El cuidado de sí y la pedagogía en el periodo helenístico*
Reinaldo Giraldo-Díaz
Doctor en Filosofía, Universidad de Antioquia, Colombia. Magíster en Filosofía, Universidad del Valle, Colombia. Estudiante del Doctorado en Agroecología en la Universidad Nacional de Colombia Sede Palmira-Colombia. Ingeniero Agrónomo, Universidad Nacional de Colombia. Docente Investigador Universidad Nacional Abierta y a Distancia, Palmira-Colombia reinaldo.giraldo@unad.edu.co
Fecha de recepción: 25-10-2013
Fecha de aceptación: 20-12-2013
* Publicado originalmente como capítulo de libro en Cruz, Rosso y Aguilera (2008).
Cómo citar: Giraldo-Díaz, R. (2014). El cuidado de sí y la pedagogía en el periodo helenístico. Revista Criterio Libre Jurídico, 11(1), 103-121.
Resumen
En este artículo derivado de investigación, se considera la relación entre cuidado de sí y pedagogía en el mundo grecorromano. Metodológicamente, se estudian los ejercicios espirituales practicados por la escuela estoica, sobre todos los de Cicerón, Filón de Alejandría, Séneca, Epicteto y Marco Aurelio haciendo referencia a las otras escuelas filosóficas del período helenístico debido a que el precepto ocuparse de sí mismo (heautou epimelesthai) adquirió un alcance bastante general entre las distintas doctrinas filosóficas. Se encontró que el cuidado de sí toma la forma de una actitud, una manera de comportarse, un estilo de vida y desarrollándose en procedimientos, prácticas y recetas que se meditan, se perfeccionan y se enseñan. Se concluye que esta práctica de sí, al requerir de la mediación de un maestro, evidencia los ejercicios filosóficos en el orden de lo pedagógico y terapéutico como una manera de transformación del sujeto.
Palabras clave: Filosofía antigua, ascesis, estoicismo, cultura griega, modo de vida.
Care of itself and pedagogy in the hellenistic period
Abstract
This article derived from research, considering the relationship between self-care and education in the Greco-Roman world. Methodologically, spiritual exercises practiced by the Stoic school, on all Cicero, Philo, Seneca, Epictetus and Marcus Aurelius referring to the other philosophical schools of the Hellenistic period because the precept care of himself studied (heautou epimelesthai) acquired a rather general scope between different philosophical doctrines. It was found that self care takes the form of an attitude, a way of behaving, a lifestyle and developing procedures, practices and meditate recipes, perfected and taught. We conclude that this practice of the self, to require the mediation of a teacher, evidence philosophical exercises in the order of the pedagogical and therapeutic as a way of transforming the subject.
Keywords: Ancient philosophy, asceticism, Stoicism, Greek culture, way of life
Conta de si mesmo e da pedagogia no período helenístico
Resumo
Este artigo derivada da investigação, considerando-se a relação entre a auto-cuidado e educação no mundo greco-romano. Metodologicamente, exercícios espirituais praticadas pela escola estóica, em todos os Cicero, Philo, Seneca, Epicteto e Marco Aurélio, referindo-se às outras escolas filosóficas do período helenístico, porque o cuidado de si mesmo preceito estudados (heautou epimeleisthai) adquiriu um alcance bastante geral entre as diferentes doutrinas filosóficas. Verificou-se que o cuidado de si assume a forma de uma atitude, uma maneira de se comportar, um estilo de vida e desenvolver procedimentos, práticas e meditar receitas, aperfeiçoadas e ensinadas. Conclui-se que esta prática do self, para exigir a mediação de um professor, exercícios filosóficos pro-vas no fim do pedagógico e terapêutico como uma maneira de transformar o assunto.
Palavras-chave: Filosofia antiga, ascetismo, estoicismo, cultura grega, modo de vida.
1. Introducción
Ocuparse de uno mismo (heautou epimeleisthai) es un tema muy antiguo en la cultura griega, el cual apareció tempranamente como un imperativo altamente difundido. El tema de la inquietud de sí es consagrado por Sócrates, la épiméleia es el “principio filosófico que predomina en el modo de pensamiento griego, helenístico y romano. Sócrates encarna esta manera de filosofar cuando interpela a la gente de la calle o a los jóvenes del gimnasio y les dice: ¿te ocupas de ti mismo?” (Foucault, 1992, p. 33/34). La filosofía ulterior lo reanudó y lo colocó en el corazón de este “arte de la existencia” que pretende ser” (Foucault, 2001, p. 43). Este tema desborda su marco de origen, se separa de sus significaciones filosóficas primeras y se vuelve una práctica social ordenada sobre un verdadero “cultivo de sí”. En la épiméleia se distinguen tres fases: 1) el momento socrático-platónico, que representa la aparición de la épiméleia en la filosofía; 2) la edad de oro del cuidado de uno mismo o de la cultura de sí mismo (siglos I y II); y, 3) el paso de la ascesis filosófica pagana al ascetismo cristiano (siglos IV y V).
2. Desarrollo
En la primera fase, ocuparse de uno mismo equivale a la afirmación de una existencia ligada a un privilegio político. En el diálogo platónico Alcibíades, Sócrates exhorta a Alcibíades a que acceda al gobierno de sí mismo. Alcibíades está a punto de iniciar su vida pública y política. Desea hablar ante la gente y ser todopoderoso en la ciudad. Sócrates pregunta a Alcibíades por su capacidad personal y por la naturaleza de su ambición. Queda claro que Alcibíades no sabe nada de la ley, de la justicia o de la concordia. Sin embargo, para Sócrates no es demasiado tarde para ayudarle a sobresalir –a adquirir techné– Alcibíades debe proponérselo, debe preocuparse de sí. La necesidad de ocuparse de sí mismo está ligada al poder, Alcibíades muestra debilidad al someterse a los placeres y los deseos, por lo cual debe ocuparse primero de sí mismo para gobernar la ciudad.
Ocuparse de uno mismo está ligado al ejercicio del poder porque es algo que viene exigido y se deduce de la voluntad de ejercer un poder político sobre los otros, pues:
No se puede gobernar a los demás, no se pueden transformar los privilegios en acción política sobre los otros, en acción racional, si uno no se ha ocupado de sí mismo. La preocupación por uno mismo se sitúa entre el privilegio y la acción política; tal es el punto crucial en el que surge la propia categoría de épiméleia (Foucault, 1994, p. 42).
Si debo ocuparme de mi mismo es para convertirme en alguien capaz de gobernar a los otros y de regir la ciudad. En esta discusión sobre el Alcibíades de Platón Foucault aísla tres temas principales.
En primer lugar se encuentra la relación entre la preocupación de sí y la preocupación por la vida política; en segundo lugar está la relación entre el preocuparse de sí y la educación. Por último, se halla la relación entre preocuparse de sí mismo y conocerse a sí mismo. Estos tres temas se hallan en Platón y en el período helenístico; también cuatro o cinco siglos más tarde en Séneca, Plutarco, Epicteto y sus allegados. Aunque los problemas siguen siendo los mismos, las soluciones son bastante diferentes; en algunos casos, opuestos al sentido platónico. Así, en los períodos helenístico y romano estar preocupado de sí no es, exclusivamente, una preocupación para la vida política: “La preocupación de sí se ha convertido en un principio universal. Uno debe abandonar la política para ocuparse mejor de sí mismo” (Foucault, 1991, p. 66-67).
Una nueva forma de experiencia del yo se localiza en los siglos I y II o edad de oro del cuidado de uno mismo o de la cultura de sí mismo, cuando la introspección se vuelve cada vez más detallada. Ya ha tenido lugar holgadamente la disociación entre el cuidado de uno mismo y el cuidado de los otros.
Tal disociación es probablemente uno de los fenómenos más importantes de uno mismo y quizá en la historia de la cultura antigua. En todo caso es un fenómeno importante que conduce a que, poco a poco, la preocupación por uno mismo se convierta en un fin que se basta a sí mismo, sin que la preocupación por los otros se convierta en el fin último ni tampoco en el baremo que permita valorar la preocupación por uno mismo (Foucault, 1991, p. 67).
