Buenos
Aires ante las crisis. Temporalidades e incertidumbres en las formas de vivir**
Mariano Perelman*
Verónica Puricelli*
María Rosa Privitera Sixto*
Este
artículo analiza dos crisis que han transformado significativamente la ciudad
de Buenos Aires: la crisis económica del 2001 y la pandemia de COVID-19. Se
parte de una perspectiva que, en lugar de enfatizar los aspectos negativos de
las crisis, las considera momentos propicios para el desarrollo de respuestas
creativas y la construcción de nuevas territorialidades urbanas. A través de un
estudio etnográfico longitudinal que combina observación participante con
entrevistas en profundidad -realizadas durante ambos períodos-, se analiza el
impacto que estas crisis han tenido en la vida urbana y en las dinámicas
sociales. Comprenderlas, permite contribuir a los estudios sobre la vida urbana
(en crisis) y complejizar -a partir de ellas- los estudios que las abordan.
Palabras clave: Ciudad – Buenos
Aires – crisis – incertidumbre - Territorialidad
Este artigo analisa duas crises que impactaram de
forma significativa a cidade de Buenos Aires: a crise econômica de 2001 e a
pandemia de COVID-19. Adota-se uma perspectiva que, ao invés de enfatizar os
aspectos negativos, as considera momentos propícios ao desenvolvimento de
respostas criativas e à construção de novas territorialidades urbanas. Por meio
de um estudo etnográfico longitudinal que combina observação participante e
entrevistas em profundidade — realizadas em ambos os períodos —, analisa-se o impacto
dessas crises na vida urbana e nas dinâmicas sociais. Compreender essas crises
contribuirá para os estudos sobre a vida urbana em contextos de crise e
permitirá aprofundar e diversificar as abordagens que investigam tais
fenômenos.
Palavras-chave: Cidade – Buenos Aires – crise – incerteza –
Territorialidade
This
article analyzes two crises that have significantly transformed the city of
Buenos Aires: the economic crisis of 2001 and the COVID-19 pandemic. The
starting point is a perspective that, instead of emphasizing the negative
aspects of crises, considers them favorable moments for the development of
creative responses and the construction of new urban territorialities. Through
a longitudinal ethnographic study that combines participant observation with
in-depth interviews - carried out during both periods - the impact that these
crises have had on urban life and social dynamics is analyzed. Understanding
them allows us to contribute to studies on urban life (in crisis) and to make
the studies that address them more complex - based on them.
.
Keywords: City – Buenos Aires – Crisis – Uncertainty –
Territoriality
Argentina parece ser el
país de “las crisis”. Según Grimson (2018), este país
no solo ha enfrentado numerosas crisis a lo largo del siglo XX, sino que
durante décadas se ha difundido la idea de que el país está en una crisis
constante. La existencia de indicadores estadísticos que definen rangos
críticos en lo político, económico o social, no necesariamente resultan disruptivos dentro
de los marcos de interpretación y comunicación (intersubjetivos), sino que al
contrario, pueden estar normalizados, instituyendo más propiamente un fenómeno
de “cultura de la crisis” (Grimson, 2018: 10). Esto
es palpable en una Argentina donde la palabra “crisis” se ha convertido en
parte del lenguaje cotidiano: construye los modos de significación social y,
por lo tanto, deja de ser disruptiva. Si
las crisis remiten a una moralidad perdida (Visacovsky,
2010) e imaginada (Perelman, 2021a) ¿cómo explicar una excepcionalidad de largo
aliento?
Por un lado, las crisis
parecen ser formas de ordenar la realidad de grandes sectores de la población
(Muir, 2021; Visacovsky, 2010). En este sentido, las
crisis pueden ser hechos estructurales (Narotzky y Besnier 2020) y formas de decir y de hacer. La clave de la
distinción, entonces, es la irrupción de una coyuntura crítica (independiente
de la voluntad individual) que establece un marco temporal de lógica
excepcional donde algunos marcos de referencia arraigados quedan suspendidos y
otros emergen. Son momentos de incertidumbre. Ello, al contrario del cierre que
evoca el sentido negativo usualmente adscripto a la noción de crisis, puede
constituirse en “un territorio propicio para la imaginación política y
cultural” (Grimson, 2018: 9). Luego, la coyuntura
tiende a estructurarse, estableciendo límites y alcances, e instituyendo una
temporalidad económica, política, social y cultural específica.
Las ciudades, o la vida
urbana, también entran en crisis y allí esas “incertidumbres” y momentos de
ruptura generan transformaciones en los modos de vida urbanos. Las ciudades
contemporáneas suelen ser miradas desde la lente de la crisis en la que entra
el modelo de ciudad moderna a partir de las transformaciones en el modelo
hegemónico de desarrollo económico que profundizan cada vez más las
desigualdades.
En este artículo
buscamos contribuir tanto a la comprensión de la vida urbana (en crisis) en
Buenos Aires, así como -a partir de ella- complejizar los estudios en torno a
las crisis. Para ello el artículo recupera material elaborado en el marco de
tres investigaciones, desarrolladas a lo largo de las últimas dos décadas en la
ciudad de Buenos Aires[1].
Además de observaciones y entrevistas –en profundidad,
semiestructuradas y abiertas–, el diseño metodológico incluye el rastreo y
examen de una heterogeneidad de fuentes secundarias producidas de forma
contemporánea a los acontecimientos, pero también retrospectiva, por los
distintos actores en disputa (actuaciones administrativas y/o judiciales;
publicaciones en blogs barriales; entrevistas en medios radiales, gráficos).
Sobre este aspecto es importante destacar que el principio básico en la
triangulación de fuentes primarias y secundarias es comparar y contrastar
distintas interpretaciones de los eventos bajo análisis, desde un enfoque
pragmático (Briones et al, 2004: 86) que busca trascender una perspectiva
meramente semántica –discernir el o los referentes/contenidos–, poniendo el
acento en la potencia performativa de los discursos que acompañan la acción
social; cual práctica y espacio de constitución y disputa de identidades. Así,
antes que un medio de expresión de sujetos sociales preconstituidos vemos
emerger identidades de origen, que buscan proyectarse hacia el futuro.
