Principio de integración y bloque de constitucionalidad: Política pública de convivencia y respeto universal por la dignidad humana*
Yesid Echeverry-Enciso
Candidato a Doctor en Ciencias Jurídicas por la Universidad Católica de Argentina. Sociólogo y Magister en Filosofía, Universidad del Valle, Colombia. Abogado, Universidad de San Buenaventura, Cali, Colombia. Profesor del Departamento de Estudios Jurídicos de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Icesi, Cali, Colombia. echeverryyesid@hotmail.com
Fecha de recepción: Julio 30 del 2014
Fecha de aceptación: Agosto 20 del 2014
*Este artículo de reflexión es un producto del proyecto de investigación “El control constitucional y la política criminal en los estados de excepción: Colombia 1991-2000”, suscrito en la línea de investigación “Dogmática penal y criminología”, del Grupo de Investigación Precedente, de la Universidad Icesi.
Cómo citar: Echeverry-Enciso, E. (2014). Principio de integración y bloque de constitucionalidad: Política pública de convivencia y respeto universal por la dignidad humana. Revista Criterio Libre Jurídico, 11(2), 79-102.
Resumen
En este artículo se propone dar cuenta del control que realiza la Corte Constitucional a las leyes aprobatorias de tratados internacionales que versan sobre derechos humanos, con especial incidencia en materia penal. De conformidad con el artículo 93 del estatuto superior, este control es un requisito para la inserción de la legislación externa al compendio de la normatividad jurídica interna y en el mismo se resalta el papel de la dignidad humana en el proceso de integración. Para ello se determinará el rol de la jurisdicción constitucional en Colombia –desde su creación en 1991, hasta la expedición del Código Penal en 2000– en la construcción de una política criminal que, a manera de directrices y límites, ha perfilado tanto el accionar del legislador como el del Ejecutivo frente a la prevención y control del delito.
Palabras clave: Bloque de constitucionalidad, principio de integración, derechos humanos, derecho internacional humanitario.
Integration Principle and Constitutionality Block: Public Policy of Coexistence and Respect for Universal Human Dignity
Abstract
The purpose of this essay is to account for the control that the Constitutional Court performs over the laws that approve international treaties dealing with human rights, with special emphasis on criminal matters. According to Article 93 of Constitution, this control is a requirement for the inclusion of foreign law into the compendium of domestic legislation, giving prevalence to the role of human dignity. For this, the role of constitutional jurisdiction in Colombia in the construction of a criminal policy will be examined, from its creation in 1991 until the enforcement of the Criminal Code in 2000. Said policy, in the form of guidelines and limits, has shaped the actions of both the legislative and executive powers regarding crime prevention and control.
Keywords: Block constitutionality principle of integration, human rights, international humanitarian law.
Princípio da integração e bloco de constitucionalidade: A política pública de convivência e respeito universal pela dignidade humana
Resumo
Este artigo pretende explicar a fiscalização pelo Tribunal Constitucional às leis que aprovam os tratados internacionais relativos aos direitos humanos, com inci-dência especial em matéria penal. Em conformidade com o artigo 93º do estatuto acima, este controle é um requisito para a inclusão de compêndio legislação externa de normas legais nacionais e, ao mesmo o papel da dignidade humana no processo de integração é destacada. Para isso, o papel da jurisdição constitucional na Colômbia-desde a sua criação, em 1991, será determinado, até a emissão do Código Penal em 2000 na construção de uma política criminosa que, por meio de diretrizes e limites, delineou tanto as ações de legislador e do executivo contra a prevenção eo controlo da criminalidade.
Palavras-chave: Bloco de constitucionalidade, princípio da integração, direitos humanos, direito internacional humanitário.
1. Introducción
El propósito y alcance de esta investigación tiene que ver con el control que ejerce el máximo tribunal constitucional a las leyes aprobatorias de tratados internacionales al examinar, formal y materialmente, tanto el contenido del tratado como su ley aprobatoria. Prerrogativa constitucional que se realiza de manera automática y se notifica, erga omnes, a través de Sentencias en las que va fijando una serie de parámetros de obligatorio cumplimiento y, que en el caso de estudio, obran como verdaderos marcos institucionales que forjan el derrotero de una política pública en materia criminal.
De acuerdo con los anteriores parámetros, este trabajo iniciará con un pequeño bosquejo sobre el principio de integración y bloque de constitucionalidad como mecanismo de inclusión al derecho interno de las normas consuetudinarias internacionales y del derecho internacional convencional; continuará con un breve análisis de aspectos como el origen del bloque de constitucionalidad, su importancia en el derecho procesal y sustancial penal, la relación con los diversos tratados de derechos humanos y su justificación en el marco de una sociedad internacional con aspiraciones de universalidad ética y jurídica, como se desprende de la cantidad de tratados internacionales y convenciones sobre derechos humanos, tanto en el sistema universal de protección como en el de los Estados, que dan cuenta de una tarea, cada vez más cercana, de encontrar medidas de convivencia y respeto universal por la dignidad de la persona humana.
