Buenos Aires ante las crisis. Temporalidades e incertidumbres en las formas de vivir**

 

Mariano Perelman*

Verónica Puricelli*

María Rosa Privitera Sixto*

 

 

Resumen

Este artículo analiza dos crisis que han transformado significativamente la ciudad de Buenos Aires: la crisis económica del 2001 y la pandemia de COVID-19. Se parte de una perspectiva que, en lugar de enfatizar los aspectos negativos de las crisis, las considera momentos propicios para el desarrollo de respuestas creativas y la construcción de nuevas territorialidades urbanas. A través de un estudio etnográfico longitudinal que combina observación participante con entrevistas en profundidad -realizadas durante ambos períodos-, se analiza el impacto que estas crisis han tenido en la vida urbana y en las dinámicas sociales. Comprenderlas, permite contribuir a los estudios sobre la vida urbana (en crisis) y complejizar -a partir de ellas- los estudios que las abordan.

 

Palabras clave: Ciudad – Buenos Aires – crisis – incertidumbre - Territorialidad

 

Resumo

Este artigo analisa duas crises que impactaram de forma significativa a cidade de Buenos Aires: a crise econômica de 2001 e a pandemia de COVID-19. Adota-se uma perspectiva que, ao invés de enfatizar os aspectos negativos, as considera momentos propícios ao desenvolvimento de respostas criativas e à construção de novas territorialidades urbanas. Por meio de um estudo etnográfico longitudinal que combina observação participante e entrevistas em profundidade — realizadas em ambos os períodos —, analisa-se o impacto dessas crises na vida urbana e nas dinâmicas sociais. Compreender essas crises contribuirá para os estudos sobre a vida urbana em contextos de crise e permitirá aprofundar e diversificar as abordagens que investigam tais fenômenos.

Palavras-chave: Cidade – Buenos Aires – crise – incerteza – Territorialidade

Abstract

This article analyzes two crises that have significantly transformed the city of Buenos Aires: the economic crisis of 2001 and the COVID-19 pandemic. The starting point is a perspective that, instead of emphasizing the negative aspects of crises, considers them favorable moments for the development of creative responses and the construction of new urban territorialities. Through a longitudinal ethnographic study that combines participant observation with in-depth interviews - carried out during both periods - the impact that these crises have had on urban life and social dynamics is analyzed. Understanding them allows us to contribute to studies on urban life (in crisis) and to make the studies that address them more complex - based on them.

 

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Keywords: City – Buenos Aires – Crisis – Uncertainty – Territoriality

 

Introducción

Argentina parece ser el país de “las crisis”. Según Grimson (2018), este país no solo ha enfrentado numerosas crisis a lo largo del siglo XX, sino que durante décadas se ha difundido la idea de que el país está en una crisis constante. La existencia de indicadores estadísticos que definen rangos críticos en lo político, económico o social, no necesariamente resultan disruptivos dentro de los marcos de interpretación y comunicación (intersubjetivos), sino que al contrario, pueden estar normalizados, instituyendo más propiamente un fenómeno de “cultura de la crisis” (Grimson, 2018: 10). Esto es palpable en una Argentina donde la palabra “crisis” se ha convertido en parte del lenguaje cotidiano: construye los modos de significación social y, por lo tanto, deja de ser disruptiva.  Si las crisis remiten a una moralidad perdida (Visacovsky, 2010) e imaginada (Perelman, 2021a) ¿cómo explicar una excepcionalidad de largo aliento?

Por un lado, las crisis parecen ser formas de ordenar la realidad de grandes sectores de la población (Muir, 2021; Visacovsky, 2010). En este sentido, las crisis pueden ser hechos estructurales (Narotzky y Besnier 2020) y formas de decir y de hacer. La clave de la distinción, entonces, es la irrupción de una coyuntura crítica (independiente de la voluntad individual) que establece un marco temporal de lógica excepcional donde algunos marcos de referencia arraigados quedan suspendidos y otros emergen. Son momentos de incertidumbre. Ello, al contrario del cierre que evoca el sentido negativo usualmente adscripto a la noción de crisis, puede constituirse en “un territorio propicio para la imaginación política y cultural” (Grimson, 2018: 9). Luego, la coyuntura tiende a estructurarse, estableciendo límites y alcances, e instituyendo una temporalidad económica, política, social y cultural específica. 

Las ciudades, o la vida urbana, también entran en crisis y allí esas “incertidumbres” y momentos de ruptura generan transformaciones en los modos de vida urbanos. Las ciudades contemporáneas suelen ser miradas desde la lente de la crisis en la que entra el modelo de ciudad moderna a partir de las transformaciones en el modelo hegemónico de desarrollo económico que profundizan cada vez más las desigualdades.

En este artículo buscamos contribuir tanto a la comprensión de la vida urbana (en crisis) en Buenos Aires, así como -a partir de ella- complejizar los estudios en torno a las crisis. Para ello el artículo recupera material elaborado en el marco de tres investigaciones, desarrolladas a lo largo de las últimas dos décadas en la ciudad de Buenos Aires[1].

Además de observaciones y entrevistas –en profundidad, semiestructuradas y abiertas–, el diseño metodológico incluye el rastreo y examen de una heterogeneidad de fuentes secundarias producidas de forma contemporánea a los acontecimientos, pero también retrospectiva, por los distintos actores en disputa (actuaciones administrativas y/o judiciales; publicaciones en blogs barriales; entrevistas en medios radiales, gráficos). Sobre este aspecto es importante destacar que el principio básico en la triangulación de fuentes primarias y secundarias es comparar y contrastar distintas interpretaciones de los eventos bajo análisis, desde un enfoque pragmático (Briones et al, 2004: 86) que busca trascender una perspectiva meramente semántica –discernir el o los referentes/contenidos–, poniendo el acento en la potencia performativa de los discursos que acompañan la acción social; cual práctica y espacio de constitución y disputa de identidades. Así, antes que un medio de expresión de sujetos sociales preconstituidos vemos emerger identidades de origen, que buscan proyectarse hacia el futuro.