La articulación de las
experiencias de campo, invita a reflexionar en torno a
los modos como las crisis moldean la cotidianeidad y las formas de habitar la
ciudad. En este sentido, trabajamos con
lo que la crisis es/fue para las personas de carne y hueso en su vida cotidiana,
en sus disputas por el (acceso, uso y creación de) espacio (público) urbano con
desiguales actores sociales. Nos interrogamos ¿Qué jerarquía adquiere el
espacio público para y en las crisis? ¿Qué se puede en, y con, él? ¿Qué valores dan sentido y continuidad a la vida en la
ciudad en coyunturas tales? ¿Qué valores emergen en la lucha por reconstruir la
confianza y el sentido en medio de la incertidumbre? ¿Qué es considerado
valioso y por quién? ¿Cuándo
esa creatividad, las memorias que la sostienen, y sus efectos materiales, dejan
de ser socialmente válidos?
Así, nuestro argumento
es que la dimensión espacial es constitutiva de las crisis y las crisis
sociales, políticas y económicas afectan a la ciudad. Esta interdependencia nos
muestra que existe una correlación entre prácticas en y de la crisis con el
espacio urbano específico. Decimos espacio urbano específico para pensarlo en
su dimensión temporal y moral de larga duración (Cosacov
y Perelman, 2015) que se disputa en tiempos de
crisis.
Puntualmente, tomamos
como referente dos grandes crisis que habilitan nuevas formas de usos de la
ciudad, y con ello, nuevas formas de actualizar fronteras nosotros-otros: la “crisis
de 2001” y “la pandemia”. Durante la crisis de 2001, la ciudad fue un espacio
de protestas, de demandas e invenciones vinculadas a la expectativa de una
mejora en las condiciones de vida, lo cual generó una ruptura simbólica sobre
la ciudad -que dejó de ser hegemónicamente vista como una ciudad “sin pobres” y
“blanca”, siendo especialmente su espacio público construido por miles de
personas como un lugar de trabajo (precario) que permitió algo más que la
supervivencia. La gestión de la pandemia de COVID-19 (y sus resistencias) por
su parte, desencadenó fuertes cambios en el paisaje urbano, impulsando nuevas
territorialidades y formas de producción y apropiaciones de la ciudad, aunque
sin por ello borrar las formas de ver el mundo, ni las relaciones de poder que
configuraban la vida urbana previamente (Di Virgilio y Perelman, 2021: 227).
Las crisis económicas
que afectan a la Argentina desde finales de la década de 1970 han puesto en
desventaja a ciertos sectores de la población. En particular en la ciudad de
Buenos Aires, desde hace medio siglo la industria pierde capacidad para absorber
mano de obra debido a cambios en la organización de la producción, la
reestructuración del sector productivo y las regulaciones sobre el uso del
suelo. Y el acceso a la vivienda se ve gravemente afectado por la disminución
del poder adquisitivo y el deterioro de las condiciones laborales. Estas
desigualdades se manifiestan espacialmente en la ciudad, diferenciando
fuertemente las áreas norte-sur, como efecto de las condiciones materiales del
entorno, la calidad del acceso a bienes y servicios, y la capacidad de hacer
uso de la ciudad (Di Virgilio, 2021). Aunque Buenos Aires sigue siendo una ciudad con
importantes sectores de clases medias, los sectores populares o
"pobres" solo acceden a las áreas más ricas de la ciudad en calidad
de trabajadores (Grimson y Segura, 2016). O bien
transitan por ellas sin tener la posibilidad de establecerse, tal y como
muestran Cosacov y Perelman
(2015) en su análisis de la presencia de personas pobres dedicadas a la
recolección informal (cirujas o cartoneros) en los barrios centrales de la
ciudad de Buenos Aires, a partir de la crisis del 2001.
Proponemos entonces
mirar dos momentos de crisis e incertidumbre radical en
Buenos Aires, desde la lente de las pugnas que ellas habilitan en torno al
espacio público urbano y las formas legítimas de habitar la ciudad, que a su
vez desafían y reconfiguran desigualdades de clase y distancias sociales. En el
primer caso, en un contexto de difuminación de fronteras de los sectores medios
respecto a los sectores populares (Kessler y Di Virgilio, 2008; Visacovsky, 2012), atendemos a los usos desigualmente agenciados por cartoneros y huerteros,
en los que se exponen y resignifican marcadores de clase. En el segundo, a la
invisibilizada combinación de economía popular, trabajo reproductivo y de cuidado,
agenciada por trabajadores, que da
sostenibilidad a la vida en las ciudades contemporáneas como Buenos Aires.
El análisis de las interacciones cotidianas de personas y
las experiencias de producción de territorialidades iluminan tensiones y alianzas que ilustran
un trabajo de reconfiguración de límites sociales y espaciales. Pues éstos,
lejos de ser estáticos, se reconfiguran en los usos que las personas también
hacen de “la crisis” con miras a garantizar su continuidad social, no solo
biológica. Consideraremos en estas dinámicas, el modo como se imaginan y
contraponen destinos posibles para distintas áreas de la ciudad.
La noción de crisis
supone rupturas, pero la propuesta es tomar la crisis como lente para
comprender las continuidades (Perelman, 2021a). En esta reflexión en torno a
las crisis y las ciudades latinoamericanas con acento en las continuidades,
partimos de considerar junto a Fernández Álvarez y Perelman (2020) que aun
cuando la crisis financiera de 2008
dinamizó en el norte global -especialmente en Europa- una discusión acerca de
las crisis e incertidumbres y las maneras como las personas producen aquello
que consideran una vida digna, las formas de vivir consideradas “inciertas” en
la región de América Latina, poseen una larga duración. Ello no supone abogar
por una noción laxa del término crisis, puesto que cada país de la región tiene su temporalidad propia
de crisis, y al interior de cada una de esas realidades tampoco resulta
homogénea la experiencia de la crisis.
Podemos
entonces pensar la crisis, siguiendo a Narotzky y Besnier (2020 [2014]) como procesos estructurales que
usualmente son entendidos como fuera del control de las personas, pero que a la
vez expresan su pérdida de confianza en los elementos que les proporcionan una
relativa estabilidad sistémica y expectativas razonables para el futuro. Una
“ruptura en la reproducción social, un desajuste entre las configuraciones de
cooperación que solían funcionar”, con sus expectativas y obligaciones
particulares correlativas.
De allí la relevancia de una perspectiva etnográfica que se
centre en las prácticas y que permita comprender la construcción de memoria y
el modo como la imaginación de futuro, localmente situadas, resultan
constitutivas de los procesos de crisis. Pues las crisis son momentos en que no
solo se nos pone de relieve la normalidad perdida (Visacovsky,
2019), sino en los que se la construye (Perelman, 2021a).
