el contrabando, y éste fue una de las actividades más
robustas, sistemáticas, permanente, durante el período colonial (Dueñas, 1998,
p. 17).
Así las cosas, es
posible hablar que el español dialectal referido obedece a una lógica mestiza, esto es, una forma de comunicación mezclada y comandada por el
imperativo de la producción de un disfrute
perverso que dilata al semejante (Pommier,
1996), el cual está al servicio de una ideología de blanqueamiento cultural
instintivo: exterminar con el uso del buen hablar al diferente. Todo esto
ocurre, dentro de un lazo social que se transforma inmediatamente en lazo camaleónico, dejando al otro y
lo otro-constitutivo dentro de un
juego lingüístico que se
efectúa, por supuesto, pero para que el otro quede expulsado o diezmado, y
también negado. Claramente, esto no es más que un juego diacrónico ominoso:
negar en/con la lengua lo que con la lengua el otro se negaba[11]. Se
trata de una lógica cultural mestiza caracterizada por el estado de
cosificación en el que el sujeto-emisor toma la palabra ante el otro y deja enunciado
un insulto o una provocación —por ejemplo, olvidando rápidamente tal acto—; es decir, un ataque a la alteridad que entraña una amnesia como
actualización del olvido sobre el pasado común que funda la actual comunidad. Así
las cosas, en la cotidianidad se evita degradarse como negro, indio o mestizo,
como antes de evitaba deshonrarse como marrano o morisco, todo para no caer en
ese conjunto de diferentes y evitar ser definido como mugroso, guache,
desordenado, pícaro, morisco-moroso, impuro e inmoral.
De esta suerte, el análisis sobre elementos de
la “colonialidad del ser” que aquí se analizaron, y que termina proponiendo el
dominio comunicativo de una lógica cultural mestiza-siniestra que domeña toda
cultura ladino-americana, se conecta con la “colonialidad del saber”, esto es, con
el asunto de una hegemonización representacional y epistémica impuesta por la cultura europea
—española— en relación con la
otredad (Lander, 2000). Efectivamente, el
carácter local del conocimiento español, que tiene su origen en el Consejo de
Toledo sucedido 43 años antes de la llegada de Colón a América, y que deja instalada
la escisión social entre cristianos viejos —los limpios de sangre, los no judíos o no moriscos— y cristianos
nuevos —hijos de judíos
conversos o de moros—, llegando
a instalarse sociolingüísticamente sin premuras durante cuatro siglos
coloniales, desplazándose hacia la época republicana y a la actualidad.
Efectivamente, este esquema social en tensión se uniformiza en la Nueva
Granada bajo el modelo de una élite de terratenientes españoles, acompañados de
encomenderos y escribanos, que se oponen a los aborígenes y esclavos. Luego
esta “tensión social”, en el decir de José Luis Romero (1999), se convierte en
dos Repúblicas: la de blancos y la de indios, quienes evolucionan en la casta
española —hidalgos, luego
criollos— y la casta de
tierra —indios, negros,
los demás. Ya entre los siglos XVII y XVIII son quince las clases dentro de la
casta de tierra (Castro-Gómez, 2005)[12]; y, en el
siglo XIX, esa partición social tomó la representación del cacique o patrono contra
el siervo para evolucionar, hacia sus finales, en los burgueses y la clase
popular u “orejones”, para terminar en la aristocracia y los guaches, también
llamados lobos (García-Dussán, 2020). Este es el breviario de siglos de segregación,
que fluctúa y persiste gracias a esa lógica cultural mestiza que hasta bien
entrado el siglo XX se manifestaba nuevamente contra los judíos inmigrantes en
la capital colombiana.
De la misma manera, tal segregación del otro-diferente se manifestó recientemente
contra el poco número de inmigrantes judíos en la ciudad de Bogotá. Como se
sabe, algunas familias llegaron hacia la década de 1930 provenientes de Rusia,
Rumania y Polonia, e influyeron en la transformación de la capital a través
actividades económicas incipientes transformado la Bogotá provinciana. Pero, a
pesar de esto, fueron llamados despectivamente polacos o quincalleros[13],
porque vendían ropa, calzado y artículos para el hogar puerta a puerta y a
crédito, acción que permitió que las clases populares de la Bogotá del siglo XX
accedieran a productos europeos que antes eran exclusivos de la burguesía. Aún resuena
en la memoria colectiva la firma Jota Glottmann, primera comercializadora de
electrodomésticos[14], al
igual que las familias Cohen y Rozanes, empresarios que lograron montar tiendas
en el casco histórico de Bogotá, rejuveneciendo la zona, antes ocupada por
tiendecillas de baja categoría. Sin embargo, esta humilde revuelta urbana fue
mal vista por una capa de ciudadanos de orientación conservadora, muchos de
ellos simpatizantes del nazismo, por lo que el partido conservador incitó a sus
partidarios a desaparecer sus negocios, como sucedió en El Bogotazo. Una década
antes de este traumático episodio, Luis López de Mesa, ministro de Relaciones
Exteriores, había cerrado las puertas de Colombia a los judíos sobrevivientes
de la Segunda Guerra Mundial, a quienes consideraba usureros y de costumbres
malsanas, instituyendo tasas burocráticas para aquellos inmigrantes que buscaran
traer a sus parientes del exterior. Se invita, curiosamente, a una limpieza de
sangre en una nación mestiza.