La articulación de las experiencias de campo, invita a reflexionar en torno a los modos como las crisis moldean la cotidianeidad y las formas de habitar la ciudad.  En este sentido, trabajamos con lo que la crisis es/fue para las personas de carne y hueso en su vida cotidiana, en sus disputas por el (acceso, uso y creación de) espacio (público) urbano con desiguales actores sociales. Nos interrogamos ¿Qué jerarquía adquiere el espacio público para y en las crisis? ¿Qué se puede en, y con, él? ¿Qué valores dan sentido y continuidad a la vida en la ciudad en coyunturas tales? ¿Qué valores emergen en la lucha por reconstruir la confianza y el sentido en medio de la incertidumbre? ¿Qué es considerado valioso y por quién? ¿Cuándo esa creatividad, las memorias que la sostienen, y sus efectos materiales, dejan de ser socialmente válidos? 

Así, nuestro argumento es que la dimensión espacial es constitutiva de las crisis y las crisis sociales, políticas y económicas afectan a la ciudad. Esta interdependencia nos muestra que existe una correlación entre prácticas en y de la crisis con el espacio urbano específico. Decimos espacio urbano específico para pensarlo en su dimensión temporal y moral de larga duración (Cosacov y Perelman, 2015) que se disputa en tiempos de crisis.

Puntualmente, tomamos como referente dos grandes crisis que habilitan nuevas formas de usos de la ciudad, y con ello, nuevas formas de actualizar fronteras nosotros-otros: la “crisis de 2001” y “la pandemia”. Durante la crisis de 2001, la ciudad fue un espacio de protestas, de demandas e invenciones vinculadas a la expectativa de una mejora en las condiciones de vida, lo cual generó una ruptura simbólica sobre la ciudad -que dejó de ser hegemónicamente vista como una ciudad “sin pobres” y “blanca”, siendo especialmente su espacio público construido por miles de personas como un lugar de trabajo (precario) que permitió algo más que la supervivencia. La gestión de la pandemia de COVID-19 (y sus resistencias) por su parte, desencadenó fuertes cambios en el paisaje urbano, impulsando nuevas territorialidades y formas de producción y apropiaciones de la ciudad, aunque sin por ello borrar las formas de ver el mundo, ni las relaciones de poder que configuraban la vida urbana previamente (Di Virgilio y Perelman, 2021: 227).

Las crisis económicas que afectan a la Argentina desde finales de la década de 1970 han puesto en desventaja a ciertos sectores de la población. En particular en la ciudad de Buenos Aires, desde hace medio siglo la industria pierde capacidad para absorber mano de obra debido a cambios en la organización de la producción, la reestructuración del sector productivo y las regulaciones sobre el uso del suelo. Y el acceso a la vivienda se ve gravemente afectado por la disminución del poder adquisitivo y el deterioro de las condiciones laborales. Estas desigualdades se manifiestan espacialmente en la ciudad, diferenciando fuertemente las áreas norte-sur, como efecto de las condiciones materiales del entorno, la calidad del acceso a bienes y servicios, y la capacidad de hacer uso de la ciudad (Di Virgilio, 2021). Aunque Buenos Aires sigue siendo una ciudad con importantes sectores de clases medias, los sectores populares o "pobres" solo acceden a las áreas más ricas de la ciudad en calidad de trabajadores (Grimson y Segura, 2016). O bien transitan por ellas sin tener la posibilidad de establecerse, tal y como muestran Cosacov y Perelman (2015) en su análisis de la presencia de personas pobres dedicadas a la recolección informal (cirujas o cartoneros) en los barrios centrales de la ciudad de Buenos Aires, a partir de la crisis del 2001.

Proponemos entonces mirar dos momentos de crisis e incertidumbre radical en Buenos Aires, desde la lente de las pugnas que ellas habilitan en torno al espacio público urbano y las formas legítimas de habitar la ciudad, que a su vez desafían y reconfiguran desigualdades de clase y distancias sociales. En el primer caso, en un contexto de difuminación de fronteras de los sectores medios respecto a los sectores populares (Kessler y Di Virgilio, 2008; Visacovsky, 2012), atendemos a los usos desigualmente agenciados por cartoneros y huerteros, en los que se exponen y resignifican marcadores de clase. En el segundo, a la invisibilizada combinación de economía popular, trabajo reproductivo y de cuidado, agenciada por trabajadores, que da sostenibilidad a la vida en las ciudades contemporáneas como Buenos Aires. 

El análisis de las interacciones cotidianas de personas y las experiencias de producción de territorialidades iluminan tensiones y alianzas que ilustran un trabajo de reconfiguración de límites sociales y espaciales. Pues éstos, lejos de ser estáticos, se reconfiguran en los usos que las personas también hacen de “la crisis” con miras a garantizar su continuidad social, no solo biológica. Consideraremos en estas dinámicas, el modo como se imaginan y contraponen destinos posibles para distintas áreas de la ciudad.

 

Mirando las crisis

La noción de crisis supone rupturas, pero la propuesta es tomar la crisis como lente para comprender las continuidades (Perelman, 2021a). En esta reflexión en torno a las crisis y las ciudades latinoamericanas con acento en las continuidades, partimos de considerar junto a Fernández Álvarez y Perelman (2020) que aun cuando la crisis financiera de 2008 dinamizó en el norte global -especialmente en Europa- una discusión acerca de las crisis e incertidumbres y las maneras como las personas producen aquello que consideran una vida digna, las formas de vivir consideradas “inciertas” en la región de América Latina, poseen una larga duración. Ello no supone abogar por una noción laxa del término crisis, puesto que cada país de la región tiene su temporalidad propia de crisis, y al interior de cada una de esas realidades tampoco resulta homogénea la experiencia de la crisis.

Podemos entonces pensar la crisis, siguiendo a Narotzky y Besnier (2020 [2014]) como procesos estructurales que usualmente son entendidos como fuera del control de las personas, pero que a la vez expresan su pérdida de confianza en los elementos que les proporcionan una relativa estabilidad sistémica y expectativas razonables para el futuro. Una “ruptura en la reproducción social, un desajuste entre las configuraciones de cooperación que solían funcionar”, con sus expectativas y obligaciones particulares correlativas.

De allí la relevancia de una perspectiva etnográfica que se centre en las prácticas y que permita comprender la construcción de memoria y el modo como la imaginación de futuro, localmente situadas, resultan constitutivas de los procesos de crisis. Pues las crisis son momentos en que no solo se nos pone de relieve la normalidad perdida (Visacovsky, 2019), sino en los que se la construye (Perelman, 2021a). 