En este sentido, la perspectiva de “las formas o modos de
ganarse la vida” (Alvarez y Perelman,
2020; Narotzky y Besnier,
2020) involucra una mirada etnográfica que contribuye a repensar la
temporalidad y la vida cotidiana. Porque pondera en la indagación “una
dimensión proyectual –a la vez en los sentidos de proyecto y proyección–”
(Fernández Alvarez y Perelman,
2020: 16) y el modo en que las personas de carne y hueso no sólo viven las
crisis sino también que, a partir de lo que consideran digno, hacen cosas en pos de sostener la vida y de pensar futuros posibles.
Entonces, los modos en que las orientaciones a futuro “performan la vida en el presente”, y son modeladas por
experiencias pasadas (Fernández Álvarez y Perelman, 2020: 17), son centrales
para comprender la temporalidad. Este enfoque interroga la concepción lineal de
tiempo, para incorporar el sentido indeterminado, múltiple y plural en relación
con el futuro como posibilidad, en diálogo con un campo de indagación
antropológico de reciente exploración en el que el futuro se constituye como
tópico de investigación sistemática (Pels, 2015; Pink
y Salazar, 2017; Bryant y Knight, 2019; Jansen,
2019). Y con ello lo hace, el par incertidumbre-esperanza como términos
complementarios susceptibles de abordaje empírico, de los que se procura
comprender sus condiciones de posibilidad, sus formas históricas y culturales
particulares, su funcionamiento y efectos (Jansen 2019; Kleist
y Jansen 2016).
Tal y
como sugiere Appadurai (2015), el mundo contemporáneo se
yergue sobre el flujo de bienes, personas, imágenes e ideologías, cuyo “signo
diacrítico emergente es la dominación por parte de técnicas y mentalidades
orientadas a manipular o tolerar el riesgo entendido como la representación
estadística de todas y cada una de las incertidumbres de la vida” (Appadurai, 2015: 16). Esa hegemonía construye una intrincada red “de prácticas
e instituciones especulativas que reúne a las clases y los sectores más
diversos de la población mundial”, donde “una multiplicidad sin precedentes de
hilos vincula a (...) tomadores de riesgo de alto nivel con los que soportan (y
sufren) las estrategias basadas en el riesgo en todas las sociedades” (Appadurai, 2015: 15).
Sin embargo, resulta
necesario pensar más allá del padecimiento/sufrimiento de las incertidumbres
generadas desde arriba, bajo la guía
del interrogante ¿qué hacen las personas ante las crisis? ¿Cómo se dan las
personas y los grupos sociales, continuidad? ¿Con base en qué relaciones
sociales, pero también en qué valoraciones, expectativas y experiencias? Dicho
de otra forma, no caer en una mirada paupérrima o por “la negativa” de los
procesos sociales.
En términos
teórico-metodológicos, se toma la crisis como herramienta para observar lo que
la ruptura de la continuidad de los supuestos de la vida cotidiana
no solo inhibe sino, sobre todo, habilita. En escenarios tales, distintos
autores (Perelman, 2021b; Fernadez
Álvarez, 2017; de L’Estoile, 2020 [2014]; Narotzky y Besnier, 2020 [2014]),
documentan las estrategias que las personas elaboran con base en marcos morales
de referencia (que definen qué es dable esperar del otro) que les permiten
localizar recursos cada vez más difíciles de alcanzar. Estas estrategias
incluyen relaciones de confianza y cuidado, economías de afecto, redes de
reciprocidad que abarcan recursos tangibles e intangibles, y transferencias
materiales y emocionales que están respaldadas por obligaciones morales.
A su vez, como mostramos, las crisis -entendidas como
procesos de incertidumbre- son momentos de contingencia, en las que nuevas
prácticas se habilitan.
Así, vemos las temporalidades e incertidumbres que moldean la
cotidianidad y las formas de habitar la ciudad en tiempos de crisis, de acuerdo a
valores morales que definen lo legítimo, lo digno. Ello, no solo mientras
esperan las soluciones de actores sociales en esferas a las que no tienen
acceso de forma directa, sino también en contra de esa espera.
Si
bien Argentina ha vivido varias crisis en las últimas décadas, la de 2001 es
sin duda una de las más profundas. El “2001” condensa un proceso de larga
duración que antecede al 2001 y lo excede, y es parte fundamental de la memoria
colectiva (al decir de Pollak, 2006). Para su vigésimo aniversario diversos
medios periodísticos publican dossiers en los que la crisis es traída para
entender los conflictos coyunturales del 2021, dejando entrever una “tensión
entre la creciente distancia y la persistente proximidad” (Dillon, 2023: 53).
En
diciembre de 2001 luego de una fuerte represión y el asesinato de varias
personas por parte del gobierno, el presidente De La Rúa -quien cumple la mitad
de su mandato- renuncia. Unos meses antes, el ministro de economía Domingo
Cavallo -quién había sido parte del gobierno anterior de otro signo político e
impulsor de la convertibilidad entre el peso y el dólar- había decretado “el
corralito”. Esta medida implicaba la reprogramación de los plazos fijos y la
imposibilidad de retirar más de 200 pesos semanales de las cuentas bancarias.
Con la pobreza y el desempleo creciendo, el malestar social en aumento hasta
las jornadas del 19 y 20 de diciembre que terminan con la masacre de personas y
la renuncia del Presidente.
Desde
las ciencias sociales se han construido distintas lecturas sobre estos hechos,
las cuales se anclan en “concepciones temporales diferentes, que por ejemplo
acentúan o matizan la excepcionalidad de los hechos de 2001-2002, o que los
inscriben en una suerte de destino nacional”
(Dillon, 2022: 52). Aquí nos interesa trabajar sobre el trastocamiento de la espacialidad y la
transformación de varias dimensiones de la vida social que ella supune, en particular de ciertas
definiciones acerca de lo que es una vida urbana normal (segregación
residencial, cómo y dónde vincularse con la otredad de clase).
Para
ese entonces, a nivel metropolitano se fortalece un modelo
de ciudad neoliberal, difusa y excluyente (Ciccolella
y Baer, 2008) que podemos leer en continuidad con el proyecto político que
viene reforzando la imagen de una Buenos Aires culta, bella, higiénica,
asociada al progreso, desde las intervenciones del patrón civilizatorio de la
generación de 1880, pasando por las de la última dictadura cívico-militar
(1976-1983) articuladas en torno a la idea de merecimiento de la ciudad (Lacarrieu, 2005).