El sí mismo se convierte en el objeto definitivo y único de la preocupación por uno mismo, es una actividad que se centra únicamente en uno mismo, que no encuentra realización más que en uno mismo, en la propia actividad que uno ejerce sobre sí. En el cuidado de uno mismo “que estaba en Platón manifiestamente abierto a la cuestión de la Ciudad, de los otros, de la politeia, aparece, a primera vista, al menos en la época a la que me estoy refiriendo –los siglos primero y segundo- como encerrado en sí mismo” (Foucault, 1991, p. 68). En el período helenístico el cuidado de sí no es una preocupación para la política sino que se ha convertido en preocupación general.
El cuidado de sí mismo debe realizarse a lo largo de toda la vida, cuanto más temprano uno comience mucho mejor. El cuidado de sí se dirige al alma pero envuelve al cuerpo en una infinidad de preocupaciones de detalle. En Séneca se recomienda el retiro al campo, a la vida rural, pues la naturaleza hace propicio el contacto con uno mismo. No se trata de prepararse para la política, al contrario, se recomienda retirarse de la política para dedicarse al cuidado de sí mismo. Tampoco se trata de una preocupación sólo de los jóvenes, sino que se convierte en un arte de vivir para todos y a lo largo de toda la vida, el cuidado de sí es un modo de prepararse para cierta realización completa de la vida. La preocupación de sí es una manera de vivir para todos y para toda la vida y no es solo obligatoria para la gente joven interesada por su educación.
Aunque el conocimiento de sí desempeñe un papel importante en la preocupación de sí, implica también otras relaciones. En el cristianismo primitivo el cuidado de sí, en sentido socrático, está ausente, pues, se debe renunciar a sí mismo para acceder a su salvación. En el lento desarrollo del arte de vivir bajo el signo de la inquietud de sí:
Los dos primeros siglos de la época imperial pueden considerarse como la cúspide de una curva: una especie de edad de oro en el cultivo de sí, quedando entendido por supuesto que este fenómeno incumbe sólo a los grupos sociales, muy limitados en número, que eran portadores de cultura y para quienes una techné tou biou podía tener un sentido y una realidad (Foucault, 1994, p. 44).
En los períodos helenísticos y romanos la preocupación de sí no es exclusivamente una preparación para la vida política; sino un principio universal según el cual uno debe abandonar la política para ocuparse mejor de sí mismo.
Con los estoicos el cuidado de sí mismo se torna en un fin en sí mismo. El sí mismo se convierte en el objetivo del cuidado de sí mismo, por lo cual hay una autofinalidad, una actividad centrada en el sí mismo en el que se entiende la filosofía como una forma de espiritualidad donde predomina una cultura de uno mismo. En los estoicos, el conocimiento de la naturaleza era necesario para el cuidado de sí mismo, pues, uno no puede conocerse a sí mismo como es debido sino teniendo acerca de la naturaleza un punto de vista y situándonos en un mundo racional y tranquilizador. En relación con Platón los movimientos filosóficos del estoicismo, durante el período imperial, conciben de manera diferente la verdad y la memoria. Además, tienen otro modo para examinarse a sí mismo. Desaparece el diálogo y aumenta la importancia de la cultura del silencio, del arte de la escucha: “la tradición comienza durante el período imperial, donde vemos el comienzo de la cultura del silencio y del arte de la escucha más que el cultivo del diálogo, como en Platón” (Foucault, 1991, p. 68). Dentro de las técnicas estoicas del yo del estoicismo encontramos las cartas a los amigos y la revelación del yo; el examen de sí y de conciencia; la ascesis, no como una revelación del secreto del yo, sino un recordar: Para los estoicos la verdad no está en uno mismo, como ocurre en Platón, sino en la enseñanza de los maestros, de los logoi. Se memoriza lo que se ha escuchado para convertir las afirmaciones escuchadas en reglas de conducta. En el estoicismo ascesis no significa renuncia, sino dominio de sí obtenido no a través de la renuncia a la realidad, sino a través de la adquisición y asimilación de la verdad. La ascesis para el estoico no es renuncia sino dominio de sí. La ascesis no tiene su meta final en la preparación para otra realidad sino en el acceso a la realidad de este mundo, en adquirir una verdad, una verdad como êthos:
La palabra griega que lo define es paraskeuazo (“estar preparado”). Es un conjunto de prácticas mediante las cuales uno puede adquirir, asimilar y transformar la verdad en un principio permanente de acción. Aletheia se convierte en êthos. Es un proceso hacia un grado mayor de subjetividad (Foucault, 1991, p. 74).
El ejercicio ético puede hacerse durante un paseo, una caminata en la mañana, este ejercicio permite comprobar si uno vive conforme a la ley común para todos los dioses y todos los hombres. El control de las representaciones no significa descifrar sino recordar los principios de acción y, por lo tanto, percibir a través del examen de uno mismo si gobiernan la propia vida. La ascesis incluye ejercicios para ponerse a prueba a sí mismo, en situación de verificar si se es capaz de afrontar acontecimientos y utilizar los discursos de los que se dispone. Los dos polos de estos ejercicios fueron caracterizados por los griegos con los términos melete y gymnasia. Mientras que la primera es una experiencia que ejercita el pensamiento (meditatio), la segunda es un entrenamiento en situación real, así se haya inducido artificialmente.
Melete significa “meditación”, de acuerdo con la traducción latina meditatio. Este término tiene la misma raíz que epismel–sthai. “Melete es el trabajo que uno ha realizado con el fin de preparar un discurso o una improvisación pensando en términos y en argumentos que sean útiles” (Foucault, 1991, p. 74). El ejercicio más famoso de meditación es la praemeditatio malorum que practicaban los estoicos. Era una experiencia ética e imaginaria que consiste en pensar a la vez el acontecimiento futuro y presente. Una cuarta técnica en el examen de sí es la interpretación de los sueños, la cual, en la antigüedad jugaba un papel importante porque el contenido de un sueño anunciaba un acontecimiento futuro. Los estoicos utilizaban como una técnica del cuidado de sí la interpretación de los sueños. Eran bastante críticos y escépticos con respecto a la interpretación, sin embargo, era muy popular, era necesario enseñar a la gente a interpretar sus propios sueños, cada uno puede ser su intérprete. En el estoicismo, el sí mismo se convierte en el objetivo definitivo y único de la preocupación por uno mismo. La preocupación por uno mismo es la actividad que uno mismo ejerce sobre sí, “uno se preocupa de sí para sí mismo, y es en esta preocupación por uno mismo en donde este cuidado encuentra su propia recompensa” (Foucault, 1991, p. 68).
El cultivo de sí se puede describir, según Foucault, en cinco grados o modalidades. La epimeleia heautou, la cura sui es, primero, una conminación, una exhortación común en muchas doctrinas filosóficas. Se encuentra en los platónicos, los epicúreos, los estoicos: Albino, Epicúreo, Zenón, Séneca, Marco Aurelio, no dejan de recordar que no hay nada más urgente que ocuparse de sí. Sin embargo,
Que los filósofos recomienden preocuparse de uno mismo no quiere decir que ese celo esté reservado a aquellos que escogen una vida semejante a la de ellos, o que semejante actitud no sea indispensable sino durante el tiempo que se pasa junto a ellos. Es un principio válido para todos, todo el tiempo y durante toda la vida (Foucault, 1994, p. 47).
En segundo lugar, ocuparse de uno mismo no designa solamente una vaga preocupación, sino todo un conjunto de ocupaciones; es de epimeleia de lo que se habla “para designar las actividades del amo de casa, las tareas del príncipe que vela por sus súbditos, los cuidados que deben dedicarse a un enfermo o a un herido, o también los deberes que se consagran a los dioses o a los muertos. Respecto de uno mismo, igualmente, la epimeleia implica un trabajo” (Foucault, 1994, p. 49). Se trata, pues, de un conjunto de actividades como cuidar del cuerpo (dietas, ejercicios físicos sin exceso, satisfacción mesurada de las necesidades), meditar, las lecturas, los apuntes sobre los libros, el recuerdo de las verdades ya conocidas pero que es preciso mejorar su apropiación. También están las conversaciones con un confidente, con un amigo, con un guía o director; a lo cual “se añade la correspondencia en la cual expone uno el estado de su alma, solicita consejos, los da a quien los necesita” (Foucault, 1994, p. 50-51).