Posteriormente, abordará lo referente al auge y desarrollo del derecho penal internacional, donde se estudiarán temas como los tribunales internacionales ad hoc, la Corte Penal Internacional y su relación con la jurisdicción interna. Por último, desarrollará la línea jurisprudencial de la Corte Constitucional en materia de control constitucional de leyes aprobatorias de tratados internacionales y mostrará su relevancia en la construcción de una política criminal y su papel en la integración de las normas del DIH y DD. HH. al ordenamiento interno, donde se recogen los temas anteriormente tratados desde una perspectiva jurisprudencial.
Lo anterior permite pensar que aquella vieja aspiración kantiana de encontrar una prueba que demuestre el progreso de la humanidad hacia un futuro más racional y regulado por principios de validez universal está cada vez más cercana. Las convenciones internacionales sobre derechos humanos que reconocen la libertad de las personas y la inviolabilidad de la dignidad humana serían para Kant el hecho que prueba el avance de la humanidad hacia un mundo moral más justo (Kant, I., 1994). Para este autor, la naturaleza tiene un fin que lleva al hombre hacia un futuro moral conforme a los postulados de la razón universal; es decir, hacia la libertad y la paz, metas perseguidas por las convenciones sobre derechos humanos.
Pues bien, esa serie de tratados internacionales que se reconocen e integran a nuestra legislación se constituyen en verdaderos límites de las actuaciones no solo de las autoridades legítimamente constituidas sino también de los actores armados que, cada día, se ven forzados a acatar estas convenciones bajo la presión de que se anulen los acuerdos de indulto o amnistías logrados si se desconocen claros principios del derecho internacional. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sentado este precedente en los casos de Perú,1 Argentina (Gargarella, R., 2008), Chile y Nicaragua, lo que obliga a nuestros gobiernos a ser muy cautelosos en la concesión de beneficios o leyes de punto final frente a los perpetradores de crímenes de lesa humanidad o de guerra. De ahí la importancia y necesidad de estudiar la integración de las convenciones sobre derechos humanos a las legislaciones propias de cada Estado.
2. La integración del derecho penal internacional y el bloque de constitucionalidad
La responsabilidad penal del individuo ha sido, por regla general, competencia de los Estados a nivel interno (Ambos, K., 1999). No obstante, en el devenir histórico de las naciones se desarrolló de manera excepcional la responsabilidad penal internacional para controlar los crímenes que atentaban contra la humanidad en su conjunto, de forma tal que el Derecho Penal Internacional se fue consolidando con la creación del Estatuto de Roma y la Corte Penal Internacional, después de pasar por diversos tribunales penales internacionales ad hoc a partir de la Segunda Guerra Mundial (Flores, S., 2005).
Durante este proceso de formación de tribunales ad hoc, los Estados se han hecho parte de tratados y convenios internacionales en materia de derechos humanos obligándose a adoptar una serie de disposiciones en el ámbito penal, como por ejemplo la tipificación de los delitos de desaparición forzada, genocidio, tortura, terrorismo, trata de personas o aquellos contra el derecho internacional humanitario (Bassiouni, C., 1982; Rojas, L., 2011).
En Colombia, estos tratados primero son evaluados y firmados por el Presidente, después son llevados al Congreso para su aprobación y promulgación como ley de la república. Sin embargo, las leyes aprobatorias de tratados internacionales deben ser sometidas a un riguroso examen –material y formal– por parte de la Corte Constitucional, para poder continuar con el respectivo canje de notas. Este control, según los artículos 9, 53, 93, 94, 101, 226 y 240 numeral 10 del estatuto superior, lo realiza la Corte con base en la figura del bloque de constitucionalidad y de algunas disposiciones del ordenamiento interno (Olano, G., 2005).
Este bloque de constitucionalidad es considerado un principio rector en el Código Penal colombiano (Ley 599 de 2000) en su artículo 2, y tiene como función la integración a sus disposiciones de aquellos estándares normativos en materia de derechos humanos y de derecho internacional humanitario, estableciéndose por doble vía (constitucional y legal) la incorporación de las citadas normas al derecho interno. Igualmente, el Código de Procedimiento Penal (Ley 906 de 2004), reconoce la aplicación prevalente de los tratados internacionales de derechos humanos ratificados por Colombia (Art. 3 de la Ley 906 de 2004), los cuales no pueden ser limitados incluso bajo los estados de excepción. Como consecuencia de lo anterior, por un lado Colombia ha reconocido la competencia de la Corte Penal Internacional en materia de los delitos señalados por el Estatuto de Roma (Fajardo, L. y Moreno, L., 2006) y, por el otro, debe respetar, aplicar, interpretar y desarrollar los tratados internacionales de derechos humanos en armonía con el derecho penal interno (Ramelli, A., 2011).
Para ello, la relación entre el derecho penal internacional, el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, alimenta el derecho penal colombiano no solo con un criterio interpretativo, sino que le transfiere un papel mucho más trascendental, al volver vinculantes estas normatividades internacionales en el derecho doméstico, pues en virtud del bloque dejan de ser prescripciones foráneas para convertirse en derecho propio (Olano, H., 2005).