A propósito de todo esto, la antropóloga peruana Marisol de la Cadena (2000;
2006) explica cómo el mestizaje representa la hibridez, pero el concepto mismo
tiene una naturaleza híbrida, puesto que se refiere, como las dos caras de una misma
moneda, a lo biológico-racial y a lo epistémico. Como se sabe, en los preludios
de la colonia el mestizo era quien no tenía pureza de sangre; por tanto, su
estigma no era el color de piel, sino no ser hábil en demostrar públicamente
una historia genealógica de linaje puro. De esta manera, quien no demostraba su
estirpe, libre de moros o judíos, era un “manchado” —del latín macŭla, impuro social y
moralmente— perdiendo,
entonces, estatus social y descarriando el código de honor[15], tan
importante para sostener un lugar de privilegio ante sí y ante los demás y
quedando reducidos a epítetos como salvajes, perezosos y desordenados. Es así como,
bajo el concepto de mestizo y sus múltiples formas de ser nominado, se transita
por la “colonialidad del ser” y se llega a la “colonialidad de saber”. Y, lo
que se puede constatar es que, lejos de extinguirse esta episteme y su
lingüistería, se ha ido modificando con los siglos la batería de adjetivos y
otros modos de decir para mantener esas dos repúblicas opuestas, que viven juntas,
pero no revueltas.
Finalmente, con la ya mencionada investigación de Guiomar Dueñas (1999)
sabemos que en el siglo XVIII el mestizo estuvo cualificado por ser impuro
sexualmente, con lo cual se dio una simple reinscripción de vetustas fórmulas para
ser nombrado. Entonces, si saltamos al siglo XXI, es notorio ver cómo ese
mestizo, nominado peyorativamente por parte de colectivos llamados “gente de
bien”, son ahora denominados con adjetivos muy parecidos a los de la colonia.
De esta forma, se mantienen efectivas las jerarquías y su racismo adjunto, con
lo cual se confirma que la “colonialidad del ser” es efectiva en la medida en
que descansa y se alimenta de una “colonialidad del saber”.
A manera de cierre
Si todo esto está
bien razonado, la pregunta sobre qué se insinúa cuando se comunica cotidianamente
al usar el español en la zona andina colombiana aparece como fundamental en lo
general, y vital en la enseñanza de la lengua-idioma hablada en este país. Se sostiene,
entonces, que desde un enfoque intercultural con bases decoloniales el estudio del
español andino colombiano puede tratarse como un crisol que irradia datos sobre
la obsesión por sostener una “corrupción mestiza”, la cual ha servido de
asiento a la cultura de superiores e inferiores que, aunque diferentes,
comparten algo común: su perfil ladino y clientelista, ese que para Emilio
Yunis (2019) está caracterizado por
la actitud permanente de desconocer y poner
trampas a la ley, buscar el rodeo, el atajo, mimetizarse mediante el engaño,
utilizar todo tipo de subterfugios, no apreciar como valor supremo la verdad,
aprovechar cualquier ventaja, la oportunidad (es la cultura del ‘aprovecha’,
“sin dar papaya”), del pacto y la conciliación con todo en medio de un Estado
inoperante” (pp. 25-26).
De esta suerte,
aunque distintos, como colombianos quedamos abrazados por cualidades que nos
hacen semejantes. Por ejemplo, actores sociales desde la
política y la educación llaman a la decencia frente a las multitudes y sus
revoluciones, como lo acontecido en
2021 en pleno Paro Nacional, cuando ciertas voces desde los micrófonos de la
radio nacional definían los indígenas del sur del país como vándalos e
incivilizados; o aquella voz de doña Paraca, en redes sociales, defendiendo un
mundo blanco y los lugares de tortura, como Almacenes Éxito, palacio del
consumo que consumía al consumidor; o de profesores y estudiantes de
universidades prestigiosas hablando, no de un joven muerto, sino de una mancha
de la sociedad menos —nótese aquí el concepto colonial, el de sujeto
como un manchado— y todo porque los jóvenes “dieron papaya”, algo
que otros por supuesto aprovecharon, sólo porque se actualizó, sin saberse,
toda una capa de exclusiones que iniciaron con la llegada de los advenedizos al
centro del país.