Alrededor del cuidado de uno mismo se desarrolla toda una actividad de palabra y de escritura, donde se enlazan el trabajo de uno sobre sí mismo y la comunicación con el maestro y los prójimos. La actividad consagrada a uno mismo no es una ocupación solitaria y egoísta, constituye una verdadera práctica social. En tercer lugar, la inquietud de sí está en estrecha correlación con el pensamiento y la práctica de la medicina. Filosofía y medicina se vuelven metáfora la una de la otra:
El punto al que se atiende en estas prácticas de uno mismo es aquel en que los males del cuerpo y del alma pueden comunicarse entre ellos e intercambiar sus malestares: allí donde los malos hábitos del alma pueden acarrear miserias físicas, mientras que los excesos del cuerpo manifiestan y alimentan los defectos del alma (Foucault, 1994, p. 56).
En cuarto lugar, ocuparse de sí implica una serie de técnicas para el conocimiento de sí. Todo un arte del conocimiento de sí se desarrolló con recetas muy precisas, con formas específicas de examen y ejercicios codificados. Por último, el objetivo de estas prácticas de uno mismo se caracteriza por el principio “completamente general” de la “conversión de uno mismo” de la epistrophé eis heauton (Foucault, 1994, p. 64). El concepto de épistrofè se encuentra en Platón como un alejarse de (las apariencias); volver sobre sí (para comprobar la propia ignorancia); realizar actos de reminiscencia; retornar a la patria ontológica (la de las esencias, de la verdad y del ser). Los estoicos transformaron la épistrofè en conversión. En la conversión se trata de liberarnos de todo aquello de lo que dependemos, que no controlamos, por lo cual, la práctica, la ascesis y el ejercicio recogen más importancia que el papel del conocimiento. Uno se debe ejercitar en algo que es uno mismo, es preciso deshacerse de todo lo que no es uno, pues, la relación con uno mismo constituye el término de la conversión y el objetivo final de todas las prácticas de uno mismo; pertenece a una ética del dominio.
El cultivo de sí aparece, pues, inicialmente, como tema filosófico, alcanza su edad de oro durante los siglos I y II de nuestra era y “perece” bajo la prescripción cristiana del renunciar a sí mismo. En el marco de esta historia del cultivo de sí se desarrollaron, en los primeros siglos de nuestra era, las reflexiones sobre la moral de los placeres “por ese lado es donde hay que buscar para comprender las transformaciones que pudieron afectar a esa moral” (Foucault, 1994, p. 66). Estas transformaciones no marcan una ruptura con la ética tradicional del dominio de sí, sino un desplazamiento, una inflexión y una diferencia de acentuación:
Estamos lejos todavía de una experiencia de los placeres sexuales en la que estos serán asociados con el mal, en la que el comportamiento deberá someterse a la forma universal de la ley y en la que el desciframiento del deseo será una condición para tener acceso a una existencia purificada. Sin embargo, puede verse ya cómo la cuestión del mal comienza a trabajar el tema antiguo de la fuerza, cómo la cuestión de la ley empieza a inflexionar el tema del arte y de la techné, cómo la cuestión de la verdad y el principio del conocimiento de uno mismo se desarrollan en las prácticas de la ascesis (Foucault, 1994, p. 67-68).
El período helenístico
En el período helenístico, la filosofía toma un camino inesperado en relación con la filosofía tradicional heredada de Platón y de Sócrates. De Platón se separa porque no hay una afición a la investigación independiente. De los socráticos porque rompe su incultura. El estoicismo y el epicureísmo nacen entonces como grandes dogmatismos que en nada se parecen a lo que les ha precedido. Consideran que el hombre no puede encontrar la felicidad sin concebir el universo como determinado por la razón humana, “las investigaciones acerca de la naturaleza de las cosas no tienen su fin en sí mismas, en la satisfacción de la curiosidad intelectual, sino que exigen también la práctica” (Brehier, 1992, p. 296). Además, estos grandes dogmatismos se caracterizan por una tendencia a la disciplina de escuela, “según la cual el nuevo filósofo no tiene que buscar lo que ha sido encontrado antes y la razón y el razonamiento sólo sirven para consolidar en él los dogmas de la escuela y darle una seguridad inquebrantable” (Brehier, 1992, p. 296).
El alcance y el valor de estos rasgos se debe, en gran parte, a la característica de los hombres que introducían estas novedades y a la forma como reaccionan ante las nuevas circunstancias históricas creadas por la hegemonía macedónica. Todos los estoicos conocidos del siglo III son metecos, lo cual significa que Atenas sigue siendo el centro de la filosofía pero que ninguno de los nuevos filósofos es ateniense, ni siquiera griego continental. Esto también muestra que los griegos dejaron de vivir en un relativo aislamiento, recibiendo y ejerciendo poca influencia de otros pueblos y pasaron a intercambiar poderes, costumbres y cultura, influyendo sobre los pueblos orientales, pero al mismo tiempo sujetos a las influencias orientalizantes. Se inaugura, por tanto, una nueva época de la historia universal debida a la expedición de Alejandro Magno, quien extiende la influencia griega por todo el mundo, desde Egipto hasta Samarcanda y Tashkent y también hasta el Indo.
La cultura griega se impone a partir de la muerte de Alejandro, siendo su lengua, bajo la forma de Koiné (xoivn) o dialecto común la que se impuso, haciendo desaparecer los dialectos locales en favor de esta lengua universal que es el órgano de la nueva cultura griega universal. Cuando Alejandro muere, las disputas de sus generales por su gran imperio terminan con la formación de tres grandes reinos: Macedonia, Alejandría y Antioquía. Es en este contexto de rompimiento de las estructuras políticas tradicionales, en el que se desarrolla la historia del estoicismo antiguo, Cleantes (264-232) y Crisipo (232-204).
Hacia el año 300, el chipriota Zenón, hijo de Mnaseo o Demeo, natural de Citio, de quien Diógenes Laercio (en adelante D. L.) dice que ladeaba la cabeza, era delgado de cuerpo, de mediana estatura y moreno de color (D.L. VII, 1), tenía las piernas gruesas y duras, pero de pocas fuerzas. Fue discípulo de Crates, luego de Estilpón y de Jenócrates por espacio de diez años. Cuando consulta el oráculo acerca de lo que debía hacer para conseguir una vida feliz, le respondió la deidad se asemejase a los muertos en el color, lo cual entendido, se entregó todo al estudio de los libros. Su unión con Crates fue de esta manera: habiendo comprado una porción de púrpura, conduciéndola de Fenicia a Atenas, naufragó junto al puerto de Pireo. Subió a la ciudad (era de unos veintidós de edad), se sentó en la tienda de un mercader de libros, y se puso a leer el libro II de los Comentarios de Jenofonte. Como la obra le gustase mucho, exclamó: “¿Dónde, dónde se hallan ahora estos hombres?». Pasaba a la sazón por allí Crates, y señalándoselo el librero, le dijo: sigue a ése”.
