El genocidio de una nueva era: la corrupción en la contratación pública

Translated title (en): The Genocide of a New Era: Corruption in Public Procurement




Resumen

El presente artículo explora la relación estructural entre la corrupción en la contratación pública y el daño ambiental en Colombia, partiendo de la premisa de que ambos fenómenos no son excepcionales ni marginales, sino síntomas de una racionalidad institucional desviada. La investigación no se limita a una revisión jurídica, sino que articula una crítica sustantiva al modo en que el contrato estatal ha sido instrumentalizado para formalizar el despojo, comprometiendo no sólo la legalidad administrativa, sino también las condiciones materiales de posibilidad de la vida.

Desde una perspectiva ecocéntrica y constitucional, se analiza cómo la desviación de los fines públicos -cuando se produce a través del andamiaje formal de la contratación-genera afectaciones ambientales de carácter irreversible, erosionando la legitimidad de las instituciones y reproduciendo dinámicas de impunidad. A través del examen de casos concretos y marcos jurídicos, el artículo argumenta que la corrupción contractual debe entenderse como una forma de violencia jurídica, muchas veces naturalizada, que trasciende el plano penal para incidir directamente sobre bienes colectivos no restaurables.

El texto propone una relectura del contrato administrativo como un acto jurídicamente denso y éticamente comprometido, cuya validez no puede fundarse únicamente en el cumplimiento formal, sino en su compatibilidad con el principio de sostenibilidad y la justicia intergeneracional. A partir de ello, se formulan recomendaciones dogmáticas, institucionales y políticas dirigidas a reconstruir los fundamentos del poder de contratar, bajo una lógica de precaución ecológica y de corresponsabilidad pública-privada.

En última, el artículo plantea una tesis radical pero jurídicamente fundada: el daño ambiental que deriva de la corrupción en la contratación pública no es un efecto colateral, sino un resultado sistémico. Y frente a él, la única respuesta legítima del derecho no puede ser la indiferencia técnica, sino la refundación jurídica de su matriz de sentido.

Abstract

This article examines the structural relationship between public procurement corruption and environmental harm in Colombia, based on the premise that these phenomena are neither exceptional nor peripheral, but rather symptomatic of a deviant institutional rationality. The inquiry extends beyond a strictly legal analysis to offer a substantive critique of how the state contract has been instrumentalized to legitimize dispossession-thereby undermining not only administrative legality but also the material conditions necessary for sustaining life.

Adopting an ecocentric and constitutional perspective, the article analyzes how the diversion of public ends-when carried out through the formal mechanisms of procurement-produces irreversible environmental damage, erodes institutional legitimacy, and entrenches patterns of impunity. Through the study of concrete cases and legal frameworks, it argues that corruption in public contracting constitutes a juridical form of violence-frequently normalized-that transcends criminal law and directly impacts non-recoverable collective goods.

The article advocates for a reconceptualization of the administrative contract as a legally dense and ethically consequential act, whose validity cannot rest solely on formal compliance but must be grounded in its alignment with the principle of sustainability and intergenerational justice. On this basis, it offers doctrinal, institutional, and policy recommendations aimed at rebuilding the normative foundations of the state’s contracting power, under a logic of ecological precaution and shared public-private responsibility.

Ultimately, the article advances a radical but legally grounded thesis: environmental harm resulting from corruption in public procurement is not a collateral effect, but a systemic outcome. The only legitimate legal response, therefore, cannot be one of technical indifference, but rather a juridical reconstitution of the normative matrix from which meaning is derived.


“El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente.” Lord Acton

“Power tends to corrupt, absolute power corrupts absolutely.” Lord Acton

INTRODUCCIÓN

Este trabajo se inscribe en una línea de investigación iniciada por el autor hace más de un lustro, cuyo objeto ha sido el examen crítico del régimen jurídico de la contratación pública en Colombia 2. Tal análisis no se limita a una revisión normativa, ni parte de la ficción de un sistema cerrado, técnico y autorregulado. Por el contrario, parte de la constatación de que la contratación pública se ha constituido, en la práctica, en un espacio institucional particularmente vulnerable a la captura, al desvío de su finalidad y a formas de opacidad estructural profundamente arraigadas. En este marco, la corrupción no aparece como un fenómeno patológico puntual, sino como un modo de funcionamiento ordinario, naturalizado por la inercia institucional y sostenido por arreglos de poder que operan al margen, aunque bajo la cobertura, del derecho.

En este contexto se ubica Colombia, cuya trayectoria histórica ha estado marcada por prácticas extractivas que han comprometido de manera sistemática la integridad ecológica de su territorio. En tiempos recientes, tales prácticas han mutado hacia formas más sofisticadas, menos visibles, pero no menos letales, de expoliación institucional: aquellas que se producen en el marco formal de los contratos estatales y que se materializan mediante el uso desviado, arbitrario o fraudulento de los recursos públicos. Esta forma de corrupción -que no se ejerce con la fuerza bruta, sino con la discrecionalidad administrativa- ha erosionado el vínculo normativo entre legalidad, interés general y sostenibilidad ambiental.

La hipótesis que anima esta investigación sostiene que existe una correlación estructural entre corrupción contractual y daño ambiental, en la medida en que la desviación del erario público, cuando ocurre en el marco de los procesos de contratación estatal, no sólo vulnera la juridicidad ni reduce la eficacia administrativa, sino que compromete bienes jurídicos colectivos cuya afectación es irreversible, como ocurre en el caso del Ambiente. Dicho de otro modo: la corrupción no sólo desvía recursos, suprime condiciones materiales de existencia. Y lo hace, además, bajo la apariencia de legalidad.

Sobre esta base, el presente artículo se propone un doble objetivo. En primer lugar, formular propuestas normativas, técnicas y dogmáticas orientadas a mitigar los efectos ecológicos de la corrupción contractual. En segundo lugar, ofrecer una crítica sustantiva de los mecanismos institucionales-explícitos y tácitos- mediante los cuales se reproduce la impunidad, especialmente en aquellos territorios donde el Estado carece de presencia efectiva y donde el contrato administrativo se ejecuta bajo constreñimiento fáctico o coacción encubierta.

En tal sentido, este trabajo parte de una exigencia que es al mismo tiempo jurídica y ética: repensar el papel de los funcionarios públicos como sujetos activos del control ambiental, cuya responsabilidad no se agota en la observancia formal del procedimiento, sino que implica la vigilancia sustantiva de los impactos que derivan del objeto contratado. No se trata de añadir nuevas obligaciones, sino de recuperar la dimensión constitucional del contrato estatal como instrumento del interés público. La defensa del Ambiente-entendido como bien colectivo, pero también como límite material del poder de contratar- no es una cláusula más del pliego de condiciones, sino el fundamento normativo de su legitimidad.

El concepto de corrupción adoptado en esta investigación no se restringe al tipo penal ni a la figura clásica del cohecho. Aquí se entiende como toda desviación sistemática de la finalidad pública del contrato en beneficio de intereses particulares, independientemente de que dicha desviación se produzca por acción, omisión, colusión o coacción. En esa medida, la corrupción no es un acto ilícito individualizado, sino una lógica institucionalizada que corroe los principios de transparencia, objetividad y eficiencia, y que convierte al contrato estatal en un espacio funcionalmente degradado.

En no pocos contextos del territorio colombiano esta lógica se ve agudizada por la presión directa de actores armados ilegales, que extorsionan a los contratistas del Estado a cambio de permitir la ejecución de proyectos. Tal constreñimiento altera los costos reales, compromete la calidad de la obra y fractura la cadena de responsabilidad. En estos casos, el contrato deja de ser un medio para ejecutar el gasto público y se transforma en un instrumento de extracción bajo coerción, cuya materialización afecta simultáneamente el patrimonio público y la estabilidad ecológica del entorno intervenido.

De ahí que este trabajo plantee que ciertas prácticas contractuales -como la invocación sistemática del hecho cumplido, el uso abusivo de la urgencia manifiesta o la ejecución anticipada sin perfeccionamiento- no constituyen simples irregularidades formales. En realidad, son manifestaciones de una arquitectura paralela de poder, que opera al margen del derecho, pero bajo su sombra. Cuando estas prácticas tienen como resultado el deterioro ambiental, no cabe sino calificarlas como formas de violencia jurídica estructural, e incluso -en su forma más extrema-, como expresiones de un genocidio ambiental, es decir, como la afectación deliberada, reiterada y funcional de las condiciones materiales que permiten la existencia de las generaciones por venir.

En consecuencia, más que una revisión normativa puntual, este trabajo propone una relectura del contrato administrativo desde una clave ecológico-constitucional, en la cual el Ambiente no sea concebido como un objeto de tutela técnica, sino como una condición ontológica de posibilidad para la vida digna y la justicia intergeneracional. Por ello, se utilizará en adelante el término Ambiente”, prescindiendo de la expresión “medioambiente”, por considerarla reductora e incompatible con el paradigma ecocéntrico que aquí se defiende.

En suma, el presente estudio se articula en torno a una doble convicción: que el daño ambiental derivado de la corrupción en la contratación pública no es un efecto colateral, sino una forma autónoma de violencia jurídica, y que el derecho público, si ha de ser coherente con los fines que proclama, no puede continuar desentendiéndose de esta realidad. El contrato estatal no puede seguir siendo la rendija por la que se cuela el despojo. Debe convertirse, en cambio, en el dispositivo ejemplar de una administración pública regida por la ética del límite, el principio de precaución y el mandato constitucional de sostenibilidad intergeneracional.