En este sentido, la perspectiva de “las formas o modos de ganarse la vida” (Alvarez y Perelman, 2020; Narotzky y Besnier, 2020) involucra una mirada etnográfica que contribuye a repensar la temporalidad y la vida cotidiana. Porque pondera en la indagación “una dimensión proyectual –a la vez en los sentidos de proyecto y proyección–” (Fernández Alvarez y Perelman, 2020: 16) y el modo en que las personas de carne y hueso no sólo viven las crisis sino también que, a partir de lo que consideran digno, hacen cosas en pos de sostener la vida y de pensar futuros posibles.

Entonces, los modos en que las orientaciones a futuro “performan la vida en el presente”, y son modeladas por experiencias pasadas (Fernández Álvarez y Perelman, 2020: 17), son centrales para comprender la temporalidad. Este enfoque interroga la concepción lineal de tiempo, para incorporar el sentido indeterminado, múltiple y plural en relación con el futuro como posibilidad, en diálogo con un campo de indagación antropológico de reciente exploración en el que el futuro se constituye como tópico de investigación sistemática (Pels, 2015; Pink y Salazar, 2017; Bryant y Knight, 2019; Jansen, 2019). Y con ello lo hace, el par incertidumbre-esperanza como términos complementarios susceptibles de abordaje empírico, de los que se procura comprender sus condiciones de posibilidad, sus formas históricas y culturales particulares, su funcionamiento y efectos (Jansen 2019; Kleist y Jansen 2016).

Tal y como sugiere Appadurai (2015), el mundo contemporáneo se yergue sobre el flujo de bienes, personas, imágenes e ideologías, cuyo “signo diacrítico emergente es la dominación por parte de técnicas y mentalidades orientadas a manipular o tolerar el riesgo entendido como la representación estadística de todas y cada una de las incertidumbres de la vida” (Appadurai, 2015: 16). Esa hegemonía construye una intrincada red “de prácticas e instituciones especulativas que reúne a las clases y los sectores más diversos de la población mundial”, donde “una multiplicidad sin precedentes de hilos vincula a (...) tomadores de riesgo de alto nivel con los que soportan (y sufren) las estrategias basadas en el riesgo en todas las sociedades” (Appadurai, 2015: 15).

Sin embargo, resulta necesario pensar más allá del padecimiento/sufrimiento de las incertidumbres generadas desde arriba, bajo la guía del interrogante ¿qué hacen las personas ante las crisis? ¿Cómo se dan las personas y los grupos sociales, continuidad? ¿Con base en qué relaciones sociales, pero también en qué valoraciones, expectativas y experiencias? Dicho de otra forma, no caer en una mirada paupérrima o por “la negativa” de los procesos sociales.

En términos teórico-metodológicos, se toma la crisis como herramienta para observar lo que la ruptura de la continuidad de los supuestos de la vida cotidiana no solo inhibe sino, sobre todo, habilita. En escenarios tales, distintos autores (Perelman, 2021b; Fernadez Álvarez, 2017; de L’Estoile, 2020 [2014]; Narotzky y Besnier, 2020 [2014]), documentan las estrategias que las personas elaboran con base en marcos morales de referencia (que definen qué es dable esperar del otro) que les permiten localizar recursos cada vez más difíciles de alcanzar. Estas estrategias incluyen relaciones de confianza y cuidado, economías de afecto, redes de reciprocidad que abarcan recursos tangibles e intangibles, y transferencias materiales y emocionales que están respaldadas por obligaciones morales. 

A su vez, como mostramos, las crisis -entendidas como procesos de incertidumbre- son momentos de contingencia, en las que nuevas prácticas se habilitan.

Así, vemos las temporalidades e incertidumbres que moldean la cotidianidad y las formas de habitar la ciudad en tiempos de crisis, de acuerdo a valores morales que definen lo legítimo, lo digno. Ello, no solo mientras esperan las soluciones de actores sociales en esferas a las que no tienen acceso de forma directa, sino también en contra de esa espera.

 

1.     La crisis del 2001

Si bien Argentina ha vivido varias crisis en las últimas décadas, la de 2001 es sin duda una de las más profundas. El “2001” condensa un proceso de larga duración que antecede al 2001 y lo excede, y es parte fundamental de la memoria colectiva (al decir de Pollak, 2006). Para su vigésimo aniversario diversos medios periodísticos publican dossiers en los que la crisis es traída para entender los conflictos coyunturales del 2021, dejando entrever una “tensión entre la creciente distancia y la persistente proximidad” (Dillon, 2023: 53).

En diciembre de 2001 luego de una fuerte represión y el asesinato de varias personas por parte del gobierno, el presidente De La Rúa -quien cumple la mitad de su mandato- renuncia. Unos meses antes, el ministro de economía Domingo Cavallo -quién había sido parte del gobierno anterior de otro signo político e impulsor de la convertibilidad entre el peso y el dólar- había decretado “el corralito”. Esta medida implicaba la reprogramación de los plazos fijos y la imposibilidad de retirar más de 200 pesos semanales de las cuentas bancarias. Con la pobreza y el desempleo creciendo, el malestar social en aumento hasta las jornadas del 19 y 20 de diciembre que terminan con la masacre de personas y la renuncia del Presidente.

Desde las ciencias sociales se han construido distintas lecturas sobre estos hechos, las cuales se anclan en “concepciones temporales diferentes, que por ejemplo acentúan o matizan la excepcionalidad de los hechos de 2001-2002, o que los inscriben en una suerte de destino nacional” (Dillon, 2022: 52). Aquí nos interesa trabajar sobre   el trastocamiento de la espacialidad y la transformación de varias dimensiones de la vida social que ella supune, en particular de ciertas definiciones acerca de lo que es una vida urbana normal (segregación residencial, cómo y dónde vincularse con la otredad de clase).

Para ese entonces, a nivel metropolitano se fortalece un modelo de ciudad neoliberal, difusa y excluyente (Ciccolella y Baer, 2008) que podemos leer en continuidad con el proyecto político que viene reforzando la imagen de una Buenos Aires culta, bella, higiénica, asociada al progreso, desde las intervenciones del patrón civilizatorio de la generación de 1880, pasando por las de la última dictadura cívico-militar (1976-1983) articuladas en torno a la idea de merecimiento de la ciudad (Lacarrieu, 2005).