En estos primeros párrafos (2-5) del libro VII, Diógenes Laercio relata cómo Zenón se entrega a la actividad filosófica. La dedicación a la filosofía implica ruptura con su antigua vida, una renuncia a su actividad mercantil para consagrarse por entero a la vida teorética. Para García Gual en el relato de D. Laercio sobre la iniciación filosófica de Zenón se suman varios tópicos, pues, la vocación a la filosofía puede despertar de varias maneras: la enigmática recomendación de un oráculo, la lectura inolvidable de un libro conmovedor, el encuentro con un sabio maestro; y puede verse favorecida por alguna circunstancia azarosa. En este caso, el naufragio que deja a Zenón en el Pireo, sin sus mercancías de púrpura fenicia, le deja libre para el vagabundeo y el ocio. La pérdida de su nave, para Zenón, fue tanto un quebranto económico como una liberación. El joven fenicio se instaló en Atenas para el resto de su vida. Como meteco no podía adquirir terrenos en la ciudad, por lo cual dio sus lecciones en el «Pórtico pintado» o «Pórtico de las Pinturas», Stoa Poikíle. Este caso se sitúa de modo característico en los albores de la época helenística:
Este extranjero, que llega a Atenas para renovar la filosofía y recoge lo mejor de su tradición, es todo un símbolo de la apertura de lo helénico. Que sea un ex comerciante fenicio quien exhorte con su vida y sus palabras a la areté y a la sophrosyne en la metrópolis de la antigua Grecia no deja de ser sorprendente. Los atenienses comienzan a importar maestros de filosofía y de virtud (García-Gual, 1989, p. 59).
En la Antigüedad es en función del modo de vida que se practica en una escuela como el filósofo asiste a las lecciones de la schole de su preferencia. Hacia finales del siglo IV, como sostiene P. Hadot.
Casi toda la actividad filosófica se concentra en Atenas, en las cuatro escuelas fundadas respectivamente por Platón (la Academia), por Aristóteles (el Liceo), por Epicuro ( el Jardín) y por Zenón ( la Stoa). Durante casi tres siglos estas instituciones se mantendrán activas (Hadot, 1998, p. 112).
Estas escuelas se convirtieron en instituciones permanentes, carentes de personalidad jurídica, abiertas al público, donde la mayoría de los filósofos no perciben honorarios por enseñar, lo cual es cuestión de honor. Entre quienes frecuentan la escuela se distinguen los simples oyentes y los verdaderos discípulos. En cuanto a la escuela estoica se sabe que contaba con muchos alumnos y que el rey de Macedonia, Antígono Gonatas, iba a escuchar las lecciones de Zenón cuando residía en Atenas. Esto señala una evolución de la actitud de Atenas con respecto a la filosofía, la cual se ve claramente en el decreto con que los atenienses honraban a Zenón con una corona de oro y ordenaban construir para él una tumba a expensas de la ciudad.
Diógenes Laercio, en su Vida de los filósofos más ilustres, VII, 10, relata al respecto lo siguiente:
Siendo arconte Arrenidas, la tribu de Acamante en su quinta Prefectura, en la década última de Memacterión, y el día 23 del Magistrado, la Curia de los Presidentes Hipón, hijo de Cratísteles; Xumpeteón, y además de la Asamblea; Trasón, hijo de Trasón anaceense, decretaron diciendo: -«Por cuanto Zenón citeo hijo de Manseo, ha estado muchos años filosofando en la ciudad, y se ha portado a la virtud y templanza con sus lecciones a los jóvenes concurrentes a instruirse, proponiendo a todos su propia vida por el mejor modelo, siempre conforme a su doctrina. Fausto y feliz ha parecido al pueblo ensalzar a Zenón Citieo, hijo de Mnaseo, y honrado por ley con una corona de oro, por su mucha virtud y sabiduría, y construirle un sepulcro público en el cerámico. Para hacer la corona y edificar el sepulcro ya tiene el pueblo dada comisión a cinco ciudadanos atenienses». Este decreto sea grabado en dos columnas por mano de cuadratario público, y podrá poner la una en la Academia, y la otra en el Liceo. Los gastos de estas columnas los satisfará el administrador público para que todos sepan que el pueblo ateniense honra a los varones buenos tanto vivos como después de muertos. Para el edificio han sido comisionados Trasón anaceo, Filocles pireeo, Fedro anaflistio, Medón acarniense y Meicito simpaleteo.
Atenas rendía homenaje a Zenón por exhortar la juventud a la virtud y a la templanza, porque ofreció el modelo de una vida que armonizaba con sus discursos y con los principios que enseñaba. De aquí la indisoluble unión de las tres partes de su filosofía: Lógica, Física y Ética, en las que se distribuyen en los estoicos los problemas filosóficos, pues, no es posible, que el hombre de bien no sea el físico y el dialéctico, ya que solo actúa la pura razón, tanto en la naturaleza como en la conducta. Así, pues, filosofía significa modo de vida. Tanto las cuatro escuelas de filosofía mencionadas como el pirronismo propuesto por Pirrón, y el cinismo por D. Laercio, son modos de vida; sin embargo, estas dos últimas actitudes de pensamiento y de vida no adoptaban una forma institucional, ninguna de las dos tiene una organización escolar, ni dogmas. Para los escépticos (Sexto
Empírico. Adv. Mathem. VI, 37) el mundo no está construido armoniosamente. “Que el mundo esté dispuesto armónicamente, se muestra como mentira por diversos motivos, y, en segundo lugar, aunque fuera verdad, una cosa tal no tendría ningún valor para la felicidad, como tampoco la armonía en los instrumentos”. Para los cínicos no es necesario argumentar ni impartir enseñanza alguna, pues, su propia vida tiene por sí misma su sentido e implica toda una doctrina.
Lo que se observa es que cada escuela se define y se caracteriza por una elección de vida, por cierta opción existencial, “la filosofía es amor y búsqueda de la sabiduría, y ésta es precisamente cierto modo de vida. La elección inicial, propia de cada escuela, es pues la de cierto tipo de sabiduría” (Hadot, 1998, p. 116/117). En efecto, la sabiduría es definida en las escuelas helenísticas como un estado de perfecta tranquilidad del alma, por lo cual todas estas filosofías pretenden ser terapéuticas, ya que gracias a ellas se logrará la paz interior. El hombre debe, por tanto, hacer una elección filosófica fundamental, elección que cambiará radicalmente su manera de pensar y su modo de ser, pues, esta elección implica una correspondencia de la vida con el pensamiento. La filosofía reposa sobre una elección fundamental de vida. Para los epicúreos el placer, la carne, el cuerpo, mientras que en los estoicos es la ética, la voluntad de hacer el bien. Por eso hay una lucha con el cuerpo.
Para las escuelas dogmáticas, la terapéutica consiste en transformar los juicios de valor; para los escépticos en tratar de suspenderlos. Entre las dogmáticas se puede distinguir, por una parte, el epicureísmo para el cual la búsqueda del placer es lo que motiva toda la actividad humana. Por otro lado, se distinguen el platonismo, el aristotelismo y el estoicismo. Estas tres escuelas, que se vinculan con la tradición socrática, comparten una doble finalidad, la de formar ciudadanos y filósofos; la pretensión del sabio es la de convertir gente a la filosofía, formar gobernantes y buenos ciudadanos. Lo que intentan estas tres escuelas es la formación de un alto tipo de hombre, que se dirija y oriente con areté, es decir, que sea un hombre virtuoso, que aprende no sólo a gobernar, sino a gobernarse a sí mismo, pues, “la formación filosófica, es decir, el ejercicio de la sabiduría, está destinada a realizar plenamente la opción existencial” (Hadot, 1998, p. 118).
Bajo la influencia de esta doble finalidad la enseñanza adquiere una forma dialogada y dialéctica, a la que los estoicos agregan un eslabonamiento sistemático al presentar su doctrina. La finalidad del sistema es reunir condensadamente los dogmas fundamentales, y entrelazarlos por medio de una argumentación rigurosa, creando un conjunto coherente muy concentrado de los dogmas fundamentales, para obtener una mayor fuerza persuasiva, produciendo un efecto en el alma del oyente o del lector.
El epicureísmo y el estoicismo, tienen un carácter popular y misionero, puesto que las discusiones técnicas y teóricas son asunto de los especialistas, pueden resumirse para los principiantes y los avanzados en un pequeño número de fórmulas fuertemente entrelazadas, que son sobre todo las reglas de la vida práctica (Hadot, 1998, p. 122).