Contratación pública y corrupción: el daño ambiental es irreparable

Como punto de partida, se estima metodológicamente conveniente delimitar los conceptos vertebrales del presente estudio: a saber, contratación pública, ambiente, corrupción y daño ambiental. Esta delimitación no pretende agotarlos dogmáticamente, sino, antes bien, ofrecer una construcción funcional que sirva de base para el análisis posterior del fenómeno que aquí se aborda.

La contratación pública puede entenderse como el conjunto de procedimientos jurídicos e institucionales a través de los cuales las entidades estatales satisfacen sus fines misionales mediante la adquisición de bienes, la ejecución de obras y la prestación de servicios. Se trata, en suma, de una manifestación instrumental del principio de legalidad administrativa, orientada a la realización del interés general por medios contractuales. En tanto herramienta de gestión estatal, la contratación pública constituye un espacio particularmente sensible a la desviación de poder y a las patologías del aparato institucional 3.

Frente al uso tradicional del término “medioambiente”, se adopta aquí deliberadamente la noción más depurada de ambiente, desprovista del calificativo “medio”, por cuanto este último sugiere -de forma sutil pero persistente- una concepción instrumentalista que reduce el entorno natural a un simple escenario subordinado a los fines humanos. Tal mirada -inserta en la matriz antropocéntrica del derecho moderno- contribuye a legitimar prácticas de expoliación ambiental bajo el velo de la utilidad. En su lugar, se asume un enfoque ecocéntrico, que reconoce en el ambiente un valor intrínseco, independiente de su aprovechamiento por parte de la especie humana y que propugna por una reconfiguración del estatuto jurídico de la naturaleza en clave axiológica 4.

En el marco que aquí nos ocupa, la corrupción se configura como un fenómeno sistémico de abuso de poder delegado, orientado a la obtención ilegítima de beneficios particulares -económicos o de otro orden-, que vulnera gravemente la finalidad pública de la contratación estatal. Esta definición, inspirada en los desarrollos de Nash (2019, p. 16), se concreta, en el contexto colombiano, en prácticas que distorsionan las distintas fases del proceso contractual -desde la planeación hasta la ejecución- con el propósito de saquear los recursos públicos mediante mecanismos formales que encubren decisiones sustancialmente espurias.

Se entiende por daño ambiental aquel menoscabo o afectación negativa, directa o indirecta, sobre los componentes físicos, bióticos o abióticos del ambiente, que compromete su equilibrio, su regenerabilidad y, en última instancia, su funcionalidad ecosistémica. A diferencia del daño civil tradicional -de carácter esencialmente patrimonial-, el daño ambiental posee una dimensión expansiva, transgeneracional e incluso ontológica, en cuanto compromete las condiciones de posibilidad de la vida misma 5. Por ello, su reparación no puede reducirse a criterios de restitutio in integrum, pues en no pocos casos se trata de afectaciones irreversibles.

La articulación entre corrupción y daño ambiental se expresa en una ecuación tan sencilla como devastadora: corrupción en la contratación pública equivale, con frecuencia, a un daño ambiental irreparable. No se trata de una figura retórica, sino de una constatación empírica respaldada por numerosos casos en el contexto colombiano. La lógica compensatoria, si bien útil en ciertos escenarios, resulta insuficiente cuando el perjuicio afecta bienes jurídicos de naturaleza irreversible, como ocurre en los desastres ambientales provocados por negligencias contractuales sistemáticas.

Basta evocar el caso del contrato estatal suscrito para la prestación del servicio de transporte escolar en el cual, debido a omisiones graves en la supervisión técnica del automotor, se incendió en pleno uso, ocasionando la muerte de varios niños y niñas 6. ¿Qué tipo de compensación podría restituir una pérdida semejante? La tragedia revela, sin ambages, que ciertas formas de corrupción no admiten equivalencias indemnizatorias.

En el mismo sentido, el caso de Hidroituango -cuando el 28 de abril de 2018 el río Cauca, colmado de escombros y lodo, bloqueó uno de los túneles de desviación de la represa- permite visibilizar los impactos ambientales catastróficos que pueden derivarse de una gestión contractual negligente y de la omisión del deber de vigilancia estatal 7. El hecho, documentado por la Alcaldía de Medellín (2022), ilustra la estrecha vinculación entre fallos técnicos y afectaciones ecosistémicas de alta complejidad, cuya dimensión excede con mucho los límites del derecho contractual clásico.

La reacción institucional frente a imprevistos contractuales de orden ambiental constituye un campo crítico de análisis. Surgen entonces interrogantes cardinales para el derecho público contemporáneo:

  1. ¿Cómo actuar frente a eventualidades no contempladas en el clausulado contractual?

  2. ¿Qué herramientas jurídicas permiten corregir fallos estructurales derivados de una planeación deficiente?

  3. ¿Cómo interrumpir o mitigar afectaciones ambientales originadas durante la ejecución del contrato?

Estas preguntas no son meramente técnicas, en el fondo aluden a la necesidad de repensar los principios estructurantes del contrato estatal desde una perspectiva de precaución ecológica, en la cual la protección del ambiente adquiera rango prioritario frente a la lógica convencional del cumplimiento. En este contexto, la corrupción no sólo es un ilícito de carácter administrativo o penal, es un fenómeno pluriofensivo que lesiona simultáneamente la legalidad, el erario, la confianza pública y, lo que aquí interesa subrayar, la integridad del entorno natural.

A menudo, la deformación del proceso contractual comienza incluso antes de su fase precontractual, como ocurre con la indebida autorización de vigencias futuras, donde motivaciones políticas subvierten la racionalidad financiera y desnaturalizan el objeto legítimo del gasto público. Como advierte Rallo (2014), la corrupción es ubicua allí donde el poder no encuentra límites:

La megaburocracia siempre encontrará recovecos para abusar de su poder y para corromperse. La clave para impedírselo es limitando su poder: quien carece de poder para manejar el dinero y las libertades ajenas, carece de incentivos y de capacidad para corromperse.

Lo anterior revela un patrón de captura institucional, mediante el cual actores privados ejercen un poder de facto dentro de estructuras estatales supuestamente imparciales. Entre más capacidad de intervención tiene el Estado, mayor es el riesgo de sofisticación en los mecanismos de desvío de recursos y manipulación de procesos. En ese sentido, la ecuación resulta implacable: CP + CO + AMB = DA (Contratación Pública + Corrupción + Ambiente = Daño Ambiental).

Así las cosas, el verdadero sujeto pasivo del daño ambiental no es únicamente la naturaleza, sino también -y quizá sobre todo- las generaciones venideras. La corrupción en la contratación pública, al menos en su dimensión ecológica, se convierte así en una forma de exterminio silencioso de futuros posibles: “Es el Herodes de los no nacidos”. Es el verdugo anticipado de los proyectos vitales que aún no han visto la luz. El derecho público, si quiere estar a la altura de su tiempo, debe incorporar esta perspectiva de justicia intergeneracional como mandato normativo y no como aspiración retórica. En esta línea, el ecocentrismo aporta un paradigma alternativo al antropocentrismo dominante. Como señala Rendón (2023, p. 344):

El ecocentrismo reconoce que la naturaleza y cada uno de sus elementos son valiosos al igual que los seres humanos (a quienes considera un componente más de la naturaleza)… Desde esta perspectiva, la naturaleza no es más una proveedora de recursos. Cada elemento de ella es un ser más que comparte el planeta con el ser humano.

Esta concepción -abiertamente disonante con los presupuestos fundacionales del derecho administrativo clásico- impone una reformulación de la legitimidad del acto administrativo y del contrato público, ya no desde el prisma exclusivo de la legalidad formal, sino desde su compatibilidad sustantiva con la integridad ecológica. A esta luz, el daño ambiental no es un efecto colateral, ni una externalidad corregible, sino la negación misma de un derecho colectivo primario: el derecho a cohabitar un mundo vitalmente compartido. Y si ese daño deviene de la corrupción estatal, la cuestión ya no se reduce a una infracción jurídica, se trata, antes bien, de una injusticia. Y toda injusticia que se naturaliza se convierte en estructura; toda estructura injusta, en civilización fallida.

El señalamiento de esta fractura -más que semántica, epistémica- permite revelar el artificio de una dicotomía jurídica dislocada, la que separa el universo jurídico de la contratación estatal de los bienes comunes que ella afecta. Esa escisión no es casual, sino fruto de una racionalidad instrumental que, escudada en la legalidad procedimental, consagra la erosión progresiva de las condiciones de posibilidad de la vida. Así, el contrato se vacía de contenido ético y se llena de tecnocracia, perdiendo su función garantista y convirtiéndose en simulacro de interés general.

Entonces, el daño ecológico irreparable-cuando tiene como origen la corrupción contractual- no es una patología ocasional del sistema, sino su expresión coherente bajo una legalidad desfigurada, donde la forma ha suplantado a la finalidad. En ese escenario, el contrato estatal opera como una fachada de legitimación jurídica que permite transferencias ilegítimas de poder a intereses particulares, incluso a costa de la destrucción irreversible del entorno y la vida humana. De ahí que no baste con mejorar los controles ni con agravar las sanciones, se impone revisar -y en buena parte desmontar- la matriz ideológica que sustenta la relación entre contratación pública y bien común.