Los años que siguen son de crecimiento económico y de una disminución de la desigualdad económica. Sin embargo, se profundizan otras dimensiones como la desigualdad urbana (acceso a la vivienda, por ejemplo), y se sedimentan procesos de producción de usos de la ciudad y de generación de diferencias.  Así, si la crisis de 2001 habilita nuevas formas de usos de la ciudad, con ello se producen nuevas formas de actualizar fronteras nosotros-otros. Por un lado, aquellas vinculadas a una “nueva forma de pobreza urbana” que, a contramarcha de un pobre imaginario porteño, se desancla de los históricos asentamientos (villas) ubicados mayormente en la zona sur de la ciudad, para habitar barrios consolidados y centrales de la ciudad.[2] Por otro lado, la aparición de miles de personas pobres haciendo uso de la ciudad.

El caso de los recolectores informales es paradigmático ya que el contexto de crisis hace posible la emergencia y consolidación de la recolección informal. En aquel momento, la brusca devaluación del peso argentino frente al dólar estadounidense genera que materiales reciclables como el papel, cartón, vidrio, metal y plásticos experimentasen un fuerte incremento de sus precios. Esto, sumado al crecimiento del desempleo y a la relativa sencillez con la que es posible acceder a la actividad, convierte a la recolección informal en una atractiva forma de ganarse el sustento diario.

La súbita aparición de miles de recuperadores urbanos por las calles porteñas tensionó el imaginario urbano que concebía a la ciudad de Buenos Aires como una ciudad “homogénea”, “blanca” y de “élite” (Ciccolella y Baer, 2008; Boy y Perelman, 2010). A partir del análisis de la presencia de personas pobres dedicadas a la recolección informal (cirujas o cartoneros) en los barrios centrales de la ciudad de Buenos Aires Cosacov y Perelman (2015) muestran cómo en la pugna por el uso del espacio público se generan distancias sociales y se reproducen las desigualdades de clase, argumentando que ello no sólo se produce a partir de una segregación espacial sino también en las interacciones cotidianas.

La crisis no solo hizo que miles de personas tengan que recurrir al uso del espacio público como lugar de trabajo. Sino que a partir de allí se generó una pugna por imponer otras formas legítimas de usar la ciudad. Si hasta 2002, la recolección informal era perseguida y estaba completamente estigmatizada, a partir de las crisis los recolectores comenzaron a demandar y a posicionarse como actores legítimos. La crisis habilitó la discusión de la tarea de recolección como un problema público ligado no solo a la pobreza sino también a la cuestión ambiental y de la presencia de cartoneros -devenidos en recuperadores urbanos (Perelman y Puricelli, 2024)- como actores de la política pública.

La crisis entonces transformó el cirujeo en una forma legítima de ganarse la vida para miles de personas. En un contexto de crisis, la recolección apareció como una forma legítima de obtener recursos.  Pero este proceso no ha sido lineal.

El caso del desalojo de un asentamiento de cartoneros en un barrio considerado típico de clases medias (Caballito), es paradigmático y muestra los límites de ese uso de la ciudad. Si bien existió una tolerancia al transitar por la ciudad para recolectar y así hacer uso de la ciudad como un lugar para obtener materiales para poder vender y así vivir, diferente fue la tolerancia a la estabilización de los recolectores como habitantes de la ciudad.  En el Barrio de clase media de Caballito, la construcción de un puente creó una “zona de contacto” (Geertz, 2002) entre vecinos y cartoneros al tornarse visible un asentamiento (NAUs) antes solapado por la morfología del lugar. En dicha disputa “los vecinos” considerados legítimos (propietarios/inquilinos) pusieron en juego “el relato de origen de la clase media” para “teñir de moralidad” sus “trayectorias de ascenso social y distinguirse de quienes no pueden reivindicar para sí ese origen virtuoso”, asociado a un origen “blanco y europeo”, reforzando “la esencialidad de esos otros”, los cartoneros caracterizados como “vagos, sucios, delincuentes” y el lugar que ellos mismos –“los vecinos”– tienen en la sociedad” en base a un “modo de ser” igualmente naturalizado.

La expulsión de estos otros de clase se configuró a partir de instancias cotidianas, microsociales en las que se (re)producen “cartografías normativas de pertenencia” (Guano, 2004), que distribuyen personas y objetos según una jerarquía de lugares. Si los cartoneros podían andar por la ciudad recolectando, más compleja era su presencia como “vecinos” de la ciudad.

En todo caso, la crisis de 2001 ha sido central para comprender un nuevo actor urbano que fue acompañado -con el paso de los años- de transformaciones urbanas como la aparición de centros de reciclado y la misma presencia de recolectores, ya más formalizados, en las calles de la ciudad. En términos subjetivos, la crisis habilitó la recolección como una tarea legítima para ser hecha como una forma de ganarse la vida.

Asimismo, en el entramado de prácticas y formas de sociabilidad que hicieron parte en la reconfiguración del entramado urbano y las relaciones sociales, la crisis propició la emergencia de una serie de experiencias y de transformaciones micro-sociales que tuvieron una duración más efímera en términos espaciales, pero no experienciales. El caso de la huerta orgázmika resulta emblemático en este sentido. Por la invención de formas de habitar y significar la ciudad que traía consigo, y porque su expulsión (2009) mostró que el despliegue de estrategias orientadas a elitizar la ciudad, no solo se conformaron en base a una alteridad de clase. En este sentido, la propuesta del espacio verde como figura urbana capaz de exorcizar los peligros que despierta la vida en las ciudades (y más en un contexto de crisis con gran crecimiento de la pobreza), también fue constituida en dispositivo civilizador hacia el interior de esa gran y heterogénea “clase media” que compartía proximidad física en las áreas centrales, pero fundaba la actualización de la identidad que estaba en riesgo, en un orden moral distinto.

A pocos metros de los ex-terrenos ferroviarios donde se emplazó el mencionado asentamiento cartonero, miembros de las asambleas que emergieron en el verano de 2002 como expresión de la crisis político-institucional de representación, decidieron crear allí una “huerta comunitaria”.[3] Aún en el contexto de aguda crisis económica, esto suponía algo distinto a un “intento de subsistencia”. La invitación era a “salirnos del tiempo establecido, para dentro de esta ciudad y su vorágine, compartir un pulmoncito de resistencia, dándonos aire, y recreándonos juntos” (Huerta Orgázmika, 18/10/2005).