El modo de vida cínico rompe radicalmente con el mundo, rechaza aquello que los hombres consideran reglas elementales para vivir en sociedad, como la limpieza, la compostura, la cortesía. El cinismo es una ética de la apatía. La sabiduría de los cínicos consiste en ahorrarse ilusiones. Para los cínicos lo humano no cambia, lo que cambia es el ropaje que envuelve al hombre, le interesa construir un hombre natural. El cínico no tiene la ingenuidad de creer que domina el universo cuando es dueño de sí, pues, el hombre permanece como hombre, en su lugar, y no tiene la pretensión de salvar los límites que le han sido dados. Por eso, el cínico se libra de las obligaciones que impone la ciudad y que nunca ha escogido. En su propia ciudad se siente exiliado, su patria es el cosmos, en cualquier lugar del mundo se siente como en su casa. La elección fundamental de vida del estoicismo consiste en la exigencia del bien, dictada por la regla recta, la razón, y que trasciende al individuo, pues, lo único que depende de nosotros y que nada puede arrancarnos es la voluntad de hacer el bien, de actuar conforme a la naturaleza. Es ahí donde el hombre encuentra la libertad, la autarquía, la autodeterminación; por eso, solo el sabio es libre, porque sólo él sigue una vida conforme a la naturaleza, sólo él se conforma con el orden del mundo y con el destino, del cual no puede escapar, tomando consciencia de la situación del hombre.
El discurso filosófico del estoicismo, al constar de tres partes ligadas y relacionadas entre sí, forma un todo coherente, al cual se le denomina filosofía de bloque. Estas partes son: la Lógica, la Física y la Ética. Para los estoicos todo conocimiento tiene su origen en las impresiones recibidas por nuestros sentidos. El conocimiento parte de la impresión que un objeto real hace en el alma. Esta representación o imagen es análoga a la de un sello sobre la cera o a la alteración que produce en el aire un color o un sonido, y, además, es un primer juicio sobre las cosas que se propone el alma y al que ésta puede dar o negar su asentimiento (Brehier, 1992, p. 308). Las representaciones no dependen de la voluntad del hombre; sin embargo, su discurso interior enuncia y describe el contenido de esas representaciones, dando o no su asentimiento al enunciado. Si se equivoca, el alma cae en el error y tiene una opinión falsa; si acierta, tiene la comprensión del objeto correspondiente a la representación. Para que el asentimiento sea el adecuado y conduzca a la percepción, la imagen misma debe ser fiel, esta imagen fiel es la representación comprensiva, incapaz por sí misma de comprender o percibir, pero capaz de producir el asentimiento verdadero y la percepción (Brehier, 1992, p. 308).
Es en la posibilidad que el discurso interior enuncie y describa el contenido de las representaciones y en que el alma dé o no su asentimiento que se sitúa la posibilidad del error y de la libertad (Hadot, 1998, p. 148). La presencia de una imagen se acompaña siempre de un discurso interior. Este discurso interior enuncia el valor del objeto que provocó la fantasía. A estos enunciados da o no el hombre su asentimiento. Al lado de las cosas sensibles está lo que se pueda expresar por el lenguaje, es decir, lo expresable. La presencia de una imagen, por tanto, está acompañada de una palabra, una frase o una proposición. El mundo estoico se constituye así en un sistema de signos que el hombre debe descifrar, interpretar. El hombre es un intérprete del universo, pues, sólo él está dotado de razón y de lenguaje. El hombre reconoce la causa de sus representaciones y las enuncia en el lenguaje. Los errores de interpretación son siempre posibles, provienen del hombre y nunca ponen en duda la ciencia de los signos. Al mundo, en tanto que sistema de signos, corresponde un discurso interior, un sistema de representaciones que el hombre debe interpretar. Por eso, en el estoicismo decir imagen es decir lenguaje, palabra, discurso interior. El alma no capta las imágenes, sino las cosas; no se contenta con tener la imagen del objeto: el asentimiento prepara la percepción y la percepción capta el objeto. La sensación (aísthesis) es la fuente última de todo proceso cognoscitivo, esta se convierte en auténtica percepción cuando el alma forma una imagen (phantasía) del objeto exterior en cuestión. Ahí interviene el reconocimiento (katálepsis) por el que el alma da o no su asentimiento a la imagen representada (phantasía katáleptike).
Los estoicos no admiten más conocimientos que las realidades sensibles. No hay nada más allá de la realidad. La sensación es el criterio de verdad. Hay una imagen que se imprime en la parte central del alma. De esa imagen surge un discurso interior, un logos. No hay, pues, imagen sin palabra, sin lenguaje. De ahí que si el hombre no tiene un discurso interior no puede abrazar la realidad. Y para abrazar la realidad es necesario que este discurso lógico no sea sólo teórico, sino práctico (ejercicio espiritual), una práctica cotidiana del dominio del discurso interior, pues, es necesario vigilar el discurso interior para evitar errores y juicios de razonamiento que no dejan ver la realidad tal cual es. El universo estoico es por eso supremamente realista, porque no hay nada más allá de la realidad.
La física estoica tiene una finalidad ética, pues, vivir conforme a una regla de vida única y armoniosa, coherente consigo mismo, es hacerlo de conformidad con la Ley universal, con la naturaleza, con el cosmos. Los estoicos fundamentan en la naturaleza la posibilidad de la elección existencial. El himno a Zeus de Cleantes hace énfasis en una ley común que deben seguir los hombres y cuantos seres perecederos viven y se arrastran sobre la tierra. En la física estoica, el mundo está totalmente dominado por la Razón, todo está incluido en el orden universal, hay una actividad racional que todo lo somete a su poder. Esta razón, en tanto que obra, es un cuerpo, una acción que se ejerce sin reacción, es la acción de un cuerpo que penetra a otro y se encuentra en todas las partes de él, “el soplo material (π µ) que atraviesa la materia para animarla está dispuesto a convertirse en espíritu puro” (Brehier, 1992, p. 314). Este soplo, pneuma, o halito que penetra con su carácter vivificador toda la materia, dirige el conjunto de lo existente, es el principio divino de la physis, la fuente de la actividad universal, de la eterna energía cósmica (García-Gual & Imaz, 1986, p. 138). La acción de este pneuma inteligente y dinámico, es diferente en los distintos seres. En los inanimados es la fuerza de cohesión (hexis), en las plantas su naturaleza vegetativa (phýsis), en los animales el alma (psyché), que les proporciona la percepción sensible (aisthesis), la representación imaginativa (phantasía) y la impulsión motriz (hormé), a lo que se añade en el hombre la capacidad de raciocinio (logos).
La imagen del cosmos en el estoicismo consiste en un todo continuo, material, dotado de una tensión interna, cuyas distintas materias concretas, como el aire, el agua o la tierra, son transmutaciones de un fuego, soplo fogoso o calor vital que a lo largo de vastos procesos acaban por resolverse al final de largos y repetidos ciclos cósmicos a cuyo término engendra todos los seres. Esta imagen constituye la conflagración universal o reabsorción de todas las cosas para que el mundo vuelva a nacer nuevamente, renovado. Diógenes Laercio lo ilustra así:
Opinan que la naturaleza es un fuego artificioso que está en camino para la generación; o bien un espíritu ígneo y artificioso. Que el alma es sensitiva, y no es un espíritu innato; por tanto, es corpórea, permanente después de la muerte, y es corruptible. Pero que el alma del universo es incorruptible, de la cual son parte las de los animales. Zenón Citieo, Antípatro en sus libros Del alma, y Posidonio dicen que el alma es un espíritu cálido, pues por él respiramos y por él nos movemos. Cleantes dice que todas permanecerán hasta el incendio del mundo: pero Crisipo afirma que sólo las de los sabios. Que las partes del alma son ocho, a saber: los cinco sentidos, los principios seminales existentes en nosotros, la locuela y la raciocinación. Que nuestra visión se hace extendiéndose en figura de cono la luz que hay entre la vista y el objeto: así lo dice Crisipo en el II de los Físicos, y Apolodoro. La parte aguda del cono aéreo está junto al ojo; la base en el objeto mirado, haciéndose manifiesto lo que miramos extendiéndose el aire como por el báculo, (Laercio, s. f.).