Por ello, adviértase, tal revisión exige una inversión de los fundamentos: desplazar el principio de utilidad por el principio de precaución; sustituir la eficiencia instrumental por el imperativo de sostenibilidad, y abandonar el paradigma antropocéntrico para abrazar una lógica ecocéntrica que reconozca en el ambiente no un recurso disponible, sino el soporte ontológico del derecho mismo. Porque donde no hay ecosistema, no hay sujetos; donde no hay sujetos, no hay normas, y donde no hay normas vivas, sólo queda el artificio del poder sin límites.

Bajo esta nueva gramática, el contrato estatal no puede seguir concebido como un mecanismo neutro de gestión, sino como una decisión política de alta densidad ética, cargada de responsabilidad intergeneracional. En este marco, la corrupción deja de ser una mera desviación punible para mostrarse en lo que realmente es: una forma estructural de traición al pacto civilizatorio que justifica el propio Estado. Porque invocar el interés público para devastar el ambiente es, en verdad, pervertir el sentido más profundo de ese interés: la continuidad de la vida en condiciones de dignidad.

Los funcionarios no están solos: también los contratistas responden

Uno de los ejes menos explorados pero cruciales en el estudio de la contratación estatal es el que concierne a la distribución de responsabilidades entre los diversos actores que intervienen en la cadena contractual. Frente a los interrogantes planteados en líneas anteriores-relativos a los márgenes de actuación ante eventualidades no previstas o fallas estructurales en la planeación jurídica- no se pretende ofrecer una solución definitiva. Se aspira a esbozar un marco conceptual que contribuya al debate en torno a la tutela efectiva del ambiente frente a las prácticas lesivas que se reproducen, muchas veces impunemente, al amparo de procedimientos contractuales.

En ese orden de ideas, la tradición jurídica nacional ha tendido a focalizar el control disciplinario y sancionatorio exclusivamente en los servidores públicos, esquivando la responsabilidad concurrente de los contratistas y demás particulares que, desde fases incluso anteriores a la configuración jurídica del contrato, inciden de manera decisiva en su estructuración y ejecución 8. Tal es el caso, por ejemplo, de quienes intervienen en la autorización de vigencias futuras, reguladas por la Ley 819 de 2003, habilitando a las entidades estatales para contraer obligaciones presupuestales con cargo a ejercicios fiscales posteriores. Estos actos preparatorios, aunque no encuadran formalmente dentro de la noción contractual, configuran condiciones de posibilidad del negocio jurídico estatal y no están exentos de responsabilidad.

Esta línea argumentativa, que ha sido poco sostenida con solvencia en el país (Maya Amador et al., 2025), implica examinar la evolución doctrinal y normativa de la responsabilidad de los contratistas, especialmente aquellos vinculados bajo la figura del contrato de prestación de servicios profesionales y/o de apoyo a la gestión, previsto en el artículo 32 de la Ley 80 de 1993:

Son contratos de prestación de servicios los que celebren las entidades estatales para desarrollar actividades relacionadas con la administración o funcionamiento de la entidad. Estos contratos sólo podrán celebrarse con personas naturales cuando dichas actividades no puedan realizarse con personal de planta o requieran conocimientos especializados.

Tradicionalmente, se ha sostenido que éstos no ostentan la condición de sujetos disciplinables en el marco del Código General Disciplinario, al no ejercer formalmente función pública. Así lo ha reiterado el Departamento Administrativo de la Función Pública en el Concepto 064091 de 2021:

“Los contratistas de prestación de servicios vinculados con el Estado no son sujetos disciplinables”, en tanto su rol se circunscribe a un apoyo técnico o temporal que no compromete el ejercicio de funciones públicas en sentido estricto.

Desde una perspectiva formalista, esta interpretación es razonable. Empero, resulta insuficiente frente a la complejidad de la práctica contractual contemporánea, en la que los contratistas -muy especialmente los interventores, supervisores y/o asesores técnicos- ejercen de facto tareas que inciden directamente en las decisiones públicas de alto impacto. Esto ha llevado a proponer una reforma estructural del régimen jurídico aplicable a estos sujetos:

Es necesario construir un Estatuto General de la Contratación Pública con normas que eviten la polución del régimen contractual estatal, así como establecer una reglamentación estricta para los particulares que, de manera transitoria, ejerzan funciones de intervención o supervisión de contrato. (El derecho disciplinario como herramienta para la lucha contra la corrupción, 2021)

Ahora bien, incluso si se mantiene el criterio restrictivo en el ámbito del derecho disciplinario, no puede olvidarse que los contratistas siguen sujetos a otros regímenes de responsabilidad derivados del ejercicio profesional 9. A su vez, los contratos estatales contienen cláusulas que, al amparo de lo dispuesto por el artículo 86 de la Ley 1474 de 2011, permiten a las entidades públicas declarar el incumplimiento, imponer sanciones pecuniarias, ejecutar multas y hacer efectiva la cláusula penal convenida. La responsabilidad contractual, en este orden, no se agota en el mero resarcimiento patrimonial, sino que se erige en una herramienta de control de la conducta de los contratistas frente al interés general.

Por otra parte, resulta inevitable referirse al desarrollo reciente del derecho disciplinario local, el cual ha venido reconociendo que ciertos particulares, cuando ejercen funciones públicas por delegación o habilitación legal, son efectivamente disciplinables. Así lo precisa el Concepto 064091 de 2021:

Es claro que los particulares que cumplen funciones públicas sí son sujetos de investigación disciplinaria (…), sin que importe la modalidad de vinculación, siempre que la actividad desarrollada corresponda a una función propia de la entidad contratante y haya sido atribuida por razones administrativas o estructurales.

En suma, sostener que los contratistas no comparten responsabilidad en el marco de la contratación estatal constituye una lectura parcial e insostenible del orden jurídico vigente. El principio de juridicidad -que rige no sólo para los actos de la administración sino también para quienes coadyuvan a su formación y ejecución- impone un deber de sujeción que no puede extinguirse en razón del vínculo formal de contratación. La disociación entre poder contractual y responsabilidad jurídica es, en realidad, una ficción peligrosamente tolerada, que erosiona la legitimidad misma del aparato administrativo 10.

No hay, pues, adviértase con criterio hipotético, fundamento constitucional ni dogmático que permita justificar un espacio de presunta inmunidad funcional para quienes, sin ostentar “formalmente” la calidad de funcionarios públicos, ejercen potestades de hecho con incidencia directa en el cumplimiento de los fines estatales. Allí donde se despliega poder público, debe irradiarse responsabilidad pública. No hacerlo equivale a aceptar una delegación sin control, una prerrogativa sin deber, un mandato sin límites. Y en derecho público, tales asimetrías no constituyen meras imperfecciones técnicas, configuran una lesión estructural al principio del Estado de Derecho. En síntesis, la responsabilidad del contratista estatal puede surgir por tres vías normativas distintas y complementarias:

  1. Por el ejercicio de funciones públicas que lo convierten en sujeto disciplinable bajo la Ley 1952 de 2019 11.

  2. Por la infracción de deberes ético-profesionales previstos en los códigos disciplinarios aplicables a cada carrera.

  3. Por las consecuencias jurídicas derivadas del incumplimiento contractual, en los términos del Estatuto General de Contratación Pública y las cláusulas pactadas.

Cuando el ambiente justifica la corrupción, no su protección

En el marco de la contratación estatal, la figura de la urgencia manifiesta12 ha sido contemplada como una vía excepcional -aunque jurídicamente habilitada- para sortear, bajo circunstancias extraordinarias, los procedimientos ordinarios de selección contractual. Su fundamento jurídico, previsto en el artículo 42 de la Ley 80 de 1993 13, autoriza la contratación directa cuando hechos de fuerza mayor, calamidad o desastre exigen actuaciones inmediatas del Estado, orientadas a garantizar la continuidad de los servicios esenciales o la preservación de la vida y la integridad de las personas 14.

Así las cosas, la urgencia manifiesta constituye una herramienta legítima al servicio de la eficacia administrativa. Sin embargo, en la praxis local, dicha herramienta ha sido progresivamente pervertida hasta el punto de operar no como mecanismo de salvaguarda, sino como vehículo de captura contractual, donde el alegado interés público encubre fines estrictamente privados 15. Se ha naturalizado, bajo la apariencia de legalidad, un uso instrumental del desastre como pretexto para eludir el deber de planeación, fragilizar los controles y diseñar contratos a medida del oferente previamente favorecido. El presupuesto del desastre sustituye al juicio técnico y la inmediatez exigida por la norma degenera en discrecionalidad sin límites.

En contextos recurrentes como la temporada de lluvias-acontecimiento previsible en el calendario climático del país-, los órganos contratantes se abstienen de realizar previsiones mínimas, omiten las etapas de planeación estratégica y reproducen, año tras año, los mismos esquemas de reacción tardía 16. De este modo, lo extraordinario deviene ordinario, y la urgencia deja de ser imprevisible para convertirse en estructural. La consecuencia es doble: por un lado, se sacrifica la racionalidad del gasto público, y por otro, se reconfigura la excepcionalidad como regla, con gravísimas implicaciones para la transparencia del sistema.

Como se ha advertido, esta reiteración no puede interpretarse como simple negligencia (Maya Amador et al., 2025). Es, más bien, la expresión sistemática de una racionalidad presuntamente corrupta que instrumentaliza el dolor colectivo para activar discrecionalmente cláusulas de contratación directa. En estos escenarios, el funcionario adquiere un protagonismo inusitado: convertido en “salvador” frente a la crisis, asume facultades que, en otros contextos, le estarían vedadas. El resultado: contrataciones improvisadas, diseños contractuales elásticos, oferentes predeterminados y una profunda erosión del principio de planeación, que a pesar de su carácter rector es deliberadamente soslayado 17.