Este activismo ha sido anclado a una década (1980) que a nivel nacional condensa crisis de diferentes niveles (político, económico, en los marcos de análisis), y en la que se dice que incluso entraron en crisis la ciudad y las ideas para pensarla (Menazzi, 2018). Pero en la que también, buscando dejar atrás la represión y el retraimiento público de la dictadura militar, adquieren preeminencia la idea del espacio público como “eje de la ciudad democrática” y el asociacionismo barrial como nido que, al margen de los partidos políticos, garantizarían la subterránea perdurabilidad del sistema democrático (Menazzi, 2008: 210). 

La interacción con “vecinos” y funcionarios locales, mostró disputas en torno a las fronteras de lo legítimo en el uso y concepción del espacio público de un barrio de clase media. Y ello, no tanto a medida que la crisis iba siendo superada, sino también como una forma de tomar distancia de “la crisis”. Abiertamente buscaron instituirse en la ambivalencia de un espacio de “apertura” al y del barrio, desde donde actualizar relaciones de “vecindad”, pero al mismo tiempo como un espacio de cierre al orden urbano dominante. De allí su representación como “orgázmika”, indicativo de la experiencia extraordinaria de “placer” que les producía trabajarlo, sublimando energías y experiencias corporales que de otro modo debían ser orientadas a la producción de mercancías.

Esto suponía un corrimiento respecto a cómo habitar un barrio considerado típico de clases medias, condensado más explícitamente en la práctica de la “olla popular” que, tal y como reconstruía una de sus miembros en el año 2014 (37 años, docente, egresada de la carrera de Ciencias de la Educación, alfabetizadora), se hacía “todas las semanas…[en la calle] entonces venían cartoneros... imagínate para ‘las vecinas de caballito’ era horroroso...”. Podríamos interpretar la práctica de la “olla”, como variante de la consigna epocal “piquete y cacerola, la lucha es una sola”, a través del cual ciertos abordajes vieron la expectativa de constitución de nuevos lazos entre desiguales sectores sociales (Schillagi, 2008), en contraposición a la clase política (Wilkis y Vommaro 2002; Gordillo, 2010). Pero aquí interesa subrayar el trabajo de producción de fronteras que trae lo “horroroso”, respecto a quienes eran social y espacialmente cercanos.

El “horror” en esas otras “vecinas”, agentes de la política tradicional (vinculada a un “partido centenario”), confirmaba la carga contestaria del propio habitar: como agente que ofrenda una estrategia, no para la puesta entre paréntesis de los marcadores de clase, sino para la exposición al encuentro con desiguales sectores sociales, re-instituyéndose en la disputa, la identidad (media) en riesgo. La crisis, en este sentido, también reconfiguró experiencias de sociabilidad pública ancladas en el supuesto de que para tejer vínculos de solidaridad con personas de otra clase social, hubiera que movilizarse hacia la periferia de la ciudad (villa), “porque claro... yo venía de laburar en ‘el bajo’ [sur empobrecido de la ciudad], en ‘la villa’...”.

Por su parte, en el marco de una progresiva política de “recuperación” del espacio público, las sucesivas gestiones del gobierno porteño identificaron en la huerta otra variante emergente de la crisis económica -altos índices de desempleo y pobreza-, política -“falta de compromiso ciudadano”- y social -normas y vínculos sociales-, que deseaban dejar atrás (Segunda Asamblea General del Consejo de Planeamiento Estratégico, 2003; Jefe de Gobierno en Noticias Urbanas, 12/04/2004). Entre 2004 y 2009, las “obras de intervención” buscaron entonces materializar el anhelo de recuperar la legitimidad de encarnar una voluntad ajena y superior a las voluntades particulares, capaz de superar la urgencia de la crisis, e imaginar el futuro común de la vida urbana. Sobre todo, a la luz de una nueva crisis de legitimidad política abierta a fines del año 2004 a nivel local (“tragedia de cromañón”).

En breve, este “ojo espectador” (Douglas, 2007 [1966]: 20) en el que se articularon las expectativas de ciertos funcionarios y “vecinos”, aglutinó lo diverso por la negativa. Y así, “el laburo de la huerta” de las/os asambleístas y las “formas pobres de hacer ciudad” que traían consigo los cartoneros e indigentes, fueron representados como alternativas de la misma amenaza, la carencia de normas de urbanidad e higiene. Ello respaldó sucesivos “operativos de limpieza” y “desalojos” accionados durante la primera gestión de Mauricio Macri (2007-2009), erigiéndose esta coalición de vecinos y funcionarios en agente capaz de imponer “la norma de pureza”, allí donde la conformidad social no se expresaba. Solo así, se postulaba en términos prácticos, podía hacerse aparecer “dignamente” (Douglas, 1988) la institución social del Espacio Público y los usos “adecuados”, capaces de reflejar un carácter moralmente “superior”, “civilizado”.

Dillon (2022: 63) plantea que los estudios centrados en el análisis de la experiencia de crisis del 2001, encontraron “que los procesos de descenso social” fueron interpretados por los actores sociales en clave de “un extrañamiento del presente y una desintegración de las expectativas de futuro”. No obstante ello, la propuesta de este apartado fue interpretar las prácticas espaciales emergentes de la crisis en una clave alternativa. Siguiendo a Jansen (2019), cuando la esperanza se enfrenta a un futuro que parece inalcanzable, ello no necesariamente decanta en frustración, sino que puede conllevar a la adopción de una disposición más ambigua, como el anhelo, que no busca resultados inmediatos, sino que permite sostener la incertidumbre de un futuro en permanente construcción. Con ello, revisitar la crisis de 2001 nos permite iluminar, en y a través del espacio público de la ciudad de Buenos Aires, un trabajo de reconfiguración constante de límites sociales y espaciales, a partir del agenciamiento formas de vida que pugnan por ser consideradas legítimas en la ciudad, y donde la posibilidad de imaginar y habitar desde el presente futuros indeterminados, se configura como un acto político.

2.      Pandemia

A casi 20 años de la crisis de 2001, los porteños vivieron una nueva crisis. A diferencia de la de 2001, la producida por -o la que es parte constitutiva de- la pandemia fue un fenómeno global.

Luego de algunos meses de sostenida propagación del SARS-CoV-2, el 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud (OMS) confirmó la pandemia de COVID-19. De manera generalizada, los distintos gobiernos recurrieron al confinamiento obligatorio para prevenir el contagio, transformando significativamente la fisonomía de las grandes ciudades y alterando los modos de habitar y circular por el espacio urbano.