Los
años que siguen son de crecimiento económico y de una disminución de la
desigualdad económica. Sin embargo, se profundizan otras dimensiones como la desigualdad
urbana (acceso a la vivienda, por ejemplo), y se sedimentan procesos de
producción de usos de la ciudad y de generación de diferencias. Así, si la crisis de 2001 habilita nuevas
formas de usos de la ciudad, con ello se producen nuevas formas de actualizar
fronteras nosotros-otros. Por un lado, aquellas vinculadas a una “nueva forma
de pobreza urbana” que, a contramarcha de un pobre imaginario porteño, se
desancla de los históricos asentamientos (villas) ubicados mayormente en la
zona sur de la ciudad, para habitar barrios consolidados y centrales de la
ciudad.[2]
Por otro lado, la aparición de miles de personas pobres haciendo uso de la ciudad.
El
caso de los recolectores informales es paradigmático ya que el contexto de
crisis hace posible la emergencia y consolidación de la recolección informal.
En aquel momento, la brusca devaluación del peso argentino frente al dólar
estadounidense genera que materiales reciclables como el papel, cartón, vidrio,
metal y plásticos experimentasen un fuerte incremento de sus precios. Esto,
sumado al crecimiento del desempleo y a la relativa sencillez con la que es
posible acceder a la actividad, convierte a la recolección informal en una
atractiva forma de ganarse el sustento diario.
La
súbita aparición de miles de recuperadores urbanos por las calles porteñas
tensionó el imaginario urbano que concebía a la ciudad de Buenos Aires como una
ciudad “homogénea”, “blanca” y de “élite” (Ciccolella y Baer,
2008; Boy y Perelman,
2010). A partir del análisis de la presencia de personas pobres dedicadas a la
recolección informal (cirujas o cartoneros) en los barrios centrales de la
ciudad de Buenos Aires Cosacov y Perelman
(2015) muestran cómo en la pugna por el uso del espacio público se generan
distancias sociales y se reproducen las desigualdades de clase, argumentando
que ello no sólo se produce a partir de una segregación espacial sino también
en las interacciones cotidianas.
La
crisis no solo hizo que miles de
personas tengan que recurrir al uso del espacio público como lugar de trabajo.
Sino que a partir de allí se generó una pugna por imponer otras formas
legítimas de usar la ciudad. Si hasta 2002, la recolección informal era
perseguida y estaba completamente estigmatizada, a partir de las crisis los
recolectores comenzaron a demandar y a posicionarse como actores legítimos. La
crisis habilitó la discusión de la tarea de recolección como un problema
público ligado no solo a la pobreza sino también a la cuestión ambiental y de
la presencia de cartoneros -devenidos en recuperadores urbanos (Perelman y Puricelli, 2024)- como
actores de la política pública.
La
crisis entonces transformó el cirujeo
en una forma legítima de ganarse la vida para miles de personas. En un contexto
de crisis, la recolección apareció como una forma legítima de obtener
recursos. Pero este proceso no ha sido
lineal.
El
caso del desalojo de un asentamiento de
cartoneros en un barrio considerado típico de clases medias (Caballito), es
paradigmático y muestra los límites de ese uso de la ciudad. Si bien existió
una tolerancia al transitar por la ciudad para recolectar y así hacer uso de la
ciudad como un lugar para obtener materiales para poder vender y así vivir,
diferente fue la tolerancia a la estabilización de los recolectores como
habitantes de la ciudad. En el Barrio de
clase media de Caballito, la construcción de un puente creó una “zona de
contacto” (Geertz, 2002) entre vecinos y cartoneros al tornarse visible un
asentamiento (NAUs) antes solapado por la morfología del lugar. En dicha
disputa “los vecinos” considerados legítimos (propietarios/inquilinos) pusieron
en juego “el relato de origen de la clase media” para “teñir de moralidad” sus
“trayectorias de ascenso social y distinguirse de quienes no pueden reivindicar
para sí ese origen virtuoso”, asociado a un origen “blanco y europeo”,
reforzando “la esencialidad de esos otros”, los cartoneros caracterizados como
“vagos, sucios, delincuentes” y el lugar que ellos mismos –“los vecinos”–
tienen en la sociedad” en base a un “modo de ser” igualmente naturalizado.
La expulsión de estos otros de clase
se configuró a partir de instancias cotidianas, microsociales
en las que se (re)producen “cartografías normativas de pertenencia” (Guano,
2004), que distribuyen personas y objetos según una jerarquía de lugares. Si
los cartoneros podían andar por la ciudad recolectando, más compleja era su
presencia como “vecinos” de la ciudad.
En todo caso, la crisis de 2001 ha
sido central para comprender un nuevo actor urbano que fue acompañado -con el
paso de los años- de transformaciones urbanas como la aparición de centros de
reciclado y la misma presencia de recolectores, ya más formalizados, en las
calles de la ciudad. En términos subjetivos, la crisis habilitó la recolección
como una tarea legítima para ser hecha como una forma de ganarse la vida.
Asimismo, en el entramado de
prácticas y formas de sociabilidad que hicieron parte en la reconfiguración del
entramado urbano y las relaciones sociales, la crisis propició la emergencia de
una serie de experiencias y de transformaciones micro-sociales que tuvieron una
duración más efímera en términos espaciales, pero no experienciales. El caso de
la huerta orgázmika resulta emblemático en este
sentido. Por la invención de formas de habitar y significar la ciudad que traía
consigo, y porque su expulsión (2009) mostró que el despliegue de estrategias orientadas a elitizar la ciudad, no solo se conformaron en base a una
alteridad de clase. En este sentido, la propuesta del espacio verde como figura
urbana capaz de exorcizar los peligros que despierta la vida en las ciudades (y
más en un contexto de crisis con gran crecimiento de la pobreza), también fue
constituida en dispositivo civilizador hacia el interior de esa gran y
heterogénea “clase media” que compartía proximidad física en las áreas
centrales, pero fundaba la actualización de la identidad que estaba en riesgo,
en un orden moral distinto.
A pocos metros de los ex-terrenos
ferroviarios donde se emplazó el mencionado asentamiento cartonero, miembros de
las asambleas que emergieron en el verano de 2002 como expresión de la crisis
político-institucional de representación, decidieron crear allí una “huerta
comunitaria”.[3] Aún en el contexto de aguda
crisis económica, esto suponía algo distinto a un “intento de subsistencia”. La
invitación era a “salirnos del tiempo establecido, para dentro de esta ciudad y
su vorágine, compartir un pulmoncito de resistencia, dándonos aire, y
recreándonos juntos” (Huerta Orgázmika, 18/10/2005).