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[1] Filósofo
de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Lingüística Española del
Instituto Caro y Cuervo. Magíster en Filología Hispánica del Instituto de
Lengua Española (CSIC, España). Doctor en Modelos de Enseñanza-Aprendizaje y
Desarrollo de las Instituciones Educativas de la Universidad de Granada.
Profesor e investigador de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.
Correo electrónico:
eagarciad@udistrital.edu.co ORCID: https://orcid.org/0000-0002-6635-2725
Fecha de
recibo: 19/04/2022 Fecha de aceptación: 31/05/2022
[2] En este texto, “cultura” es entendida como el conjunto
relacionado de maneras aprendidas de pensar, sentir y actuar y comunicar, compartidas
por personas que constituyen una comunidad particular.
[3] Se comprende por Estudios Decoloniales un grupo de aproximaciones
igualmente interdisciplinares que tratan el asunto del dominio y explotación de un pueblo sobre otro u otros, con
la consecuente naturalización de jerarquías humanas, grupales y epistémicas
(Quijano, 2000; Escobar, 2005)
[4] A propósito de
esto, William Ospina otrora opinaba: “Para un latinoamericano, como para un filósofo, entre las palabras y
las cosas no hay una correspondencia plena, hay una zona de vacío, un
desajuste, una demora. La lengua nació lejos y no llegó a dialogar con este
mundo, sino a sobre imponerse a él como se impone el sello sobre el papel
oficial, con un golpe y dejando una mancha” (2003, p. 45).
[5] Al respecto valga la
pena recordar la conocida frase del José Joaquín Cuervo Urisarri cuando
afirmaba que ‘nada simboliza tan cumplidamente la patria como la lengua’, pues
en ella se encarna el sujeto que la usa.
[6] De hecho, esto explica por qué a muchos descendientes
de marranos, se les llamaba también portugueses.
[7] Con excepción de la villa santafereña que, tras su tercera
fundación, en agosto de 1538, contaba con unos cuatrocientos habitantes.
[8] Al respecto, la idea de
Eduardo Caballero Calderón es pertinente cuando afirmaba en 1974 que “somos un
mosaico de razas dentro de un mosaico geográfico que conspira continuamente
contra nuestra identidad cultural. Muchas veces he dicho que nos somos un país
sino varios países, no una raza sino varias razas en descomposición, y así, lo
que llamaos colombiano sólo es una entelequia, pues el colombiano como entidad
internacional no existe” (en Montes, 2000, p. 138)
[9] La elección del día
viernes para asearse y cambiarse de debe a que dentro de los pilares del islam
oficial se debe orar cinco veces al día, siempre mirando a La Meca, pero
especialmente los días viernes (Djait, 1990).
[10] Recuérdese que Judas fue el único
judío entre los 12 discípulos que Jesús eligió, pues los otros once compañeros
eran galileos.
[11] No
gratuitamente García Márquez expresaba que suele haber en nuestra cultura un
trueque entre lo real y lo simbólico que desaparece tan pronto como llega,
haciendo “(...) de un bandolero un rey, de un prófugo un almirante, de una
prostituta una gobernadora, y también todo lo contrario” (1999, p. 154).
[12] En efecto, esta
diversidad clasificaba sujetos en mestizos, castizos, españoles, mulatos,
moriscos, chinos, saltatrás, lobos, jíbaros, albarazados, cambujos, zambiagos,
calpamulatos, tente en el aire y no te entiendo, tal como antes los primeros
colonizadores representaron los no-blancos como monstruos, caníbales, enanos y
habitantes de las antípodas (Vignolo, 2008) y luego en loros, rojizos, cochos,
negros, castaños, leonados y morenos (Hering, 2011).
[13] Quincallero: que vende
quincallas; esto es, objetos de metal, generalmente de escaso valor, como tijeras, dedales,
imitaciones de joyas, etc.
[14] El inmigrante rumano
Jack Glottmann, llegó al país en 1929 y fundó su empresa en Bogotá hacia 1935.
Su actividad se centró en importar y comercializar electrodomésticos y
venderlos a crédito. Efectivamente, el nueve de abril de 1948 su principal
almacén fue incinerado, al igual que sus oficinas.
[15] Lejos de creer
que el código de honor es cuento viejo, baste recordar que es la base de
novelas como Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez (1981) donde la
ausencia de una macha de honor en la sábana del tálamo de Ángela Vicario,
obliga a que sus hermanos ejecuten venganza, con presencia de la sangre del
supuesto ofensor, el hijo de foráneos, Santiago Nasar. De esta manera, la
muerte de Nasar reparaba la vertida sangre virginal de la hermana por medio de
la vertida sangre de un advenedizo. El código de honor, entonces, se sigue
dando en Colombia bajo la forma de una ley simple: venganza o deshonor.
Y como en la novela, no importa si la víctima es inocente; basta con que sea
impuro.