En Argentina, el 11 de marzo de 2020 se dictó el “aislamiento social, preventivo y obligatorio” (ASPO) para todo el territorio nacional. A partir de aquel momento quedó establecida la prohibición de desplazamiento urbano e interurbano, así como la obligatoriedad de la permanencia en los lugares de residencia. Con carácter de excepción, fueron permitidos los desplazamientos hacia comercios de proximidad o cuidado de mayores. Se estableció también un conjunto de trabajadores “esenciales” (personal médico, fuerzas de seguridad, recolección de residuos, entre otros), que no se encontraban afectados a dicha prohibición.

Los efectos del aislamiento social profundizaron la frágil situación en la que se encontraba la población argentina. Hacia fines del 2019 la tasa de desempleo se encontraba en 9% (Beccaria y Maurizio, 2020), mientras que, en el segundo trimestre de 2020, -momento de mayor inflexibilidad- la paralización de la economía argentina elevó la tasa al 13,1%, alcanzando a un total de 1,4 millones de personas (INDEC, 2021).

Sin embargo, los efectos del aislamiento social no fueron uniformes. Las medidas preventivas se asentaron sobre desigualdades económicas y sociales preexistentes (Langou, et al., 2020; Perelman, 2020; Carrión Mena y Cepeda, 2021; Di Virgilio y Perelman, 2021; Di Virgilio, 2021). Si por un lado la pandemia evidenció la falta de ingresos estables y la ausencia de seguridad social de parte de un importante porcentaje de la población, por el otro evidenció el déficit habitacional en la que se encontraban más de 4 millones de personas para las cuales las medidas de aislamiento resultaban de difícil cumplimiento (OPPEPSS, 2020).

No obstante, una pandemia no es algo en sí mismo. La pandemia es una construcción social compleja. Más allá de la propagación del COVID-19, son las situaciones sociales las que constituyen la pandemia y los posicionamientos que han emergido en este contexto no han sido globales. La antropología ha dado cuenta de ello. Numerosos autores han planteado que el proceso histórico y colectivamente construido sobre el cual se basan las percepciones y los niveles de aceptación de riesgo (García Acosta, 2005; Murgida y Radovich, 2019) hacen que los desastres -aquí, la pandemia- sean vivenciados de manera diferente por individuos y grupos diversos, generando múltiples interpretaciones (García Acosta, 2005).

Analizar los momentos de crisis e incertidumbre radical, no solo permite observar los padecimientos y las vulnerabilidades, sino también las respuestas elaboradas por las personas. De este modo, mientras algunos señalaron “la muerte de las ciudades” a partir del recogimiento del espacio público, convertido en un lugar “maldito” y “fantasmal”, en proceso de extinción (Carrión Mena y Cepeda, 2021), aquí buscamos dar cuenta de la pugna de sentidos en torno al uso del espacio público, la reconversión de éste y el desarrollo de nuevas territorialidades.

Se trata de comprender la experiencia urbana que se desplegó ante la crisis y que debió llevarse a cabo en el marco de nuevas coordenadas espacio-temporales (Segura, 2023). Las territorialidades hasta entonces conocidas debieron ser transformadas radicalmente. Para muchos, la casa fue el espacio en el que tuvo lugar el aislamiento y allí debieron tener lugar actividades que hasta entonces estaban distribuidas por entre distintos puntos del espacio urbano. De acuerdo con Segura y Caggiano (2021; 2022) en las casas se produjeron una serie de mecanismos (prolongaciones, redistribuciones, umbrales y salidas) que reconvirtieron los espacios disponibles y transformaron el uso cotidiano del espacio doméstico en función de las necesidades del nuevo contexto.

Sin embargo, la adecuación a las políticas de aislamiento y distanciamiento no fue viable para todos, como ha sido el caso de los trabajadores de la economía popular[4]. A pesar de los intentos gubernamentales[5], estos trabajadores se vieron empujados a desplegar prácticas y estrategias para mitigar la drástica reducción de los ingresos domésticos. Esto implicó rechazar el llamamiento a “quedarse en casa” y sostener las jornadas laborales en detrimento de las indicaciones sanitarias y de las prácticas de cuidado solicitadas. En algunos casos las jornadas incluso se intensificaron, complementándolas con otras de fácil ingreso, como la recolección informal de residuos sólidos urbanos o la venta ambulante. Esto es particularmente importante, si se considera que gran parte de estas actividades implican la exposición a una intensa exigencia física y emocional.

La sobrecarga y exposición al riesgo se vio reflejada, también, en propuestas legislativas impulsadas por las organizaciones populares, en pos de brindar una remuneración económica para quienes realizaban tareas de cuidado y asistencia social en los barrios populares[6]. Estos proyectos no sólo daban cuenta de las críticas condiciones en las que se encontraban los barrios populares, sino que visibilizaban el fundamental rol que tuvieron las y los trabajadores comunitarios durante la emergencia sanitaria. Si bien esta problemática no era novedosa -ya que las organizaciones de la economía popular que las tareas sociales y comunitarias constituyen un paliativo ante un modelo excluyente (Bruno, 2020; Muñoz, 2021)- la pandemia profundizó la crisis de los cuidados (CEPAL, 2020). En este contexto, las organizaciones populares y de la economía popular cumplieron un rol decisivo al visibilizar la problemática, poniendo en evidencia la importancia del trabajo reproductivo y de cuidado para el sostenimiento de la vida urbana.

La particular combinación entre la economía popular y el trabajo reproductivo y de cuidado, convierten a esta problemática en un caso paradigmático sobre las concepciones de ciudad que emergieron en un contexto de crisis. Como plantean Quiroga Díaz y Gago (2017) estas infraestructuras comunitarias colocan la reproducción de la vida por encima de las lógicas especulativas del mercado inmobiliario y promueven el abordaje comunitario, mientras que las representaciones del espacio público tienden a la individualización y a la universalización del sujeto masculino blanco (Massey, 1994). El trabajo reproductivo (frecuentemente feminizado) suele ser confinado a la esfera doméstica (Quiroga Díaz y Gago, 2017) y las tareas que llevan adelante los trabajadores de la economía popular son frecuentemente invisibilizadas cuando no, ilegalizadas (Perelman, 2018). Aun cuando por medio de su trabajo producen una ciudad viable y habitable (Quiroga Díaz y Gago, 2017) o cuya riqueza es compartida de manera colectiva (Fernández Álvarez, 2018).