Este activismo ha sido anclado a una década (1980) que a
nivel nacional condensa crisis
de diferentes niveles (político, económico, en los marcos de análisis), y en la
que se dice que incluso entraron en crisis la ciudad y las ideas para pensarla
(Menazzi, 2018). Pero en la que también, buscando dejar
atrás la represión y el retraimiento público de la dictadura militar, adquieren preeminencia la
idea del espacio público como “eje de
la ciudad democrática” y el asociacionismo barrial como nido que, al margen de
los partidos políticos, garantizarían la subterránea perdurabilidad del sistema
democrático (Menazzi, 2008: 210).
La interacción con “vecinos” y funcionarios locales, mostró
disputas en torno a las fronteras de lo legítimo en el uso y concepción del
espacio público de un barrio de clase
media. Y ello, no tanto a medida que la crisis iba siendo superada, sino
también como una forma de tomar distancia de “la crisis”. Abiertamente buscaron instituirse en la ambivalencia de un
espacio de “apertura” al y del barrio, desde donde actualizar relaciones de
“vecindad”, pero al mismo tiempo como un espacio de cierre al orden urbano
dominante. De allí su representación como “orgázmika”,
indicativo de la experiencia extraordinaria de “placer” que les producía
trabajarlo, sublimando energías y experiencias corporales que de otro modo
debían ser orientadas a la producción de mercancías.
Esto suponía un corrimiento respecto a cómo habitar un
barrio considerado típico de clases medias, condensado más explícitamente en la
práctica de la “olla popular” que, tal y como reconstruía una de sus miembros
en el año 2014 (37 años, docente, egresada de la carrera de Ciencias de la
Educación, alfabetizadora), se hacía “todas las semanas…[en
la calle] entonces venían cartoneros... imagínate para ‘las vecinas de
caballito’ era horroroso...”. Podríamos interpretar la práctica de la “olla”,
como variante de la consigna epocal “piquete y
cacerola, la lucha es una sola”, a través del cual ciertos abordajes vieron la
expectativa de constitución de nuevos lazos entre desiguales sectores sociales
(Schillagi, 2008), en contraposición a la clase
política (Wilkis y Vommaro
2002; Gordillo, 2010). Pero aquí interesa subrayar el trabajo de producción de
fronteras que trae lo “horroroso”, respecto a quienes eran social y
espacialmente cercanos.
El “horror” en esas otras “vecinas”, agentes de la política
tradicional (vinculada a un “partido centenario”), confirmaba la carga
contestaria del propio habitar: como agente que ofrenda una estrategia, no para
la puesta entre paréntesis de los marcadores de clase, sino para la exposición
al encuentro con desiguales sectores sociales, re-instituyéndose en la disputa,
la identidad (media) en riesgo. La crisis, en este sentido, también reconfiguró
experiencias de sociabilidad pública ancladas en el supuesto de que para tejer vínculos de solidaridad con personas de otra
clase social, hubiera que movilizarse hacia la periferia de la ciudad (villa),
“porque claro... yo venía de laburar en ‘el bajo’ [sur empobrecido de la
ciudad], en ‘la villa’...”.
Por su parte, en el marco de una
progresiva política de “recuperación” del espacio público, las sucesivas
gestiones del gobierno porteño identificaron en la huerta otra variante
emergente de la crisis económica -altos índices de desempleo y pobreza-,
política -“falta de compromiso ciudadano”- y social
-normas y vínculos sociales-, que deseaban dejar atrás (Segunda Asamblea
General del Consejo de Planeamiento Estratégico, 2003; Jefe de Gobierno en Noticias Urbanas, 12/04/2004). Entre
2004 y 2009, las “obras de intervención” buscaron entonces materializar el
anhelo de recuperar la legitimidad de encarnar una voluntad ajena y superior a
las voluntades particulares, capaz de superar la urgencia de la crisis, e
imaginar el futuro común de la vida urbana. Sobre todo, a la luz de una nueva
crisis de legitimidad política abierta a fines del año 2004 a nivel local
(“tragedia de cromañón”).
En breve, este “ojo espectador”
(Douglas, 2007 [1966]: 20) en el que se articularon las expectativas de ciertos
funcionarios y “vecinos”, aglutinó lo diverso por la negativa. Y así, “el
laburo de la huerta” de las/os asambleístas y las “formas pobres de hacer
ciudad” que traían consigo los cartoneros e indigentes, fueron representados
como alternativas de la misma amenaza, la carencia de normas de urbanidad e
higiene. Ello respaldó sucesivos “operativos de limpieza” y “desalojos”
accionados durante la primera gestión de Mauricio Macri (2007-2009),
erigiéndose esta coalición de vecinos y funcionarios en agente capaz de imponer
“la norma de pureza”, allí donde la conformidad social no se expresaba. Solo
así, se postulaba en términos prácticos, podía hacerse aparecer “dignamente”
(Douglas, 1988) la institución social del Espacio Público y los usos
“adecuados”, capaces de reflejar un carácter moralmente “superior”,
“civilizado”.
Dillon (2022: 63) plantea que los estudios centrados en el
análisis de la experiencia de crisis del 2001,
encontraron “que los procesos de descenso social” fueron interpretados por los
actores sociales en clave de “un extrañamiento del presente y una
desintegración de las expectativas de futuro”. No obstante
ello, la propuesta de este apartado fue interpretar las prácticas espaciales
emergentes de la crisis en una clave alternativa. Siguiendo a Jansen (2019),
cuando la esperanza se enfrenta a un futuro que parece inalcanzable, ello no
necesariamente decanta en frustración, sino que puede conllevar a la adopción
de una disposición más ambigua, como el anhelo, que no busca resultados
inmediatos, sino que permite sostener la incertidumbre de un futuro en
permanente construcción. Con ello, revisitar la crisis de 2001 nos permite
iluminar, en y a través del espacio público de la ciudad de Buenos Aires, un
trabajo de reconfiguración constante de límites sociales y espaciales, a partir
del agenciamiento formas de vida que pugnan por ser consideradas legítimas en
la ciudad, y donde la posibilidad de imaginar y habitar desde el presente
futuros indeterminados, se configura como un acto político.
A casi 20 años de la
crisis de 2001, los porteños vivieron una nueva crisis. A diferencia de la de
2001, la producida por -o la que es parte constitutiva de- la pandemia fue un
fenómeno global.
Luego de algunos meses
de sostenida propagación del SARS-CoV-2, el 11 de marzo de 2020 la Organización
Mundial de la Salud (OMS) confirmó la pandemia de COVID-19. De manera
generalizada, los distintos gobiernos recurrieron al confinamiento obligatorio
para prevenir el contagio, transformando significativamente la fisonomía de las
grandes ciudades y alterando los modos de habitar y circular por el espacio
urbano.