La declaración de desastre o calamidad pública, regulada por la Ley 1523 de 2012, tampoco escapa a esta lógica 18. Si bien la normativa establece límites temporales, procedimientos formales y criterios materiales para activar dichas declaratorias, la administración -en su praxis- ha desarrollado una cultura de la excepción que banaliza la catástrofe, la reduce a un acto administrativo y la despoja de su dimensión ontológica. La situación de emergencia se convierte así en una etiqueta jurídica que habilita transferencias presupuestales, reconfigura prioridades y justifica el uso intensivo de mecanismos de contratación directa, sin que necesariamente se traduzca en una atención estructural a la población afectada 19.

El artículo 64 de la Ley 1523 prevé que, incluso finalizada formalmente la emergencia, el Estado podrá continuar aplicando el régimen contractual excepcional “durante la ejecución de las tareas de rehabilitación y reconstrucción”. Esta previsión, razonable en términos de eficacia 20, ha sido utilizada con frecuencia como un argumento para extender indefinidamente las condiciones de contratación directa, anulando en la práctica el principio de normalidad presupuestaria y perpetuando una lógica de administración por crisis.

Así planteado, lo verdaderamente perturbador no es que se invoque la urgencia manifiesta para contratar sin licitación, sino que el sistema jurídico haya tolerado -y en no pocos casos validado- una inversión semántica en la que el principio de necesidad cede su lugar a la conveniencia y el lenguaje de la emergencia se convierte en un dialecto funcional del privilegio. La corrupción, en este punto, ya no consiste en una presunta infracción puntual de las reglas, es la expresión regular de un modelo de racionalidad administrativa que ha aprendido a disfrazarse con los ropajes de la legalidad.

Cuando el aparato estatal naturaliza la catástrofe 21, normaliza la excepción y anticipa el infortunio como estrategia de gestión presupuestal, lo que se instala no es simplemente una presunta mala praxis, sino una ruptura silenciosa del Estado de Derecho desde su propio interior. Se genera una estructura perversa en la que la imprevisibilidad deja de ser un hecho contingente para convertirse en una herramienta de planificación contractual. El desastre, entonces, no es un acontecimiento que irrumpe, sino un recurso que se instrumentaliza. No se gestiona la calamidad, se administra su retórica.

Y aquí emerge una pregunta radical que el derecho administrativo local apenas se atreve a formular: ¿qué legitimidad puede conservar un régimen de contratación pública que ha hecho de la excepción su regla operativa, del dolor social su oportunidad de gasto, y de la inmediatez su coartada para eludir la deliberación democrática del presupuesto?

No se trata ya de perseguir conductas individuales desviadas, sino de interrogar la arquitectura misma del sistema que las permite, las reproduce y, en ocasiones, las premia con impunidad estructural. La verdadera urgencia no es la que deriva de la calamidad natural, sino la que exige restaurar el vínculo roto entre procedimiento y justicia, entre contrato y bien común, entre legalidad formal y legitimidad material. Porque allí donde el Estado deja de ser garante y se transforma en gestor ocasional de intereses privados, no estamos ante una crisis institucional; estamos, lisa y llanamente, ante su abdicación.

En la juega, ¡Ya viene diciembre!, para hacer su agosto. Quienes ostentan la calidad de funcionarios pretenden entender un estado de calamidad (o desastre, o de urgencia… ‘¿Quién sabe?’) como una situación que no deja estragos en el tiempo, sino que está delimitado por sus disposiciones temporales, sin entender la previsión legal de adelantarse a las consecuencias de lo que realmente es un evento imprevisible. ¿Cómo entender la imprevisibilidad cuando es previsible lo que intentan mitigar? (Diario de Un Abogado, 2025, p. 131).

En definitiva, insístase, donde el desastre es utilizado como ocasión para contratar sin control, lo que colapsa no es la infraestructura pública, sino la legitimidad misma del ordenamiento jurídico. Y en esa forma de colapso -más insidiosa que el derrumbe físico de un puente o la inundación de un distrito- se revela el verdadero daño: el que sufre el principio de legalidad, no por error, sino por diseño. Porque cuando el entorno natural es manipulado para justificar la desviación del poder, no estamos ante un acto de protección ambiental, sino ante una forma sofisticada de corrupción con ropaje jurídico.

El derecho al derhecho cumplido

Desde el Blog de J.Maya Abogados S.A.S. (2024) 22 se introduce un término inédito en el vocabulario de la contratación estatal, concebido como categoría crítica frente a una práctica que, por su reiteración y aceptación tácita, ha adquirido un inquietante grado de normalización. Se trata del concepto de “derhecho”, neologismo que pretende denunciar -con tono irónico pero fondo severo- la ejecución de contratos públicos sin el cumplimiento de las formalidades sustanciales previstas en el artículo 41 de la Ley 80 de 1993. Esta figura no describe una omisión meramente procedimental, alude a la transformación de la vía de hecho en rutina institucional, bajo el amparo tácito del poder, pero al margen del derecho.

La noción de “hecho cumplido” ha adquirido curso entre entidades públicas como una justificación recurrente para legitimar, ex post facto, actuaciones contractuales realizadas sin sujeción al procedimiento legalmente establecido. La facilidad con que se recurre a esta figura -y las ventajas prácticas que ofrece- han hecho de ella una alternativa expedita frente a los principios que gobiernan la contratación estatal, sacrificando en el camino la transparencia, la concurrencia, la igualdad, el debido proceso y la selección objetiva.

El llamado “hecho cumplido” no es, en estricto sentido, un hecho en sí mismo, sino un acto jurídico carente de forma legalmente válida, ejecutado bajo la apariencia de necesidad institucional y la ficción de urgencia. Como ha decantado la jurisprudencia nacional, se configura cuando una entidad pública recurre a la ejecución material de bienes, obras o servicios sin haber perfeccionado el contrato conforme a los requisitos del artículo 41 de la Ley 80, que dispone:

“Los contratos del Estado se perfeccionan cuando se logre acuerdo sobre el objeto y la contraprestación y éste se eleve a escrito”.

De este modo, se consolida un modus operandi en el que el principio de legalidad es desplazado por la lógica del cumplimiento fáctico, en una inversión semántica que reduce el derecho a una formalidad prescindible. Se actúa no bajo la autoridad de la norma, sino bajo el arbitrio funcional del poder de turno. Es, en definitiva, una forma institucionalizada de deslegalización contractual 23.

Tal como se destaca en el Blog mencionado, esta figura no es una anomalía aislada, sino un síntoma de un deterioro más profundo en la praxis administrativa. La ejecución anticipada -sin perfeccionamiento jurídico ni acto de adjudicación válido- opera como un atajo deliberado que interrumpe la secuencia lógica del procedimiento contractual y vacía de contenido los principios estructurantes del Estatuto General de Contratación Pública.

En armonía con esta crítica, resulta pertinente traer a colación lo expuesto en Diario de un Abogado (Maya Amador et al., 2025, pp. 233-236), donde se ilustra con precisión esta problemática y se documentan las estrategias jurídicas que han permitido su expansión, bajo la apariencia de respuestas operativas frente a supuestas urgencias institucionales:

(…) lo primero que se deja de manifiesto en esta disertación es que la regla general de los contratos estatales depende de la solemnidad escrita para que puedan nacer a la vida jurídica, aunado de que son estos el instrumento jurídico mandado por la ley para que las entidades de naturaleza pública puedan alcanzar “(…) el cumplimiento de los fines estatales, la continua y eficiente prestación de los servicios públicos y la efectividad de los derechos e intereses de los administrados que colaboran con ellas en la consecución de dichos fines”24. Por otro lado, es menester decantar, en segundo lugar, que esta es más una disposición de carácter fiscal que contractual, siendo que en los términos estrictos de la ley25esto esta delineado así: “(…) ninguna autoridad podrá contraer obligaciones sobre apropiaciones inexistentes (..)”26

Entonces, los “hechos cumplidos” están regulados por lo que la praxis de la contratación estatal define en la experiencia, es decir, términos que se producen debido al desarrollo de las buenas prácticas en esta área del derecho, en este caso, debido a la expresa prohibición normativa dispersas en el sistema juris.

Así las cosas, se precisa que el espectro de la Contratación Pública no es ajeno al presupuesto; por lo contrario, depende de este para subsistir y materializar sus deseos, o en concretas palabras: llegar a satisfacer el plan de desarrollo con que se obliga en razón a la ciudadanía o personas que esperan la concreción de sus necesidades a través del aparato estatal. Es así como también el Estatuto establece: “(…) Las entidades estatales abrirán licitaciones o concursos e iniciarán procesos de suscripción de contratos, cuando existan las respectivas partidas o disponibilidades presupuestales.”27

En este sentido, se evidencia cómo se compaginan las leyes presupuestales con las contractuales, y cómo estás armonizan entre sí para la consecución de los fines estatales, que, en últimas, como ya se dijo, se volverán una realidad con la debida ejecución de los contratos. En conclusión, los hechos cumplidos, aunque no tengan una expresa definición legal, como por ejemplo tampoco tienen los famosos “otrosí”, los cuales usan mucho las entidades del Estado para enmendar errores, adicionar, aclarar, o en general, hacer modificaciones a los contratos, y tiene un amplio sustento de ley que permite hacerlo; contrario sensu sucede con los otros, los cuales, para su uso, gozan de la prohibición expresa de la ley en su sentido lato.