A causa de la pandemia por COVID-19, la vida cotidiana de las ciudades se vio interrumpida, cerniéndose sobre el futuro un velo de incertidumbre. Mientras que algunos aventuraron un corrimiento hacia la ruralización de la urbanidad o la descentralización de la misma (Benítez, 2023) lo cierto es que la pandemia evidenció otras infraestructuras urbanas, que hacen posible el acceso a la reproducción y que, en contextos críticos, fueron fundamentales para el sostenimiento de la vida en las ciudades.

Como hemos mostrado en otro lugar (Di Virgilio y Perelman, en prensa) la espacialidad de las ciudades también ha cambiado. Las políticas tendientes a evitar y contener la propagación del virus tuvieron efecto en la configuración de los modos de vida urbanos y las percepciones sobre la ciudad (Ziccardi, 2021), cuestión que se pudo observar claramente durante los confinamientos. Pero aún en 2024 persisten en el espacio público marcas de la pandemia. En Buenos Aires pueden verse señalizaciones sobre centros de vacunación, marcas en el suelo para establecer distanciamiento, carteles en las veredas, privatización del espacio público, como sucede con los bares que, ante la prohibición y el miedo de ocupar espacios cerrados, pusieron mesas en las veredas. Las marcas de la pandemia y sus efectos en la configuración de los espacios urbanos son producidas y reproducidas en el tiempo presente: en conversaciones cotidianas, en miedos, en procesos políticos. La pandemia ha sido una crisis del modo de vida urbano que ha generado fuertes reajustes en la vida misma y en lo que es una vida digna. A partir de la pandemia es cada vez más común la valoración del tiempo para uno, de la “libertad” como forma de entender ciertas prácticas que constituyen el hacer de grandes grupos. También el crecimiento de las prácticas virtuales ha transformado a las ciudades: desde la creciente aparición de repartidores y espacios de distribución de mercancías hasta una mayor descentralización de las prácticas de consumo.

Reflexiones finales

En contextos donde la incertidumbre se ha convertido en una característica persistente, como es el caso de Buenos Aires, la crisis actúa como un lente a través del cual se pueden observar no solo los padecimientos y vulnerabilidades, sino también las respuestas activas de las personas y grupos sociales. Más allá de simplemente sobrevivir a la incertidumbre, las personas desarrollan estrategias para lidiar con ella, apoyándose en experiencias y conocimientos acumulados en contextos donde lo incierto tiene larga duración. Estas formas de enfrentarse a la incertidumbre no solo permiten a las personas manejar el presente, sino que también disputan la legitimidad de formas de vida que la propia crisis ha habilitado, generando nuevas normas y prácticas que resisten y desafían lo establecido.

Mary Douglas, en su trabajo sobre el riesgo, nos ayuda a comprender cómo las sociedades desarrollan movimientos defensivos para asegurar la continuidad de sus estructuras y relaciones, estableciendo límites entre diferentes grupos sociales. En contraste, Arjun Appadurai ofrece una perspectiva más ofensiva, donde la incertidumbre se convierte en una oportunidad para imaginar lo nuevo y para generar cambios disruptivos que cuestionen el statu quo. En el contexto de Buenos Aires, ambas dinámicas están presentes: las crisis revelan tanto las estrategias defensivas que buscan preservar lo existente, como las ofensivas, que permiten a las comunidades redefinir sus futuros y formas de habitar la ciudad.

Appadurai también señala que la prominencia de la categoría de incertidumbre en la era de la globalización refleja una hegemonía de técnicas y mentalidades orientadas a manipular o tolerar el riesgo. Esta hegemonía se manifiesta en la representación estadística de las incertidumbres de la vida, que busca catalogar y, en última instancia, controlar lo incierto. Sin embargo, como se ha visto en, las crisis no solo son un reflejo de estas dinámicas globales, sino que los casos analizados nos invitan también a mirarla como un terreno fértil para la creatividad social y la reinvención.

Las crisis, al ser momentos de ruptura y cambio, nos invitan a indagar qué es, sigue siendo o quiere ser Buenos Aires. Estas coyunturas críticas sacan a la luz las disputas sobre los valores que dan sentido y continuidad a la vida en la ciudad. ¿Qué valores emergen en la lucha por reconstruir la confianza y el sentido en medio de la incertidumbre? ¿Qué es considerado valioso y por quién?

En este contexto, las pugnas por el espacio público y las formas de habitar la ciudad se convierten en manifestaciones de estas disputas de valores tanto económicos como morales. Las prácticas de resistencia y las nuevas formas de convivencia urbana que surgen en tiempos de crisis desafían las jerarquías existentes y reconfiguran el tejido social de la ciudad. A través de estas luchas, los habitantes de Buenos Aires no solo lidian con la incertidumbre, sino que también participan activamente en la construcción de futuros alternativos y en la redefinición de lo que significa vivir en una ciudad en constante transformación.

En resumen, las crisis en Buenos Aires no solo revelan las vulneraciones y desigualdades existentes, sino que también actúan como catalizadores para la acción social y la reinvención. Las estrategias que las personas desarrollan para enfrentar la incertidumbre no solo aseguran la continuidad de sus vidas, sino que también desafían y transforman las estructuras sociales, económicas y culturales de la ciudad, abriendo paso a nuevas formas de habitar y dar sentido a lo urbano.

El 2001 como momento de la crisis permite comprender esta complejidad. El crecimiento de la pobreza y del desempleo aparece como un momento en que ciertas prácticas se legitiman (como la recolección informal o incluso nuevos usos del espacio público) o existe una pugna por ser legitimadas. Más de 20 años después es posible decir que la recolección informal -hoy vista como “recuperación urbana”- ha logrado imponer parte de esa legitimidad. Pero también permite comprender la (re)construcción de las barreras morales entre grupos sociales en el espacio público como el caso de los vecinos y los cartoneros. Y aquí volvemos a un punto que consideramos central: la dimensión espacial como constitutiva de las crisis (o de los procesos de crisis). Estas prácticas no pueden entenderse en abstracto sino a partir de matrices históricas de relaciones socio-espaciales.