El fuego artista es el principio activo del universo, contiene todas las cosas en él. Es idéntico a Dios, es obra de arte, artista al mismo tiempo que obra de arte, pues, la naturaleza en tanto que fuerza (dinamismo) se confunde con el artista y con la obra de arte, en tanto que resultado. De este principio activo nacen el aire, el agua, la tierra y el soplo (pneuma) divino.
Dicen que Dios es un animal inmortal, racional, perfecto, o inteligente en su felicidad, incapaz de recibir algún daño, y que gobierna próvida-mente el mundo y cuanto éste encierra; pero no tiene figura humana. Que es autor y criador del universo y como Padre de todas las cosas, ya en común, ya como parte del mismo universo que penetra por todo, y se llama con diversos nombres según sus fuerzas. Lo llaman ∆ια (Día), porque por él existe todo. Llámanlo también Ζηνα (Zena), porque es causa de todo viviente, o bien porque en todo viviente reside. `Αθηναν (Athenan) porque constituye su imperio en el aire. `Ηϕιστον (Hehaiston), porque lo tiene en el fuego artificial. Ποσειδϖνα (Poseidona) por tenerlo en el húmido o agua. Y ∆ηµητραν (Démetran), por tenerlo en la tierra (Laercio, s. f.).
El fuego artista es un cuerpo, una sustancia, un principio activo, materia y forma a la vez. Las manifestaciones de ese cuerpo son las cosas del universo. El fuego artista siempre está presente en el universo, es la condición misma del universo. El fuego artista es providencia y destino a la vez. El fuego artista contiene todas las cosas y el pneuma penetra todo, tomando su forma, “Poseidonios afirma que el dios es un soplo dotado de inteligencia e ígneo, sin tener forma y transformándose en lo que quisiera, llegando a ser semejante a todo” (Aetius, Placita, I.7.1.9). Si el mundo está contenido por un alma única es necesaria una simpatía cósmica (sympátheia tou pantós) entre sus componentes, una mezcla total (krásis di holôn), que permita que todo actúe con el mismo fin, de manera que todos los seres colaboren en la marcha del mundo. El mundo puede existir en el seno de un vacío infinito, limitado por el vacío exterior, pero en este mundo el vacío no juega ningún papel. Existe una simpatía universal, una armonía que es preciso aceptar y comprender para vivir conforme a la naturaleza, aceptando lo que ocurre en el orden del cosmos. El destino, por tanto, en el estoicismo, no es algo trágico o misterioso. Su designio se dirige tanto a lo conducente como a lo deleitable.
Que todas las cosas se hacen según el hado o destino, lo dice Crisipo en sus libros Del hado, Posidonio en su libro II Del hado, y Boeto también en el libro XI Del hado. El hado es el principio u origen de una serie de cosas, o la razón según la cual es gobernado el mundo. Dicen que la divinación es superior a cualquier otra cosa, y aún quieren sea providencia. Prueban que es arte, por algunas predicciones verificadas: así lo escriben Zenón y Crisipo en el libro II De la divinación, Atenodoro y Posidonio en el libro XII de sus Discursos físicos, y en el V De la divinación (Laercio, s. f.)
La Ética deriva de estas consideraciones, pues, el sabio es quien vive de acuerdo con el orden del mundo y por ello sólo él es libre, tiene la potestad de obrar por sí, nunca vive solo porque está acompañado de la naturaleza (D. L., 84, 85), posee todas las virtudes, porque el que posee una las posee todas (D. L., 87). El estoicismo tiene, pues, un sentido que se dirige a la orientación de la conducta ética. Por eso, se considera la Física como una entrada, una iniciación, a la Ética, pues, la energía siempre viviente que es este mundo permite al hombre que toma consciencia del logos del que participa, un impulso real para la acción (García-Borrón, 1987 p. 211). La Física engendra la Ética porque el hombre es un actor en el escenario de la naturaleza. Vivir conforme a la naturaleza es el fundamento de la racionalidad de la acción humana. Para situarse y conocerse es preciso conocer qué es el mundo. La Física es vivida porque es virtud e implica ejercicios filosóficos prácticos. Todo sucede por la Razón universal, la voluntad de Dios o el destino, así implique mutilación o pobreza, pues, de lo que se trata es de seguir la regla recta del cosmos, contemplar y gozar del mundo tal cual es. Se trata de acomodar el comportamiento individual a la ley que rige el universo.
La razón es la guía segura de la praxis humana. El hegemonikón o guía interior escoge la conducta apropiada a la constitución racional del hombre. En este sentido, la sabiduría y la felicidad son una meta, una obligación natural. Lo propio del ser humano es la virtud y lo impropio es el vicio. Vivir en armonía con el universo es una aspiración que debe perseguir el hombre. Para ello debe renunciar a las pasiones, no dejarse llevar por ellas, y encontrar en sí un equilibrio paralelo al del mundo, pues, vivir conforme con uno mismo es vivir conforme a la Ley natural común. La felicidad consiste, por tanto, en atenerse a lo razonable, lo cual es virtuoso y no depende de los otros ni de otra cosa, ya que sólo la conducta correcta, es decir, actuar conforme con la regla recta, racional, asegura la autarquía, la autosuficiencia. Todo lo demás es indiferente, como la vida, la salud, el honor, las posesiones y el placer.
Por tanto, será bueno sólo aquello que dependa de nosotros (tá ep´ hemín) e indiferente lo que no. Lo único que depende de nosotros es nuestra intención moral, el sentido que damos a los hechos, la buena voluntad y no el éxito. Por eso, hay que realizar un ejercicio constante sobre lo que no tiene valor moral, sobre lo que no depende de nosotros. Es preciso hacer un esfuerzo, un trabajo, para eliminar los juicios de valor que no dependen de nosotros.
El hombre tiene la libertad de elaborarse, de transformarse, la posibilidad de perfeccionarse, de cambiar el asentimiento, el discurso interior, la interpretación que hace de los hechos. Hay una historia de esa elaboración, un hilo entre lo que el hombre fue y lo que es. Esa marcha triunfal del espíritu es posible porque hay pasiones. El hombre elige lo mejor, que es vivir conforme a la naturaleza, y persevera en ello. Este ejercicio sólo termina cuando la interpretación deja de existir, es decir, cuando estamos en presencia del sabio, del arte máximo, pues, el filósofo que se vuelve sabio es el artista por excelencia. En el ejercicio de la sabiduría hay una correspondencia total con el universo. Sin esta concordancia o consonancia entre todas las partes del universo, es decir, sin la simpatía, el hombre no tendría posibilidad de imitar al universo. Hay arte humano, porque hay arte divino: no se puede pensar en un sabio estoico que no sea artista.1 La sabiduría permite al sabio participar sin esfuerzo en las bellas artes. El sabio puede reproducir los efectos de las diferentes artes sin practicar las distintas ramas artísticas. El sabio es perfectamente virtuoso, artista y obra de arte al mismo tiempo. La virtud es un arte que resulta del ejercicio de una serie de pensamientos, de la capacidad de enfrentarse con las pasiones, de liberarse de ellas. La virtud basta para la dicha. La virtud en este sentido es excelencia, lo que hace de cada vida una obra de arte y fuente de felicidad. El sabio es por naturaleza libre, es libre en la medida en que, como el universo, se basta a sí mismo. La autarquía es una disposición habitual que se contenta con lo indispensable y que por sí misma procura lo que es necesario para la vida.