Para finalizar, traeremos al lector un par de ilustraciones extraídas de la jurisprudencia del Consejo de Estado que da cuenta del uso debido de la acción que se puede ajustar a los hechos cumplidos, que además de orientar el instrumento jurídico para reclamar en el evento de que haya un enriquecimiento sin justa causa por razón de unos trabajos, verbi gratia: obra(s), realizados a la administración pública y no pagado por esta, a través de la acción de enriquecimiento sin justa causa, manifiesta la imposibilidad de usar tal vía cuando el contratista pretenda “reclamar el pago de obras, entrega de bienes o servicios ejecutados sin la previa celebración de un contrato estatal que los justifique por la elemental pero suficiente razón consistente en que la actio de in rem verso requiere para su procedencia, entre otros requisitos, que con ella no se pretenda desconocer o contrariar una norma imperativa o cogente.”28, considerando que la prosperidad de un proceso encaminado con tal fin dará como resultado directo la vulneración de las normas del Estatuto General de la Contratación Pública, entre otras, citadas arriba.

Así las cosas, vale la pena dejar por sentado que esta posibilidad se enmarca en la probabilidad que se busque únicamente la compensación de unos valores de los cuales el demandado incremento su patrimonio o se enriqueció a causa de las prestaciones realizadas por el demandante, o a costas de su empobrecimiento, como también lo ha decantado la jurisprudencia, así: Se trata de una acción única y exclusivamente de rango compensatorio (a diferencia de las acciones de reparación directa y contractual), es decir, a través de la misma no se puede pretender la indemnización o reparación de un perjuicio, sino que el contenido y alcance de la misma se circunscribe al monto en que se enriqueció sin causa el patrimonio del demandado, que debe corresponder (correlativamente) al aminoramiento que padeció el demandante29.

Entonces, aunque un poco confuso para los que se adentran apenas en la materia dinámica y cambiante de la Contratación Pública, lo real es que en el estricto sentido de la reclamación proveniente del enriquecimiento sin justan causa, que a la vista de este artículo es el fundamento que da lugar al reclamante del hecho cumplido, el camino que podría, si es del caso, dar alguna esperanza para solventar el reclamo sería el de la action in rem verso, instrumento que no hace parte de la Ley 1437 de 2011, que regula los medios de acción que proceden ante la jurisdicción de lo contencioso administrativo, sino que hace parte de otra fuente normativa, la cual ajusta sabiamente la jurisdicción en su providencia30, siendo “que la acción in rem verso se rija por los postulados normativos del Código Civil”.31

No se pasará de largo por este escrito, sin dejar para el lector un ejemplo fehaciente de la no procedencia para el reconocimiento de “hechos cumplidos”, aun cuando estos se pacten a luz del contrato mismo, por ilegal, así:

“… en la cláusula cuarta, sobre la forma de pago, se pactó que el contratista recibiría de su contratante la suma de DOCE MILLONES TRESCIENTOS CUARENTA Y OCHO MIL PESOS ($12.348.000) al momento de la firma y ejecución del presente contrato. Como una primera cuota de pago del precio del presente contrato, por razones de equidad puesto que a la fecha de la firma de este EL CONTRATISTA ya ha realizado un trabajo previo en estos MUNICIPIOS.32

Nota. La palabra “DERHECHO” en el título tiene un error de escritura adrede, esta se corrompe para fusionarla con la palabra hecho agregando la letra “h” en el intermedio; así las cosas, esperamos que el mensaje sea claro, los hechos cumplidos no constituyen derecho.”. (Maya Amador, et. al, 2025, pp. 233-236)

Si bien el denominado hecho cumplido ha sido objeto de reiterada censura jurisprudencial por parte del Consejo de Estado -en su calidad de máxima autoridad de cierre en la jurisdicción contencioso-administrativa-, lo cierto es que su utilización no siempre responde a una finalidad abiertamente contraria al ordenamiento jurídico. En contextos específicos, marcados por una amenaza real e inminente al ambiente, dicha práctica puede adquirir un sentido funcional, incluso orientado a la protección del interés colectivo, en la medida en que actúa como mecanismo de contención ante riesgos derivados de fallas sustanciales en las distintas etapas del ciclo contractual.

En efecto, puede ocurrir que un contrato estatal, ya sea desde su fase de estructuración técnica (etapa precontractual), durante su ejecución (etapa contractual) o incluso una vez extinguidas formalmente sus obligaciones (etapa poscontractual), dé lugar a una afectación ambiental grave o potencialmente irreversible. En tales supuestos, la amenaza al ambiente -valor superior del ordenamiento- introduce una tensión sustancial entre el principio de juridicidad formal y el principio de precaución ecológica, cuya resolución exige una ponderación rigurosa de los valores jurídicos en juego.

Desde esta perspectiva, lo que se plantea no es la validación retrospectiva de una conducta ilegal, sino la formalización de una respuesta institucional ante una emergencia ambiental, mediante la declaratoria de una Situación de Desastre o Calamidad Pública, conforme a los parámetros establecidos en la Ley 1523 de 2012. Dicha declaratoria, como acto jurídico habilitante, permitiría a la administración apartarse válidamente del procedimiento ordinario de perfeccionamiento contractual exigido por el artículo 41 de la Ley 80 de 1993 y recurrir a los mecanismos excepcionales de contratación directa previstos para situaciones críticas.

Así entendida, la figura del hecho cumplido se transformaría -no por vía de consagración jurídica, sino por adecuación fáctica a un marco de excepción legalmente previsto- en una herramienta de contención frente a un riesgo superior: la afectación del equilibrio ambiental. En estos términos, y a partir de un reconocimiento anticipado y documentado de la situación de amenaza, la administración podría adoptar medidas inmediatas orientadas a mitigar el daño, sin quedar sujeta a la ritualidad procedimental ordinaria, pero dentro de un marco legal previamente habilitado.

Esta interpretación ha sido sugerida, con matices, en La lluvia moja, y es causal de contratación directa (Maya Amador et al., 2025), donde se propone repensar las condiciones materiales que habilitan el uso de mecanismos excepcionales en contratación estatal, a partir de la constatación empírica de eventos recurrentes, como la temporada invernal, que generan impactos estructurales sobre la infraestructura y el ambiente.

(…) se deben tener en la cuenta para hacer uso de estas herramientas legales de disposición legal contractual, así: 1º) Los hechos o actos que dan ocasión a que se pueda hacer uso de aquellas en virtud a lo establecido por la ley que las regula; 2º) Contar con la aprobación del órgano competente para cualquiera de las modalidades para proceder a la formalidad de la misma, por medio de la declaratoria de una y/u otra, 2.1.) Declarar la situación de Desastre o Calamidad Pública; 3º) Retornar a la normalidad: Estas situaciones declaradas tienen una limitación precisa y temporal, además de que su finalización también debe ser delimitada en acto administrativo que así lo distinga.

No cabe duda de que el principio de legalidad exige, en toda democracia constitucional, el sometimiento riguroso de la actuación administrativa a las formas y procedimientos previstos por la ley. Sin embargo, también es cierto que el derecho público no puede ser ajeno a las contingencias de la vida real, sobre todo cuando lo que está en juego es la integridad del ambiente, cuya afectación trasciende lo patrimonial, lo temporal y lo individual. El reto, entonces, no consiste en abandonar la forma jurídica en nombre de la necesidad, sino en construir condiciones jurídicas excepcionales que puedan contener -sin banalizar- la fuerza disruptiva de lo real.

El problema se agrava cuando la excepción se convierte en coartada y el hecho cumplido deja de ser una reacción frente a lo imprevisto para convertirse en parte del repertorio habitual de la administración. En ese momento, la tensión entre forma y sustancia no se resuelve en favor del interés público, sino en favor de una cultura institucional que banaliza el procedimiento, erosionando silenciosamente los pilares del Estado de Derecho. El uso reiterado de figuras como el hecho cumplido, bajo el pretexto de amenazas ambientales no siempre verificadas ni verificables, produce una distorsión estructural del sistema jurídico: debilita la exigibilidad de la planeación, propicia la opacidad en la ejecución del gasto y difumina las fronteras entre legalidad y oportunidad.

La legalización ad hoc del incumplimiento formal -aunque motivada por finalidades ostensiblemente legítimas- no puede convertirse en doctrina general, so pena de consagrar un modelo de administración pública basado en la lógica del daño como habilitación y de la urgencia como norma. En ese contexto, el derecho deja de ser límite para transformarse en justificación posterior y el principio de juridicidad se vacía de su contenido garantista para adoptar una forma meramente declarativa.

En definitiva, si el hecho cumplido pretende transitar del terreno de lo reprochable al de lo excusable debe hacerlo bajo estrictos presupuestos de control, exigencia probatoria y trazabilidad institucional. De lo contrario, se corre el riesgo de consolidar un sistema en el que la amenaza al ambiente -en lugar de activar los mecanismos de protección- termine funcionando como habilitación para su propia desprotección. Y esa paradoja no es sólo una contradicción normativa: es un fracaso moral del orden jurídico.

La forma indirecta de genocidio ambiental

Como cierre de este trabajo, se esboza una reflexión que, si bien no será desarrollada en este trabajo, servirá como umbral temático para futuras investigaciones orientadas a profundizar en los vínculos entre corrupción, contratación pública y afectación ambiental. Para ello, se considera metodológicamente adecuado definir -al menos preliminarmente- dos palabras. La primera de ellas es genocidio . La segunda será introducida posteriormente, en el marco de una hipótesis crítica que requiere, por su densidad conceptual, un tratamiento independiente y detenido.