La pandemia también nos permite comprender la espacialidad de la crisis y la crisis de los modos urbanos: no solo porque las infraestructuras urbanas tuvieron un lugar central (en especial las casas, pero también los hospitales, los locales de las organizaciones barriales, y el espacio público mismo -aun por negación) sino porque a partir de estas nuevas formas de estar en la ciudad es que se pusieron en crisis las formas de vida urbanas: desde las formas de trabajo -que implican el uso de la ciudad- hasta las prácticas de consumo de los diferentes grupos sociales que hacen a la vida digna (juntarse a tomar cerveza, ir a la peluquería, hacer deporte, ir de compras, etc.).

Pensar las crisis como procesos urbanos y como formas de comprender sedimentaciones socio-urbanas es una mirada necesaria para comprender que los procesos sociales y las espacialidades son parte de una pugna, de una camino sinuoso que se va haciendo y deshaciendo. Las crisis son momentos de incertidumbre, de transformaciones que impactan -algunas de forma más fuerte que otras, algunas de forma más estable que otras- en el espacio urbano. Las crisis son momentos centrales para comprender las formas de vida urbana ya que revelan procesos de inmanencia, pero sobre todo de larga duración.

                                               

                       

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** Artículo de Investigación

* Dr. en Antropología (UBA). Investigador Independiente CONICET, Profesor del departamento de Antropología (UBA), Buenos Aires, Argentina. Director del Grupo de Trabajos sobre Modos de Vida e incertidumbre (IIGG-UBA). Director del Proyecto “Anclajes territoriales, escalas y prácticas de movilidad espacial en hogares residentes en ciudades argentinas. Una entrada para comprender la estructura, la agencia y las desigualdades” (FONCyT, Argentina). Investigador del grupo responsable del proyecto Procesos colectivos de producción de valor en la argentina contemporánea: perspectiva etnográfica, procesual y comparativa” (UBA); coordinador del Grupo de Trabajo “Los sistemas científicos en perspectiva comparada. Una mirada desde las antropologías latinoamericanas” Asociación Latinoamericana de Antropología (ALA). mdperelman@conicet.gov.ar ; https://orcid.org/0000-0002-4914-3198

* Licenciada y doctoranda en Ciencias Antropológicas por la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Actualmente cuenta con beca doctoral CONICET. Forma parte de proyectos de investigación colectiva (FonCyT, AGENCIA I+D+i, UBA) volcados al análisis de las desigualdades urbanas, con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani (IIGG, FCS, UBA). Actualmente forma parte del Grupo de Estudios sobre “Modos de Vida e Incertidumbres” (IIGG, FCS, UBA) y como parte de tal ha dictado el seminario “Antropología de las incertidumbres” (FFyL, UBA). veronica.puricelli@uba.ar ; https://orcid.org/0009-0007-3241-9788

* Dra y Prof. en Ciencias Antropológicas (UBA). Desde el año 2012 forma parte de proyectos de investigación colectiva (FonCyT, AGENCIA I+D+i, UBA) volcados al análisis de las desigualdades urbanas, con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani (IIGG, FCS, UBA). Actualmente forma parte del Grupo de Estudios sobre “Modos de Vida e Incertidumbres” (IIGG, FCS, UBA) y como parte de tal ha dictado el seminario “Antropología de las incertidumbres” (FFyL, UBA). psmariarosa@gmail.com; https://orcid.org/0000-0002-7685-4577 

 

Fecha de recibo: 10 de septiembre de 2024

Fecha de aceptación: 15 de noviembre de 2024

Fecha de publicación: 18 de febrero de 2025

 

DOI:

[1] Si bien el artículo reúne reflexiones de larga data, los principales trabajos etnográficos desarrollados por los autores han sido junto a recicladores urbanos y vendedores ambulantes (2000-2018); organizaciones vecinales/asamblearias que gestionaban una huerta comunitaria (2002-2009) y cooperativas de recicladores urbanos y organizaciones populares(2015-actualidad).

[2] Cosacov y Perelman (2013) describen que este tipo de asentamientos fueron denominados Nuevos Asentamientos Urbanos (NAUs) para distinguirlos de los históricos asentamientos de personas pobres en la ciudad (villas), los cuales se localizan en su mayoría en la zona sur de la Ciudad y cuentan con una trama más o menos estable, tienen algunos servicios, son reconocidas en los mapas oficiales. Por el contrario, los NAUs, fueron caracterizados como modalidades de pobreza urbana que tienen un marcado carácter intersticial y se distribuyen en distintos puntos de la ciudad (Rodríguez, 2009).

[3] Hacia mediados de 2002, entre la CABA y el conurbano se contabilizan 250 asambleas, que fueron calificadas como “barriales”, “populares”, “vecinales”, “de autoconvocados”, en referencia a la vinculación que sus estrategias plantearon respecto al barrio y a otras organizaciones sociales y políticas (Triguboff 2008:1). De las fuentes secundarias consultadas se desprende que los miembros de las asambleas que dieron origen a la huerta, se auto-identificaban con la categoría de “populares”, alternando con la de “autónomas”, a medida que mermaba la concurrencia a las asambleas en general y crecía la discusión sobre la participación de los partidos políticos que recalaban en la estructura asamblearia.

[4] Bajo esté término suele denominarse las condiciones en que miles trabajadores no asalariados, realizan sus actividades por fuera de las relaciones laborales formales y, frecuentemente, en condiciones de vulnerabilidad (Chena, 2018; Gago et. al., 2018). De acuerdo con las mediciones elaboradas por el RENATEP la economía popular se encuentra integrada mayoritariamente por mujeres, alcanzando el 57,4% de dicho universo.

[5] Entre otras medidas, durante los primeros meses del ASPO el gobierno nacional dispuso la creación del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) cuyo objetivo fue brindar una asistencia excepcional a trabajadores no asalariados y personas desocupadas. Posteriormente, se dictaron otras medidas como la asistencia alimentaria, el congelamiento de alquileres, la suspensión de desalojo, congelamiento de tarifas y suspensión del corte de servicios básicos. Para más información: https://www.argentina.gob.ar/coronavirus/medidas-gobierno/otras

[6] Una de estas iniciativas fue conocida como la “Ley Ramona”, surgida a partir del fallecimiento de Ramona Medina, referente la Villa 31 y trabajadora en un merendero barrial. Sólo unos días antes había cobrado notoriedad pública debido a su reclamo ante la falta de agua potable y de condiciones sanitarias adecuadas para contener el avance del COVID-19.