La libertad consiste en abrazar estrechamente la realidad, en contemplar el orden divino del cosmos, el momento presente con todo lo que contiene, cogerlo y volverlo a colocar en la cadena providencial de las causas. El acto del sabio coincide con la Razón universal presente en todas las cosas y en armonía con ella misma, por lo cual está libre de toda perturbación, en la independencia y tranquilidad interna (García-Borrón, 1987, p. 219). Este ideal estoico de la autosuficiencia se asocia con la orientación natural del hombre a la vida social (koinonikós phýsei). El hombre es ciudadano de la comunidad humana universal, de la comunidad de los racionales. El hombre es ciudadano del kósmos. Tanto lo humano como lo divino coexisten en el cosmos. No hay normas humanas fuera del cosmos sino una única ley legítima universal, producto de la Razón natural. En su himno a Zeus Cleantes menciona esta ley común que deben obedecer los hombres para vivir con bien:
Kúdist’ ŠJanátwn, poluÓnume pagkratèV aŒeí, Zeû júsewV Šrchgé, nómou méta pánta kubernôn, caîre@ sè gàr kaì pâsi JémiV Jnhtoîsi prosaudân. ‹k soû gàr genómesJa Jeoû mímhma lacónteV moûnoi, œsa zÓei te kaì šrpei JnÉt’ aŒèn gaîan@ tÏ se kaJumnÉsw kaì sòn krátoV aŒèn Šeísw. Soì dÈ pâV œde kósmoV ƒlissómenoV perì gaîan peíJetai Õ ken §gËV, kaì ƒkÒn †pò seîo krateîtai@ toîon ¨ceiV †poergòn ŠnikÉtoiV ‹nì cersìn ŠmjÉkh puróent’ aŒeizÓnta keraunón@ toû gàr †pò plhgÎV júsewV pánt’ ¨rga bébhken, Ö sù kateuJúneiV koinòn lógon, £V dià pántwn foitÍ mignúmenoV megálÌ mikroîV te jáessin † ˆV tóssoV gegaÒV patoV basileùV dià pantóV.† oædé ti gígnetai ¨rgon ‹pì cJonì soû díca, daîmon, o«te kat’ aŒJérion Jeîon pólon, o«t’ ‹nì póntÌ, plÈn …pósa ‰ézousikakoì sjetéraisin ŠnoíaiV. Šllà sù kaì tà perissà ‹pístasai §rtia Jeînai, kaì kosmeîn t§kosma, kaì oæ jíla soì jíla ‹stín. Àde gàr eŒV ¡n pánta sunÉrmokaV ‹sJlà kakoîsin, ŸsJ’ šna gígnesJai pántwn lógon aŒèn ‹ónta@ £n jeúgonteV ‹ôsin œsoi Jnhtôn kakoí eŒsin, dúsmoroi, o› t’ ŠgaJôn mèn Šéi ktêsin poJéonteV o«t ‹sorôsi Jeoû koinòn nómon o«te klúousin, Ö ken peiJómenoi sùn nÏ bíon ‹sJlòn ¨coien@ aætoì d’ aÃJ’ …rmôsin §noi kakòn §lloV ‹p’ §llo, o¢ mèn †pèr dóxhV spoudÈn dusériston ¨conteV, o¢ d’ ‹pì kerdosúnaV tetramménoi oædenì kósmÌ, §lloi d’ eŒV §nesin kaì sÓmatoV ‡déa ¨rga ‹................................› ‹p’ §llote d’ §lla jérontai, speúdonteV mála pámpan ‹nantían tônde genésJai. §lla Zeû pándwre kelainejèV Šrgikéraine, ŠnJrÓpouV ‰úou ‹mèn› ŠpeirosúnhV Špò lugrêV, ¥n sú, páter, skédason yucêV §po, dòV dè kurêsai gnÓmhV, Õ písunoV sù díkhV méta pánta kubernÍV, ªjr’ µn timhJénteV ŠmeibÓmesJá se timÎ, †mnoûnteV tà sà ¨rga dihnekéV, ˆV ‹péoike Jnhtòn ƒónt’, ‹peì o«te brotoîV géraV §llo ti meîzon o«te JeoîV, º koinòn Šeì nómon ‹n díkË †mneîn.
Gloriosísimo entre los inmortales, de muchos nombres, siempre todopoderoso Zeus, conductor de la naturaleza, gobernando con ley todas las cosas, salud: es justo que a ti cualquier mortal te invoque. En efecto, de ti nacimos, habiéndosenos asignado ser imágenes de dios, únicos, en todo lo que vive y se arrastra sobre la tierra; por eso te cantaré constantemente y tu poder siempre alabaré. Ciertamente a ti, todo este orden, girando en torno a la tierra, te obedece, de la manera que rijas, y voluntariamente es dominado por ti; así tienes, útil, en tus invencibles manos, el ardiente y siempre viviente rayo de doble filo; pues por su golpe todas las obras de la naturaleza han sucedido; con él, tú rectificas la razón común, la cual a través de todo avanza, mezclando las luces pequeñas con la grande... ~ cuán grande te has hecho supremo rey a través de todo ~ Ninguna obra surge sobre el suelo sin ti, dios, ni en la etérea bóveda divina, ni en el mar, excepto todas las cosas que ejecutan los malvados por sus insensateces. Pero tú sabes hacer proporcionado lo excesivo y ordenar lo desordenado, y lo no querido, para ti es querido. Pues de esta manera has ajustado todas las cosas en una sola, lo bueno con lo malo, de manera que la razón de todo resulta ser siempre una sola; a la cual rehuyendo renuncian todos los que de los mortales son malvados, desdichados, y quienes siempre están deseando la posesión de los bienes ni observan la ley común de dios, ni la escuchan, obedeciendo a la cual tendrían una vida buena junto con intelecto; ellos, por el contrario, se lanzan insensatamente al mal uno contra otro, unos, por la fama, teniendo un afán ineluctable, otros, por astucias, dirigidos a ningún orden, otros hacia el desenfreno y hacia las obras placenteras del cuerpo de aquí para allá son llevados apresurándose muchísimo por que suceda lo contrario. Pero Zeus, generoso, que cubres el cielo de nubes negras, el de rayo fúlgido, ampara a los hombres de la deplorable inexperiencia, a la cual, tú, padre, dispersa, y concede que obtengamos juicio, en el cual confiado tú gobiernas todo con justicia, para que, habiéndote honrado, seamos recompensados con honra, cantando tus obras perpetuamente como conviene que el mortal esté, puesto que ningún otro don para los mortales hay más grande ni para los dioses, que cantar siempre en justicia la ley común (texto original en griego y traducción en Molina, 2011, p. 176-177).
Esta ley divina universal, que deben reverenciar los seres que se guían por la razón, debe ser seguida por los hombres para no caer en la ignorancia, pues, el conocimiento sirve para gobernar con justicia; el sabio reprimirá los vicios e incitará a las virtudes y será el único ser verdaderamente libre porque sólo él obedece la ley divina y se halla acorde con la razón del mundo. El sabio estoico no sólo es libre sino también rey, siendo el reinar un mando a nadie dañoso, que existe sólo entre los sabios (D. L., 84). El sabio estoico es el verdadero ciudadano, el verdadero pariente, el verdadero amigo y el verdadero hombre libre.
Los hombres deben obedecer esta ley común de Dios, esta razón siempre existente y que a todo trasciende, pues, quien se aparte de esta ley se dirigirá con locura y desmesura. Los estoicos, debido a esta creencia en una ley universal que gobierna tanto a los hombres como a los dioses, renuncian a cualquier intento de modificar la situación histórica concreta, por lo que se considera como una ideología reaccionaria y conservadora, pues, el hombre que desea vivir con bien debe obedecer la ley universal, pues, todo acto conforme a la naturaleza, a la ley común de Dios, es un acto bueno, lo cual pone de manifiesto un cierto tipo de conducta moral que consiste en orientarse por la ley común de Dios.
Al admitir y postular esta única Ley universal que rige tanto a los dioses como a los hombres, los estoicos se representan una constitución o régimen ideal para todos los hombres, que consiste en no vivir en ciudades ni países separados unos de otros por leyes particulares, sino que se debe considerar a todos los hombres como compatriotas y conciudadanos, pues hay un solo mundo y un ordenamiento con arreglo a una ley común (Sevilla, 1991).
Ejercicios espirituales y conversión
Zenón concitaba a sus discípulos a cuidar del alma propia. Este precepto en el siglo I, lo repetirá Musonio en una Sentencia citada por Plutarco: “Aquellos que quieran salvarse deben vivir cuidándose sin cesar” (Musonio Rufo, Fragmentos, 36 (ed. Hense); cit. por Plutarco, De ira, 453d. En adelante las citas, incluida esta, son tomadas de Foucault, 1994. Se conservan del original para dar una ideal completa al lector del artículo y no perder la fuente de donde se han tomado).