En Argentina, el 11 de
marzo de 2020 se dictó el “aislamiento social, preventivo y obligatorio” (ASPO)
para todo el territorio nacional. A partir de aquel momento quedó establecida
la prohibición de desplazamiento urbano e interurbano, así como la
obligatoriedad de la permanencia en los lugares de residencia. Con carácter de
excepción, fueron permitidos los desplazamientos hacia comercios de proximidad
o cuidado de mayores. Se estableció también un conjunto de trabajadores
“esenciales” (personal médico, fuerzas de seguridad, recolección de residuos,
entre otros), que no se encontraban afectados a dicha prohibición.
Los efectos del
aislamiento social profundizaron la frágil situación en la que se encontraba la
población argentina. Hacia fines del 2019 la tasa de desempleo se encontraba en
9% (Beccaria y Maurizio, 2020), mientras que, en el
segundo trimestre de 2020, -momento de mayor inflexibilidad- la paralización de
la economía argentina elevó la tasa al 13,1%, alcanzando a un total de 1,4
millones de personas (INDEC, 2021).
Sin embargo, los
efectos del aislamiento social no fueron uniformes. Las medidas preventivas se
asentaron sobre desigualdades económicas y sociales preexistentes (Langou, et al.,
2020; Perelman, 2020; Carrión Mena y Cepeda, 2021; Di Virgilio y Perelman,
2021; Di Virgilio, 2021). Si por un lado la pandemia evidenció la falta de
ingresos estables y la ausencia de seguridad social de parte de un importante
porcentaje de la población, por el otro evidenció el déficit habitacional en la
que se encontraban más de 4 millones de personas para las cuales las medidas de
aislamiento resultaban de difícil cumplimiento (OPPEPSS, 2020).
No obstante, una
pandemia no es algo en sí mismo. La pandemia es una construcción social
compleja. Más allá de la propagación del COVID-19, son las situaciones sociales
las que constituyen la pandemia y los posicionamientos que han emergido en este
contexto no han sido globales. La antropología ha dado cuenta de ello.
Numerosos autores han planteado que el proceso histórico y colectivamente
construido sobre el cual se basan las percepciones y los niveles de aceptación
de riesgo (García Acosta, 2005; Murgida y Radovich, 2019) hacen que los desastres -aquí, la pandemia-
sean vivenciados de manera diferente por individuos y grupos diversos,
generando múltiples interpretaciones (García Acosta, 2005).
Analizar los momentos
de crisis e incertidumbre radical, no solo permite observar los padecimientos y
las vulnerabilidades, sino también las respuestas elaboradas por las personas. De este modo, mientras algunos
señalaron “la muerte de las ciudades” a partir del recogimiento del espacio
público, convertido en un lugar “maldito” y “fantasmal”, en proceso de
extinción (Carrión Mena y Cepeda, 2021), aquí buscamos dar cuenta de la pugna de sentidos en torno
al uso del espacio público, la reconversión de éste y el desarrollo de nuevas
territorialidades.
Se trata de comprender la experiencia urbana que se
desplegó ante la crisis y que debió llevarse a cabo en el marco de nuevas
coordenadas espacio-temporales (Segura, 2023). Las
territorialidades hasta entonces conocidas debieron ser transformadas
radicalmente. Para muchos, la casa fue el espacio en el que tuvo lugar el
aislamiento y allí debieron tener lugar actividades que hasta entonces estaban
distribuidas por entre distintos puntos del espacio urbano. De acuerdo con
Segura y Caggiano (2021; 2022) en las casas se produjeron una serie de
mecanismos (prolongaciones, redistribuciones, umbrales y salidas) que
reconvirtieron los espacios disponibles y transformaron el uso cotidiano del
espacio doméstico en función de las necesidades del nuevo contexto.
Sin embargo, la adecuación a las políticas de aislamiento
y distanciamiento no fue viable para todos, como ha sido el caso de los trabajadores de la economía popular[4].
A pesar de los intentos gubernamentales[5],
estos trabajadores se vieron empujados a desplegar prácticas y estrategias para
mitigar la drástica reducción de los ingresos domésticos. Esto implicó rechazar
el llamamiento a “quedarse en casa” y sostener las jornadas laborales en
detrimento de las indicaciones sanitarias y de las prácticas de cuidado
solicitadas. En algunos casos las jornadas incluso se intensificaron, complementándolas
con otras de fácil
ingreso, como la recolección
informal de residuos sólidos urbanos o la venta ambulante. Esto es
particularmente importante, si se considera que gran parte de estas actividades
implican la exposición a una intensa exigencia física y emocional.
La sobrecarga y exposición al riesgo se vio reflejada,
también, en propuestas legislativas impulsadas por las organizaciones
populares, en pos de brindar una remuneración
económica para quienes realizaban tareas de cuidado y asistencia social en los
barrios populares[6].
Estos proyectos no sólo daban cuenta de las críticas condiciones en las que se
encontraban los barrios populares, sino que visibilizaban el fundamental rol
que tuvieron las y los trabajadores comunitarios durante la emergencia
sanitaria. Si bien esta problemática no era novedosa -ya que las organizaciones
de la economía popular que las tareas sociales y comunitarias constituyen un
paliativo ante un modelo excluyente (Bruno, 2020; Muñoz, 2021)- la pandemia
profundizó la crisis de los cuidados (CEPAL, 2020). En este contexto, las
organizaciones populares y de la economía popular cumplieron un rol decisivo al
visibilizar la problemática, poniendo en evidencia la importancia del trabajo
reproductivo y de cuidado para el sostenimiento de la vida urbana.
La particular combinación entre la economía popular y el
trabajo reproductivo y de cuidado, convierten a esta problemática en un caso
paradigmático sobre las concepciones de ciudad que emergieron en un contexto de
crisis. Como plantean Quiroga Díaz y Gago (2017) estas infraestructuras
comunitarias colocan la reproducción de la vida por encima de las lógicas
especulativas del mercado inmobiliario y promueven el abordaje comunitario,
mientras que las representaciones del espacio público tienden a la
individualización y a la universalización del sujeto masculino blanco (Massey,
1994). El trabajo reproductivo (frecuentemente feminizado) suele ser confinado
a la esfera doméstica (Quiroga Díaz y Gago, 2017) y las tareas que llevan adelante
los trabajadores de la economía popular son frecuentemente invisibilizadas
cuando no, ilegalizadas (Perelman, 2018). Aun cuando por medio de su trabajo
producen una ciudad viable y habitable (Quiroga Díaz y Gago, 2017) o cuya
riqueza es compartida de manera colectiva (Fernández Álvarez, 2018).