La Real Academia Española define genocidio como: “Exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad. Usado también en sentido figurado”. Por su parte, el Código Penal colombiano, en el artículo 101, lo tipifica en los siguientes términos: “El que, con el propósito de destruir total o parcialmente un grupo nacional, étnico, racial, religioso o político, por razón de su pertenencia al mismo, ocasionare la muerte de sus miembros, incurrirá en prisión de cuarenta (40) a sesenta (60) años.”

A esta definición se suma la formulación contenida en la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948), instrumento jurídico internacional que reconoce el genocidio como crimen de Derecho internacional, y lo define como:

“Cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal:

a) Matanza de miembros del grupo.

b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo.

c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial.

d) Medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo.

e) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo.”

A partir de estos referentes normativos y lingüísticos, se propone -no con ánimo de escandalizar, sino de provocar una reflexión profunda- la necesidad de interrogar si ciertos patrones estructurales de omisión, corrupción sistemática y desprotección ambiental no podrían estar configurando, al menos en su dimensión material, formas de aniquilación indirecta de comunidades presentes o futuras.

Así, a la luz de los desarrollos expuestos, cabe sostener -con el debido rigor y sin caer en fórmulas vacías de contenido-que presuntas prácticas estructurales de corrupción en la contratación estatal, particularmente aquellas que generan daños ambientales de carácter irreversible, pueden constituir una forma indirecta de afectación masiva contra la humanidad por venir. Se trata de un genocidio ambiental, no en sentido figurado, sino como fenómeno jurídico que debe ser conceptualizado con precisión: es el exterminio anticipado de las generaciones futuras a través del deterioro sistemático de las condiciones materiales que hacen posible su existencia digna.

La hipótesis jurídica que aquí se plantea no desconoce la especificidad del tipo penal de genocidio -tal como ha sido definido por el derecho internacional y por la legislación interna-, pero propone una ampliación crítica de su alcance ontológico y político. La afectación del ambiente, cuando deriva de actos reiterados de corrupción estructural, no sólo compromete bienes jurídicos colectivos o difusos, sino que atenta contra la vida misma, en su proyección intergeneracional.

Este fenómeno se configura no necesariamente por medio de acciones abiertas de destrucción, sino -y esto es lo más inquietante- por conductas cuya apariencia de legalidad encubre una práctica sistemática de omisión, colusión, negligencia o fraude contractual. La destrucción no opera aquí con violencia directa, sino con una violencia institucional encubierta: la del deterioro ambiental progresivo que, sin rostro ni responsable inmediato, priva a las generaciones por venir de un ambiente sano y sostenible. Para ilustrar esta lógica, cabe una analogía con lo dispuesto en el artículo 244 del Código Penal colombiano, que tipifica el delito de extorsión en los siguientes términos:

El que constriña a otro a hacer, tolerar u omitir alguna cosa, con el propósito de obtener provecho ilícito o cualquier utilidad ilícita o beneficio ilícito, para sí o para un tercero, incurrirá en prisión de ciento ochenta (180) a doscientos cuarenta (240) meses y multa de seiscientos sesenta y seis punto sesenta y seis (666.66) a mil quinientos (1.500) salarios mínimos legales mensuales vigentes.

El constreñimiento -esto es, la coacción ejercida bajo amenaza-adquiere particular relevancia en el contexto de la contratación estatal en zonas donde el Estado no ejerce control efectivo del territorio. Numerosos reportes documentados por la prensa nacional han revelado que organizaciones al margen de la ley (grupos guerrilleros, paramilitares, bandas armadas) imponen exigencias económicas a contratistas públicos a cambio de supuesta “protección” o como parte de tributos ilegales para el sostenimiento de su causa. Tales prácticas, aun cuando invisibles para los registros contractuales, operan como verdaderas extorsiones sistémicas.

No se trata aquí de eximir de responsabilidad a los contratistas -cuya conducta también debe ser objeto de escrutinio y control-, sino de reconocer una realidad institucional que complejiza el mapa de la corrupción: en contextos de debilidad estatal, el contratista se convierte simultáneamente en agente, ejecutor y víctima. En tales escenarios, el recurso público se ve constreñido por dos formas de desvío: la desviación interna, propia de las estructuras corruptas de la administración, y la desviación externa, ejercida por actores violentos que imponen cargas económicas ilegales sobre el contrato.

La cuestión que aquí se plantea no es retórica ni meramente provocadora: ¿Puede el derecho seguir interpretando el genocidio únicamente desde categorías históricas de violencia armada o racial, mientras permanece ciego ante la sistemática aniquilación de las condiciones mínimas que garantizan la existencia humana futura? ¿Es jurídicamente admisible que los marcos normativos sigan privilegiando una concepción antropocéntrica, inmediata y visible de la violencia, mientras excluyen de su radar conceptual aquellas formas de daño que, por su progresividad, impersonalidad y apariencia institucional, resultan menos estridentes pero igualmente letales?

En el trasfondo de estas preguntas se encuentra una contradicción ineludible entre los postulados ético-políticos del Estado constitucional y ciertas zonas de impunidad estructural que el derecho mismo ha tolerado, cuando no legitimado. El orden jurídico vigente permite-y en ocasiones habilita-que se ejecuten contratos públicos en territorios donde el Estado no garantiza el monopolio legítimo de la fuerza ni la integridad del gasto. Allí, la contratación estatal se desarrolla como una actividad de riesgo, regulada no sólo por las normas formales, sino por los códigos no escritos de la extorsión y el constreñimiento armado. En tales condiciones, no estamos ante un fallo puntual del sistema, sino ante una forma de colapso funcional del derecho.

La ausencia del Estado, combinada con la connivencia o negligencia de ciertos operadores contractuales, da lugar a una fórmula de violencia compleja y de difícil persecución: una violencia silenciosa, estructural, que no apunta directamente contra la vida de las personas, pero que suprime -con igual eficacia- las bases ecológicas de su subsistencia futura. El deterioro ambiental, en estos casos, no es un efecto colateral, sino un desenlace previsible del desvío de recursos, de la alteración de los diseños técnicos, del incumplimiento de los estudios de impacto ambiental o del pago de sobornos que sustituyen los controles. Así entendido, el daño ecológico producido en estos contextos puede y debe ser caracterizado como violencia jurídica ambiental de carácter estructural.

Ahora bien, si se permite un primer esbozo de debate sobre este punto, conviene advertir que la dogmática penal permanece anclada en la lógica del acto individual imputable, del dolo concreto y del nexo causal directo. Aunque este trabajo no se ocupa de los alcances del derecho penal en esta materia, resulta pertinente subrayar que dicha lógica se muestra insuficiente para abordar fenómenos en los que la responsabilidad se disuelve en tramas complejas de decisión, diluidas entre entidades contratantes, operadores políticos, actores armados y contratistas. ¿Cabe hablar de dolo cuando los agentes estatales no son autores inmediatos del daño, pero actúan con pleno conocimiento y deliberada tolerancia del contexto que lo posibilita? ¿Puede el derecho penal seguir indiferente al papel que juega el miedo como factor estructurante de la contratación pública en amplias zonas del país?

Del mismo modo, la teoría del contrato administrativo-anclada aún en una visión liberal del intercambio entre partes-muestra serias limitaciones cuando se enfrenta a estos escenarios de coacción indirecta, donde el consentimiento del contratista se produce bajo presiones extra jurídicas que distorsionan el equilibrio prestacional y comprometen la finalidad pública del negocio. En estas circunstancias, el contrato deja de ser un instrumento de ejecución del interés general y se transforma en una transacción degradada por fuerzas exógenas, frente a las cuales el ordenamiento permanece normativamente inerte.

Pero el punto más delicado-y acaso el más olvidado-es que el principal perjudicado en esta ecuación no es ni el Estado ni el contratista, ni siquiera el sistema jurídico: es el ambiente, entendido no como una cosa o un recurso, sino como el espacio vital que hace posible la reproducción biológica, cultural y política de las comunidades humanas. En otras palabras, lo que está en juego no es sólo la eficacia de un contrato o la pulcritud de una licitación: es la continuidad misma de la vida en condiciones de dignidad, sostenibilidad y justicia ecológica. Y ese, en rigor, no es un tema administrativo ni penal, sino uno profundamente constitucional.

Esta es, por tanto, la paradoja central del derecho público contemporáneo: frente al daño ambiental estructural derivado de la corrupción en la contratación, el orden jurídico vacila, retrocede o simplemente calla. Se convierte, así, en un orden formalmente válido, pero materialmente injusto, incapaz de nombrar -y por tanto de combatir- las formas nuevas y complejas de violencia que operan bajo apariencia de legalidad. No hay violencia más peligrosa que aquella que no puede ser reconocida como tal por el sistema jurídico que la permite.

Así planteado, si el derecho ha de conservar alguna pretensión de legitimidad en el siglo XXI no puede seguir operando como un lenguaje que describe el mundo desde categorías que ya no lo comprenden. Seguir tratando la corrupción como una infracción contable, el daño ambiental como una externalidad y la violencia estructural como una categoría ajena al contrato administrativo es, en el fondo, una forma de encubrimiento normativo. La neutralidad jurídica ante el exterminio progresivo del entorno vital equivale, en estos términos, a una complicidad silenciosa. Porque aquello que el derecho no nombra, tampoco lo puede proteger.