En Séneca, el tema de la aplicación a uno mismo ocupa también un lugar muy importante, al punto que considera que para uno aplicarse a sí mismo debe renunciar a otras preocupaciones para quedar vacante para sí mismo (sibi vacare) (Séneca, Cartas a Lucilio, 17, 5; De la brevedad de la vida, 7, 5.). Esta “vacancia”, como actividad libre que es, toma la forma de una actividad múltiple que exige que se pierda tiempo y que no se escatime esfuerzo para “hacerse a uno mismo”. Se formare (Séneca, De la brevedad de la vida, 24, 1.), sibi vindicare (Séneca, Cartas a Lucilio, i, 1), se facere (Ibíd., 13-1; De la vida bienaventurada, 24, 4), se ad studia revocare (Séneca, De la tranquilidad del alma, 3, 6), sibi applicare (Ibid., 24, 2), suum fieri (Séneca, Cartas a Lucilio, 75, 118), in se recedere (Séneca, De la tranquilidad del alma, 17, 3; Cartas a Lucilio, 74,29), ad se recurrere (Séneca, De la brevedad de la vida, 18, 1), secum morari (Séneca, Cartas a Lucilio, 2, 1). Séneca designa las formas diferentes que deben tomar la inquietud de sí y la prisa con que trata uno de alcanzarse a sí mismo (ad se properare) (Ibíd., 35, 4).
Marco Aurelio en sus soliloquios insiste en la misma prisa por ocuparse de sí mismo: ni la lectura ni la escritura deben demorar más el cuidado directo que debe uno tomar de su propio ser:
No vagabundees más. No estás ya destinado a releer tus notas, ni las historias antiguas de los romanos y de los griegos, ni los extractos que reservabas para tu vejez. Apresúrate pues hacia la meta; di adiós a las vanas esperanzas, acude en tu ayuda si te acuerdas de ti mismo (sautói boéthei ei ti soi melei sautou), mientras todavía es posible (Marco Aurelio, Pensamientos, III, 14).
Epicteto es quien realiza la más alta elaboración filosófica de este tema al definir al ser humano, en las Conversaciones, como el ser que ha sido confiado a la inquietud de sí (Epicteto, Conversaciones, I, 16, 1-3). El hombre debe velar por sí mismo; para este fin Zeus lo ha dotado de razón; la razón no es sustituta de las facultades naturales ausentes, pero le permite valerse, cuando es preciso y como es preciso (Ibid., I, 1, 4). De esta manera, Zeus le ha dado la posibilidad y el deber de ocuparse de sí. Este privilegio –deber o don– le asegura al hombre la libertad de tomarse a sí mismo como objeto de su propia aplicación: Zeus “no sólo te ha creado, sino que además te ha confiado y entregado a ti solo” (SPANNEUT, M, „Epiktet“, en Reallexikon für Antike und Christentum).
Aunque son los filósofos los que recomiendan el cultivo de sí, la preocupación de sí no es exclusiva de ellos. Es un principio válido para todos, todo el tiempo y durante toda la vida. Apuleyo y Plinio recalcan que a lo largo de la existencia el cuidado que se toma de sí mismo es el objeto más importante del que hay que ocuparse (Plinio, Cartas, I, 10). No hay edad para ocuparse de sí. Epicuro sostenía que
No es nunca ni demasiado pronto ni demasiado tarde para ocuparse de la propia alma. Aquel que dice que el tiempo de filosofar no ha llegado todavía o que ha pasado ya, es semejante a aquel que dice que el tiempo de la felicidad no ha llegado todavía o que ya no existe. De tal suerte que deben filosofar el joven y el viejo, éste para que al envejecer sea joven en bienes por la gratitud de las cosas que fueron, aquél para que, siendo joven, sea al mismo tiempo un anciano por su ausencia de temor al porvenir (Epicuro, Carta a Meneceo, 122).
Michel Foucault nos recuerda que esta preocupación de sí para los griegos no requiere simplemente una actitud general, una atención difusa. No significa simplemente una preocupación, sino todo un conjunto de ocupaciones, es de epimeleia de lo que se habla para designar las actividades del amo de la casa, las tareas del príncipe que vela por sus súbditos, los cuidados que deben dedicarse a un enfermo o a un herido, o también los deberes que se consagran a los dioses o a los muertos.
Respecto de uno mismo, el cultivo de sí implica tiempo y trabajo. Es necesario definir la parte de la jornada o de la vida que se debe dedicar a sí mismo. No hay una sola fórmula; se puede reservar el día, la noche o la mañana. Séneca, Epicteto y Marco Aurelio hacen referencia a esos momentos que deben dedicarse a volverse sobre uno mismo. Tal preocupación por sí mismo no es, sin embargo, una tarea aislada, no es un ejercicio solitario. Constituye una práctica social. Existen unos ejercicios comunes que permiten, en el cuidado que uno toma de sí mismo, recibir ayuda de los demás. La aplicación a uno mismo tiene como soporte social (aunque no sólo el único), en el período helenístico, la existencia de las escuelas, de la enseñanza y de los profesionales de la dirección de las almas.
Durante el tiempo que uno dedica a sí mismo debe realizar ejercicios, tareas prácticas y actividades diversas, como cuidar del cuerpo, de la salud, ejercicios físicos sin exceso, meditar, leer, tomar notas de los libros o de las lecciones de los maestros, rememorar las verdades o los dogmas de la escuela. El objetivo de estas prácticas de sí, a través de las diferencias que representan, se caracteriza por el principio general de la conversión de uno mismo.
3. A manera de conclusión
La conversión es una trayectoria, un progreso del espíritu, mediante la cual uno se libera de las ataduras y servidumbres y se alcanza a sí mismo. En este proceso de conversión los maestros juegan un papel importante. Sólo los maestros, consejeros de la existencia, pueden decirnos cómo comportarnos y proporcionarnos, en relación con la vida privada, los comportamientos familiares y políticos, consejos circunstanciales: Los maestros se integran al modo de ser cotidiano de sus discípulos, a los que deben orientar a una vida dichosa y autónoma mediante una serie de consejos. Esta relación cesa en el momento en el que el discípulo encuentra la vía de acceso a esa vida.
Los maestros se problematizan, en relación con sus discípulos, acerca del decir: qué decir, cómo decirlo, siguiendo qué reglas, qué procedimientos técnicos y a partir de qué principios éticos (Foucault, 1994, p. 98). Michel Foucault sitúa la noción de paresia en el corazón de esta cuestión. La paresia se refiere tanto al ethos como al procedimiento técnico requerido para la transmisión del discurso. Aunque la palabra paresia etimológicamente significa decirlo todo, implica más bien la franqueza, la libertad y la apertura necesarias para decir lo que hay que decir, como se quiere decir, cuando se quiere decir y bajo la forma que es. La paresia no es contenido (la verdad), sino reglas de prudencia y habilidad; la paresia se percibe en el maestro que habla, en la coherencia entre su vida y su discurso. El maestro debe atenerse a lo que se compromete en su discurso, es un hablar franco, libre, sin reglas ni procedimientos retóricos. La paresia modifica el modo de ser del sujeto, lo cualifica transfigurándolo; provoca efectos capaces de afectar la existencia de quien enuncia la verdad y de quien la escucha. En el período helenístico la paresia es una práctica, una función constante, que implica la escogencia de una forma de vida. Se trata de un pacto consigo mismo que conlleva una práctica de sí que se traduce en un arte de la existencia, en una estética de la existencia y en una vida de buen gusto.
Referencias bibliográficas
Notas:
1 El arte imita a la naturaleza, se confunde con la naturaleza, con la divinidad y con la razón. La obra de arte más hermosa es el universo El tonos es el modo de acción del pneuma. Se define como un movimiento del soplo divino que penetra al mundo en sus partes menores. Esa tensión interior, el proyecto del estoico, asegura la unidad del todo y da a los seres individuales su coherencia.