A causa de la pandemia por COVID-19, la vida cotidiana de
las ciudades se vio interrumpida, cerniéndose sobre el futuro un velo de
incertidumbre. Mientras que algunos aventuraron un corrimiento hacia la
ruralización de la urbanidad o la descentralización de la
misma (Benítez, 2023) lo cierto es que la pandemia evidenció otras
infraestructuras urbanas, que hacen posible el acceso a la reproducción y que,
en contextos críticos, fueron fundamentales para el sostenimiento de la vida en
las ciudades.
Como hemos mostrado en otro lugar (Di Virgilio y Perelman,
en prensa) la
espacialidad de las ciudades también ha cambiado. Las
políticas tendientes a evitar y contener la propagación del virus
tuvieron efecto en la configuración de los modos de vida urbanos y las
percepciones sobre la ciudad (Ziccardi, 2021),
cuestión que se pudo observar claramente durante los confinamientos. Pero aún
en 2024 persisten en el espacio público marcas de la pandemia. En Buenos Aires
pueden verse señalizaciones sobre centros de vacunación, marcas en el suelo
para establecer distanciamiento, carteles en las veredas, privatización del
espacio público, como sucede con los bares que, ante la prohibición y el miedo
de ocupar espacios cerrados, pusieron mesas en las veredas. Las marcas de la
pandemia y sus efectos en la configuración de los espacios urbanos son
producidas y reproducidas en el tiempo presente: en conversaciones cotidianas,
en miedos, en procesos políticos. La pandemia ha sido una crisis del modo de
vida urbano que ha generado fuertes reajustes en la vida misma y en lo que es
una vida digna. A partir de la pandemia es cada vez más común la valoración del
tiempo para uno, de la “libertad” como forma de entender ciertas prácticas que
constituyen el hacer de grandes
grupos. También el crecimiento de las prácticas virtuales ha transformado a las
ciudades: desde la creciente aparición de repartidores y espacios de
distribución de mercancías hasta una mayor descentralización de las prácticas
de consumo.
Reflexiones finales
En contextos donde la incertidumbre se ha convertido en una
característica persistente, como es el caso de Buenos Aires, la crisis actúa
como un lente a través del cual se pueden observar no solo los padecimientos y
vulnerabilidades, sino también las respuestas activas de las personas y grupos
sociales. Más allá de simplemente sobrevivir a la incertidumbre, las personas
desarrollan estrategias para lidiar con ella, apoyándose en experiencias y
conocimientos acumulados en contextos donde lo incierto tiene larga duración.
Estas formas de enfrentarse a la incertidumbre no solo permiten a las personas
manejar el presente, sino que también disputan la legitimidad de formas de vida
que la propia crisis ha habilitado, generando nuevas normas y prácticas que
resisten y desafían lo establecido.
Mary Douglas, en su trabajo sobre el riesgo, nos ayuda a
comprender cómo las sociedades desarrollan movimientos defensivos para asegurar
la continuidad de sus estructuras y relaciones, estableciendo límites entre
diferentes grupos sociales. En contraste, Arjun Appadurai ofrece una perspectiva más ofensiva, donde la
incertidumbre se convierte en una oportunidad para imaginar lo nuevo y para
generar cambios disruptivos que cuestionen el statu quo. En el contexto de Buenos Aires, ambas dinámicas están
presentes: las crisis revelan tanto las estrategias defensivas que buscan
preservar lo existente, como las ofensivas, que permiten a las comunidades
redefinir sus futuros y formas de habitar la ciudad.
Appadurai también señala que la prominencia de la categoría de
incertidumbre en la era de la globalización refleja una hegemonía de técnicas y
mentalidades orientadas a manipular o tolerar el riesgo. Esta hegemonía se
manifiesta en la representación estadística de las incertidumbres de la vida,
que busca catalogar y, en última instancia, controlar lo incierto. Sin embargo,
como se ha visto en, las crisis no solo son un reflejo de estas dinámicas globales,
sino que los casos analizados nos invitan también a mirarla como un terreno
fértil para la creatividad social y la reinvención.
Las crisis, al ser momentos de ruptura y cambio, nos invitan
a indagar qué es, sigue siendo o quiere ser Buenos Aires. Estas coyunturas
críticas sacan a la luz las disputas sobre los valores que dan sentido y
continuidad a la vida en la ciudad. ¿Qué valores emergen en la lucha por
reconstruir la confianza y el sentido en medio de la incertidumbre? ¿Qué es
considerado valioso y por quién?
En este contexto, las pugnas por el espacio público y las
formas de habitar la ciudad se convierten en manifestaciones de estas disputas
de valores tanto económicos como morales. Las prácticas de resistencia y las
nuevas formas de convivencia urbana que surgen en tiempos de crisis desafían
las jerarquías existentes y reconfiguran el tejido social de la ciudad. A
través de estas luchas, los habitantes de Buenos Aires no solo lidian con la
incertidumbre, sino que también participan activamente en la construcción de
futuros alternativos y en la redefinición de lo que significa vivir en una
ciudad en constante transformación.
En resumen, las crisis en Buenos Aires no solo revelan las
vulneraciones y desigualdades existentes, sino que también actúan como
catalizadores para la acción social y la reinvención. Las estrategias que las
personas desarrollan para enfrentar la incertidumbre no solo aseguran la
continuidad de sus vidas, sino que también desafían y transforman las
estructuras sociales, económicas y culturales de la ciudad, abriendo paso a
nuevas formas de habitar y dar sentido a lo urbano.
El 2001 como momento de la crisis permite comprender esta
complejidad. El crecimiento de la pobreza y del desempleo aparece como un
momento en que ciertas prácticas se legitiman (como la recolección informal o
incluso nuevos usos del espacio público) o existe una pugna por ser
legitimadas. Más de 20 años después es posible decir que la recolección
informal -hoy vista como “recuperación urbana”- ha logrado imponer parte de esa
legitimidad. Pero también permite comprender la (re)construcción de las
barreras morales entre grupos sociales en el espacio público como el caso de
los vecinos y los cartoneros. Y aquí volvemos a un punto que consideramos central:
la dimensión espacial como constitutiva de las crisis (o de los procesos de
crisis). Estas prácticas no pueden entenderse en abstracto sino a partir de
matrices históricas de relaciones socio-espaciales.