La hipótesis aquí defendida no pretende forzar las tipologías penales ni reemplazar la dogmática por la retórica. Lo que se propone es más radical: exigir al derecho que piense con categorías a la altura del daño que permite. Y ese daño no es sólo patrimonial ni ecológico: es ontológico. Se trata de la desaparición progresiva de las condiciones que permiten a los seres humanos -presentes y futuros- habitar dignamente el mundo. Cuando ese daño es causado de manera sistemática, previsible y en contextos donde las instituciones del Estado han sido capturadas o desbordadas, no estamos ante simples irregularidades, estamos ante una forma nueva de violencia jurídica, que merece un nombre a la altura de su gravedad.

El concepto de genocidio ambiental, tal como se formula en este trabajo, no pretende equipararse a las configuraciones históricas que dieron lugar a la tipificación penal del genocidio en el derecho internacional. Sin embargo, sí aspira a recuperar su dimensión estructural más esencial: la supresión deliberada, progresiva y funcional de las condiciones materiales que hacen posible la vida en común. La afectación acumulativa del entorno natural -por medio de prácticas contractuales desviadas y amparadas en formalismos legales- no constituye un mero efecto colateral del desorden institucional, sino una manifestación ordinaria de una racionalidad que ha dejado de reconocer límites.

En esta perspectiva, determinados delitos como la extorsión -cuando inciden sobre la contratación pública en contextos de debilidad institucional- terminan operando como factores indirectos de daño ambiental. La ecuación, en consecuencia, se reconfigura: CP + COₑ + MA = DA. Esto es, contratación pública más corrupción mediada por extorsión, más ambiente, equivale a daño ambiental. El derecho, si ha de conservar alguna pretensión de legitimidad, no puede seguir eludiendo esta evidencia.

A manera de conclusión

  1. La corrupción no degrada únicamente el procedimiento administrativo, compromete la arquitectura teleológica del Derecho Público. Allí donde la contratación estatal se convierte en vehículo ordinario del despojo -bajo la cobertura de la legalidad y la retórica del interés general- se produce una fractura ontológica entre el derecho y su razón de ser: la tutela de lo común. El fenómeno no es contingente, sino estructural, y su persistencia obliga a repensar la legitimidad jurídica más allá de su forma.

  2. El Derecho Administrativo contemporáneo adolece de un déficit ecológico. Persisten en su seno categorías dogmáticas incapaces de captar la dimensión intergeneracional de la afectación ambiental. La noción de eficacia, la idea de orden público económico y el principio de continuidad del servicio deben ser reformular a la luz de un nuevo principio rector: la sostenibilidad ecológica como límite jurídico y ontológico de la acción administrativa.

  3. El contrato estatal ha sido despojado de su densidad axiológica por la tecnocratización del derecho. La neutralización de su contenido ético ha permitido que su forma subsista incluso en contextos de injusticia flagrante. Esta desconexión entre forma y sustancia es el terreno fértil donde germina la violencia jurídica: un tipo de violencia no visible, no punible, pero profundamente desestructuradora de lo público.

  4. El hecho cumplido no es una anomalía, es el nombre técnico de una costumbre institucionalmente tolerada. La producción jurídica del “hecho cumplido” no surge del error, sino de una racionalidad instrumental que subordina el derecho a la urgencia y la urgencia al poder. Su proliferación sugiere que el Estado ha aprendido a gobernar a través de la excepción como norma, sustituyendo la previsión por la coartada.

  5. El contratista no puede seguir siendo un espectador sin rostro del desorden que ayuda a ejecutar. El principio de juridicidad impone que toda forma de participación técnica con incidencia material sobre bienes jurídicos colectivos deba acarrear correlativa responsabilidad jurídica. La inmunidad técnica es una ficción. Allí donde hay poder, debe haber límite. Y allí donde hay intervención sobre lo público, debe haber rendición de cuentas.

  6. La noción de “genocidio ambiental” obliga a ampliar el campo de lo jurídicamente imaginable. Esta categoría -aún no codificada, pero normativamente necesaria-permite visibilizar el carácter masivo, reiterado y funcional de ciertas afectaciones ecológicas que, por su apariencia de legalidad, escapan a los dispositivos clásicos de control. Su conceptualización no equivale a una extensión retórica del tipo penal, sino a un llamado de atención sobre la insuficiencia del derecho vigente para proteger la vida futura.

  7. El futuro jurídico del contrato estatal exige una inflexión epistémica: pasar del paradigma del rendimiento al paradigma del límite. El contrato ya no puede concebirse como un instrumento de eficiencia, sino como una operación ética, cuyo criterio de validez no se agota en la legalidad formal, sino que reside en su compatibilidad sustantiva con la justicia ecológica, la dignidad intergeneracional y la integridad del espacio vital común.

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Observadores Col Data & Analytics. 2024. Informe Extorsión en Colombia. Análisis de cifras nacionales, mapas de calor, modalidades. https://observadorescol.org/extorsion-marzo-2024/

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Peña M. 2013;Daño Ambiental y Prescripción. Revista Judicial. https://www.corteidh.or.cr/tablas/r31079.pdf

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Presidencia de la República. 1996. Decreto 111 de 1996. Por el cual se compilan la Ley 38 de 1989, la Ley 179 de 1994 y la Ley 225 de 1995 que conforman el Estatuto Orgánico del Presupuesto. Bogotá D.C.:

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Rallo J. R. 2014. Publicación de Juan Ramón Rallo. https://www.facebook.com/JuanRamonRallo/posts/341160389389576/

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Rendón K. 2023;La naturaleza en el ordenamiento jurídico colombiano: ¿del antropocentrismo al ecocentrismo? Revista derecho del Estado. 337–359. https://doi.org/10.18601/01229893.n58.12

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Reyes E. M. 2017;La corrupción en el Estado Colombiano. Dictamen Libre. 29–36. https://doi.org/10.18041/2619-4244/dl.21.3140

Notas:

1 Abogado y Especialista en Derecho Constitucional de la Universidad Libre de Colombia, seccional Barranquilla. Máster en Derecho Administrativo de la Universidad Libre de Colombia, Bogotá D.C. Especialista en Derecho Público de la Universidad del Norte (Barranquilla, Colombia). Máster en Derecho Público de la Universidad del Norte (Barranquilla, Colombia). Doctorando en Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid (España). Jurista experto en impulso procesal de actuaciones judiciales o administrativas, con alta experiencia en la gerencia pública y la dirección de proyectos en materia de derecho público constitucional y administrativo. Docente universitario. Asesor de entidades públicas y privadas, destacándose entre estas últimas, Director General - JMayaAbogados S.A.S. Colombia, jmayaabogados@gmail.com. https://orcid.org/0000-0002-6459-6611.

2 Este documento se enmarca en el proceso formativo del autor como doctorando en Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid (España). Su publicación, no obstante, no vulnera el principio de originalidad e ineditud que rige los trabajos conducentes al título de Doctor en Derecho, por cuanto ni su contenido, ni la estructura analítica aquí adoptada, reproducen —en forma sustancial o categorial— los ejes temáticos, las hipótesis centrales ni el objeto delimitado de la investigación doctoral en curso. En consecuencia, el presente texto debe entenderse como un ejercicio académico autónomo, cuya finalidad es exclusivamente la de aportar elementos para el debate científico, sin interferir con la configuración final de la futura tesis.

3 Véase, Jaime Orlando Santofimio Gamboa, Contratación estatal. Legislación (Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2012).

4 Véase, por ejemplo, la posición crítica frente al paradigma antropocéntrico desarrollada por María Goretty González Tafuren, quien defiende la necesidad de superar la noción instrumental de “medioambiente” para avanzar hacia una concepción ecocéntrica.

5 Véase, Gloria Rodríguez e Iván Vargas, Perspectivas de responsabilidad por daños ambientales en Colombia (Bogotá: Universidad del Rosario, 2015).

6 BBC Mundo (2014, mayo 18). Mueren 32 niños en incendio de bus escolar en Fundación, Colombia. https://www.bbc.com/mundo/ultimas_noticias/2014/05/140518_ultnot_autobus_quemado_colombia_bd.

7 Para mayor profundidad, véanse los estudios de la profesora Díaz Villegas. Hacia una ecología política del derecho: el ambiente y la función jurídica. Ideas. Repertorio de Estudios de Ciencias Sociales, (15), 1-22. Recuperado de https://journals.openedition.org/ideas/10005?lang=es.

8 Los estudios del profesor Julián Carlos Expósito en la Forma y contenido del contrato estatal (Bogotá D.C.: Casa Editorial Universidad Externado de Colombia, 2013) han contribuido a este debate en Colombia.

9 El abogado contratista está sometido a las disposiciones del Código Disciplinario del Abogado (Ley 1123 de 2007); el ingeniero, a la Ley 842 de 2003 y su Código de Ética Profesional, y el administrador de empresas, al régimen previsto en la Ley 60 de 1981 y su reglamento. Cada uno de estos cuerpos normativos establece deberes específicos, cuya transgresión puede dar lugar a sanciones por parte de los respectivos tribunales o consejos profesionales.

10 Por esta razón, el contratista que participa en un acto público no puede alegar neutralidad ni ignorancia: su responsabilidad no es residual, es cooriginaria. Es tan pública como el objeto del contrato y tan exigible como la ley que lo enmarca. Negar esta co-responsabilidad equivale a aceptar, por omisión o por conveniencia, que el interés general puede ser gestionado sin garantías ni límites, como si los recursos públicos pudieran administrarse a la sombra del derecho. Pero el contrato público no es un negocio cualquiera: es el acto jurídico mediante el cual se reorganiza, se redistribuye y se ejecuta el poder del Estado. Y ese poder, cuando se ejecuta sin responsabilidad compartida, deja de ser legítimo para convertirse en simple arbitrariedad formalizada.