La pandemia también nos permite comprender la espacialidad
de la crisis y la crisis de los modos urbanos: no solo porque las
infraestructuras urbanas tuvieron un lugar central (en especial las casas, pero
también los hospitales, los locales de las organizaciones barriales, y el
espacio público mismo -aun por negación) sino porque a partir de estas nuevas
formas de estar en la ciudad es que se pusieron en crisis las formas de vida
urbanas: desde las formas de trabajo -que implican el uso de la ciudad- hasta
las prácticas de consumo de los diferentes grupos sociales que hacen a la vida
digna (juntarse a tomar cerveza, ir a la peluquería, hacer deporte, ir de
compras, etc.).
Pensar las crisis como procesos urbanos y como formas de
comprender sedimentaciones socio-urbanas es una mirada necesaria para comprender
que los procesos sociales y las espacialidades son parte de una pugna, de una
camino sinuoso que se va haciendo y deshaciendo. Las crisis son momentos de
incertidumbre, de transformaciones que impactan -algunas de forma más fuerte
que otras, algunas de forma más estable que otras- en el espacio urbano. Las
crisis son momentos centrales para comprender las formas de vida urbana ya que
revelan procesos de inmanencia, pero sobre todo de larga duración.
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** Artículo de
Investigación
* Dr. en Antropología (UBA). Investigador Independiente
CONICET, Profesor del departamento de Antropología (UBA), Buenos Aires,
Argentina. Director del Grupo de Trabajos sobre Modos de Vida e incertidumbre
(IIGG-UBA). Director del Proyecto “Anclajes territoriales, escalas y prácticas
de movilidad espacial en hogares residentes en ciudades argentinas. Una entrada
para comprender la estructura, la agencia y las desigualdades” (FONCyT, Argentina). Investigador del grupo responsable del
proyecto “Procesos
colectivos de producción de valor en la argentina contemporánea: perspectiva
etnográfica, procesual y comparativa” (UBA); coordinador del Grupo de Trabajo
“Los sistemas científicos en perspectiva comparada. Una mirada desde las
antropologías latinoamericanas” Asociación Latinoamericana de Antropología
(ALA). mdperelman@conicet.gov.ar ; https://orcid.org/0000-0002-4914-3198
* Licenciada y doctoranda en Ciencias Antropológicas por la
Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Actualmente cuenta con beca doctoral
CONICET. Forma parte de proyectos de investigación colectiva (FonCyT, AGENCIA I+D+i, UBA) volcados al análisis de las
desigualdades urbanas, con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani
(IIGG, FCS, UBA). Actualmente forma parte del Grupo de Estudios sobre “Modos de
Vida e Incertidumbres” (IIGG, FCS, UBA) y como parte de tal ha dictado el
seminario “Antropología de las incertidumbres” (FFyL,
UBA). veronica.puricelli@uba.ar ; https://orcid.org/0009-0007-3241-9788
* Dra y Prof. en Ciencias Antropológicas (UBA). Desde el año 2012
forma parte de proyectos de investigación colectiva (FonCyT,
AGENCIA I+D+i, UBA) volcados al análisis de las desigualdades urbanas, con sede
en el Instituto de Investigaciones Gino Germani (IIGG, FCS, UBA). Actualmente
forma parte del Grupo de Estudios sobre “Modos de Vida e Incertidumbres” (IIGG,
FCS, UBA) y como parte de tal ha dictado el seminario “Antropología de las
incertidumbres” (FFyL, UBA). psmariarosa@gmail.com; https://orcid.org/0000-0002-7685-4577
Fecha
de recibo: 10 de septiembre de 2024
Fecha
de aceptación: 15 de noviembre de 2024
Fecha
de publicación: 18 de febrero de 2025
DOI:
[1] Si bien el artículo reúne reflexiones de larga
data, los principales
trabajos etnográficos desarrollados por los autores han sido junto a
recicladores urbanos y vendedores ambulantes (2000-2018); organizaciones
vecinales/asamblearias que gestionaban una huerta comunitaria (2002-2009) y cooperativas de
recicladores urbanos y organizaciones populares(2015-actualidad).
[2] Cosacov y Perelman
(2013) describen que este
tipo de asentamientos fueron denominados Nuevos Asentamientos Urbanos (NAUs) para distinguirlos de los históricos asentamientos de
personas pobres en la ciudad (villas), los cuales se localizan en su mayoría en
la zona sur de la Ciudad y cuentan con una trama más o menos estable, tienen
algunos servicios, son reconocidas en los mapas oficiales. Por el contrario,
los NAUs, fueron caracterizados como modalidades de
pobreza urbana que tienen un marcado carácter intersticial y se distribuyen en
distintos puntos de la ciudad (Rodríguez, 2009).
[3] Hacia mediados de 2002, entre la CABA y el conurbano se
contabilizan 250 asambleas, que fueron calificadas como “barriales”,
“populares”, “vecinales”, “de autoconvocados”, en referencia a la vinculación
que sus estrategias plantearon respecto al barrio y a otras organizaciones
sociales y políticas (Triguboff 2008:1). De las
fuentes secundarias consultadas se desprende que los miembros de las asambleas
que dieron origen a la huerta, se auto-identificaban con la categoría de “populares”,
alternando con la de “autónomas”, a medida que mermaba la concurrencia a las
asambleas en general y crecía la discusión sobre la participación de los
partidos políticos que recalaban en la estructura asamblearia.
[4] Bajo esté término suele denominarse las condiciones en que miles
trabajadores no asalariados, realizan sus actividades por fuera de las
relaciones laborales formales y, frecuentemente, en condiciones de
vulnerabilidad (Chena, 2018; Gago et. al., 2018). De acuerdo con las mediciones elaboradas
por el RENATEP la economía popular se encuentra integrada mayoritariamente por
mujeres, alcanzando el 57,4% de dicho universo.
[5] Entre otras medidas, durante los primeros meses del ASPO el
gobierno nacional dispuso la creación del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE)
cuyo objetivo fue brindar una asistencia excepcional a trabajadores no
asalariados y personas desocupadas. Posteriormente, se dictaron otras medidas
como la asistencia alimentaria, el congelamiento de alquileres, la suspensión
de desalojo, congelamiento de tarifas y suspensión del corte de servicios
básicos. Para más información: https://www.argentina.gob.ar/coronavirus/medidas-gobierno/otras
[6] Una de estas iniciativas fue conocida como la
“Ley Ramona”, surgida a partir del fallecimiento de Ramona Medina, referente la
Villa 31 y trabajadora en un merendero barrial. Sólo unos días antes había
cobrado notoriedad pública debido a su reclamo ante la falta de agua potable y
de condiciones sanitarias adecuadas para contener el avance del COVID-19.