11 Por regla general no uso el adjetivo público al referirme a quien ejerce como funcionario, debido a que este es un servidor o empleado o como se le llame en esta cuerda de ideas, que se entiende es público, por lo que termina siendo redundante agregarle el apelativo en mención. Así lo define la DRAE (Diccionario de la Real Academia Española): “funcionario, ria m. y f. Persona que desempeña como titular un empleo en la Administración pública”.

12 Instrumento legal de la contratación pública que faculta a las entidades estatales para contratar directamente, sin hacer uso de cualquiera de las demás modalidades de selección.

13 Artículo 42. de la Urgencia Manifiesta. Existe urgencia manifiesta cuando la continuidad del servicio exige el suministro de bienes, o la prestación de servicios, o la ejecución de obras en el inmediato futuro; cuando se presenten situaciones relacionadas con los estados de excepción; cuando se trate de conjurar situaciones excepcionales relacionadas con hechos de calamidad o constitutivos de fuerza mayor o desastre que demanden actuaciones inmediatas y, en general, cuando se trate de situaciones similares que imposibiliten acudir a los procedimientos de selección o públicos. La urgencia manifiesta se declarará mediante acto administrativo motivado. Parágrafo. Con el fin de atender las necesidades y los gastos propios de la urgencia manifiesta, se podrán hacer los traslados presupuestales internos que se requieran dentro del presupuesto del organismo o entidad estatal correspondiente.”.

14 Constitución Política de Colombia de 1991, artículo 2º: “Son fines esenciales del Estado: servir a la comunidad (…). Las autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias y demás derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares.”

15 La contratación directa no debe confundirse con la pretensión de contratar indiscriminadamente sin una causa justificada a la luz del Estatuto General de la Contratación Pública, que dé lugar a la misma y como un pretexto para omitir los principios propios de la contratación estatal, como es el de selección objetiva.

16 El ensayo “Riesgos en el uso del fondo de contingencia ante urgencia manifiesta en la contratación pública en Colombia” (Universidad Católica de Colombia, 2022), precisamente alerta sobre el uso inadecuado de dicha figura en contextos previsibles como las lluvias, donde se actúa de forma reactiva sin planificación estratégica.

17 Por ejemplo, un informe de la Contraloría del Departamento de Santander denunció sistemáticamente el uso reiterado y muchas veces indebido de la figura de la urgencia manifiesta, especialmente durante temporadas lluviosas, donde se omiten estudios previos y se distorsiona la normalidad del procedimiento. Recuperado de https://contraloriasantander.gov.co/sites/default/files/2022-06/RESOLUCION-376-POR-MEDIO-DE-LA-CUAL-SE-HACE-PRONUNCIAMIENTO-DE-URGENCIA-MANIFIESTA-PARAMO.pdf.

18 Artículo 57. Desastre. Para los efectos de la presente ley, se entiende por desastre el resultado que se desencadena de la manifestación de uno o varios eventos naturales o antropogénicos no intencionales que al encontrar condiciones propicias de vulnerabilidad en las personas, los bienes, la infraestructura, los medios de subsistencia, la prestación de servicios o los recursos ambientales, causa daños o pérdidas humanas, materiales, económicas o ambientales, generando una alteración intensa, grave y extendida en las condiciones normales de funcionamiento de la sociedad, que exige al Estado y al sistema nacional ejecutar acciones de respuesta, rehabilitación y reconstrucción. (…) Artículo 58. Calamidad pública. Para los efectos de la presente ley, se entiende por calamidad pública, el resultado que se desencadena de la manifestación de uno o varios eventos naturales o antropogénicos no intencionales que al encontrar condiciones propicias de vulnerabilidad en las personas, los bienes, la infraestructura, los medios de subsistencia, la prestación de servicios o los recursos ambientales, causa daños o pérdidas humanas, materiales, económicas o ambientales, generando una alteración intensa, grave y extendida en las condiciones normales de funcionamiento de la población, en el respectivo territorio, que exige al distrito, municipio o departamento ejecutar acciones de respuesta, rehabilitación y reconstrucción. (…)”.

19 Esta palabra hace referencia a los pliegos tipo, que son las condiciones diseñadas por el gobierno a causa de las disposiciones legales que así lo mandan a fin de que las entidades estatales lo apliquen en la contratación para combatir la corrupción en los procesos de selección.

20 Ley 80 de 1993, por la cual se expide el Estatuto General de Contratación de la Administración Pública: Artículo 25. Del Principio de Economía. En virtud de este principio: 1o. <Aparte tachado derogado por el artículo 32 de la Ley 1150 de 2007> En las normas de selección y en los pliegos de condiciones o términos de referencia para la escogencia de contratistas, se cumplirán y establecerán los procedimientos y etapas estrictamente necesarios para asegurar la selección objetiva de la propuesta más favorable. Para este propósito, se señalarán términos preclusivos y perentorios para las diferentes etapas de la selección y las autoridades darán impulso oficioso a las actuaciones. (…)

21 Difícilmente se puede creer que el desplome de la malla vial es únicamente en virtud a las lluvias de abril, mayo o junio; lo que sí da es la oportunidad de entender que el ordenador del gasto tiene su momento de “oro” para brillar en conformidad a su acción inmediata y diligente, haciendo uso o no según su discrecionalidad de estudios previos debido a la celeridad y economía procesal que demanda el estado del momento, y contratando a la diestra y a la siniestra sin ninguna imposición tipo, es decir, diseñando la necesidad a las anchas del contratista. (Maya Amador y otros, 2025, pp. 128-129).

22 Sociedad de abogados que publica artículos lsobre Derecho, en los que profesionales, especialistas, expertos y en general, destacados juristas confluyen en una página para exponer opiniones jurídicas desde el amparo de la ley, doctrina y demás fundamentos que dan veracidad y respaldo a las posturas. Link blog: https://jmayaabogados.blogspot.com/2024/06/no-hay-derecho-al-derhecho-cumplido.html.

23 Sobre el concepto de deslegalización contractual, véase cómo este se refiere a la pérdida sustantiva del principio de legalidad en la contratación pública, cuando los procedimientos formales se utilizan para encubrir prácticas que contradicen los fines del interés general. En este contexto, el contrato público deja de estar guiado por el derecho y se convierte en un mecanismo instrumental de captura de recursos, tolerado bajo una legalidad meramente aparente.

24 Artículo 41. Del perfeccionamiento del contrato - Ley 80 de 1993. Por la cual se expide el Estatuto General de Contratación de la Administración Pública.

25 Artículo 71. Todos los actos administrativos que afecten las apropiaciones presupuestales deberán contar con certificados de disponibilidad previos que garanticen la existencia de apropiación suficiente para atender estos gastos. (…) Decreto <Ley> 111 de 1996 - Por el cual se compilan la Ley 38 de 1989, la Ley 179 de 1994 y la Ley 225 de 1995 que conforman el Estatuto Orgánico del Presupuesto.

26 Ibidem.

27 Artículo 25. Del principio de economía. En virtud de este principio: 6o. (…) <Aparte tachado derogado por el artículo 32 de la Ley 1150 de 2007> - Ley 80 de 1993. Por la cual se expide el Estatuto General de Contratación de la Administración Pública.

28 Consejo de Estado. Sala de lo Contencioso Administrativo. Sala Plena. Sección Tercera. Consejero ponente: Jaime Orlando Santofimio Gamboa. Fecha: 19/11/2012. Radicación. 73001233100020000307501. 24897. Actor: Manuel RicardoPérez Posada. Demandado: Municipio de Melgar. Referencia: Acción de controversias contractuales (sentencia).

29 Ibidem.

30 “(…) por regla general, el enriquecimiento sin causa, que en nuestro derecho es un principio general, tal como lo dedujo la Corte Suprema de Justicia a partir del artículo 8° de la Ley 153 de 1887, y ahora consagrado de manera expresa en el artículo 8313 del Código de Comercio (…)”. Consejo de Estado. Sala de lo Contencioso Administrativo. Sección Tercera. Subsección B. Consejero ponente (E): Danilo Rojas Betancourth. Fecha: 19/11/2012. Radicación. 11001-03-26-000-2010-00062-00(39495). Actor: Empresa de Servicio Especial Escolar Escoturs Ltda. Demandado: Municipio de Puerto Boyacá. Referencia: Acción de reparación directa (auto).

31 Consejo de Estado. Sala de lo Contencioso Administrativo. Sala Plena. Sección Tercera. Consejero ponente: Jaime Orlando Santofimio Gamboa. Fecha: 19/11/2012. Radicación. 73001233100020000307501. 24897. Actor: Manuel Ricardo Pérez Posada. Demandado: Municipio de Melgar. Referencia: Acción de controversias contractuales (sentencia).

32 Consejo de Estado. Sala de lo Contencioso Administrativo. Sala Plena. Subsección B. Consejero ponente: Ramiro de Jesús Pazos Guerrero. Fecha: 29/10/2015. Radicación. 05001-23-31-000-1998-03680-01(29742). Actor: Diego Alberto Restrepo Peláez. Demandado: Municipios Asociados de Urabá. Referencia: Acción de controversias contractuales (apelación sentencia).

Como citar: Maya, A. J. (2024). El genocidio de una nueva era: la corrupción en la contratación pública. Advocatus, 21(43), 15-44. https://doi.org/10.18041/0124- 0102/a.43.13174