3. Bloque de constitucionalidad
A continuación nos ocuparemos del estudio de esta figura con el fin de determinar su importancia y alcance en la legislación procesal y sustancial penal interna. Para ello, diremos que este concepto alude al hecho de que existen normas que no se encuentran de forma expresa en la Constitución, pero cuyo carácter, por lo menos supralegal, es reconocido como vinculante e integrado a su cuerpo a través de la remisión que hace de ellas su artículo 93 al expresar que los tratados internacionales ratificados por Colombia que versen sobre derechos humanos prevalecen sobre el ordenamiento interno (Uprimny, R. et al. 2006).
En este orden de ideas, el bloque de constitucionalidad impone a todos los operadores jurídicos (ordinarios, contencioso administrativos y constitucionales) la obligación de dar aplicación prevalente a ese cúmulo de derechos y principios que lo integran como parámetro para la solución de casos concretos (Uprimny, R. et al. 2006). De la misma manera, influye en las otras ramas del poder público, dado que la “legalidad internacional” se constituye en fuente y límite de sus competencias (Ramelli, A., 2004). En el caso del poder legislativo, influye en el contenido de los proyectos normativos, y en lo que atañe al poder ejecutivo, este tampoco escapa de su incidencia ya que en su carácter de legislador extraordinario (decretos de estado de excepción, potestad reglamentaria, etc.), debe ceñirse tanto a la Constitución como a los derechos humanos y el derecho internacional humanitario.
Histórica e inicialmente, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, como un compromiso de los Estados por respetar y garantizar los derechos humanos, se empezó a legislar en bloques, es así como aparecen los cuatro convenios de Ginebra sobre derecho internacional humanitario y se da apertura a una tarea de universalización de los derechos humanos con énfasis en “la preocupación por el núcleo de derechos individuales relacionados con el sistema penal: libertad y seguridad personales, debido proceso y protección a la intimidad entendida como inviolabilidad de las comunicaciones y del domicilio” (López, D. y Sánchez, A., 2008, pp. 322 y 323). Lo anterior no desconoce que desde el siglo XIX se hubiesen suscrito los primeros tratados sobre regulación de armas y métodos de guerra, solo que es después de la segunda mitad del siglo XX cuando cobra especial agenda la protección de la persona humana en el marco del derecho internacional.
Ahora bien, fue la búsqueda de paz –mayor compromiso en la efectividad de los derechos de las personas y la interdependencia producto de las relaciones internacionales– la que impulsó la producción de bloques legislativos de carácter internacional que se inició con la consagración formal de diversos instrumentos suscritos por los Estados e incorporados a sus ordenamientos internos. Este proceso de ajuste entre el derecho nacional de los derechos fundamentales y el derecho internacional de los derechos humanos, operó y actualmente funciona como una especie de simbiosis que permite a los Estados dotar de herramientas a los operadores judiciales. Veamos:
Podría decirse que la efectividad de los derechos humanos se ha logrado, en los últimos años, gracias a un fenómeno de “refuerzo normativo” a manera de espiral en que el DIDH y el DNDF se complementan mutuamente. Esta espiral normativa virtuosa parece funcionar de la siguiente manera: en primer lugar, aparece en el horizonte un movimiento, tanto nacional como internacional, de derechos humanos que sirve como audiencia interesada en el avance normativo y práctico del respeto a los mismos. Estos grupos logran, primero, la adopción formal interna de documentos internacionales, incluso cuando los derechos humanos no sirven todavía como variante relevante en la configuración de políticas públicas o en el comportamiento del Estado; luego, avanzan en la dirección de lograr la adopción de normas internas operativas o secundarias que multipliquen el acceso y aplicabilidad de los tratados internacionales, ofreciendo a los jueces referentes de derecho nacional que faciliten la aplicabilidad de las obligaciones convencionales (Rubio, F., 1990, p. 45).
Más adelante, factores históricos como la caída del bloque socialista, la apertura democrática en Latinoamérica y la configuración de una nueva noción de soberanía fundada en la dinámica del mercado y reconociendo la interdependencia estatal en un contexto regional y mundial contribuyeron a fortalecer la voluntad de los Estados para contemplar en sus constituciones la fuerza vinculante de los instrumentos internacionales y su carácter como pauta interpretativa. En Colombia, fue la Constitución de 1991 la que permitió anexar a nuestro ordenamiento jurídico los tratados de derechos humanos en virtud del artículo 93 y el reconocimiento de preceptos ultra-legales forjados en la inherencia a la condición de humanidad contenidos en el artículo 94. Ello llevó a que la Corte Constitucional, desde el inicio de sus funciones como órgano de cierre, reconociera –aunque no de forma expresa– el bloque de constitucionalidad al momento de proferir sus decisiones. Pero fue solo hasta 1995 cuando desarrolló la noción y dotó con rango constitucional a las normas contenidas en los tratados internacionales sobre derechos humanos, al armonizar el artículo 4 con el 93. La Corte también desarrollaría criterios para incorporar los principios y derechos al bloque de constitucionalidad. En tal caso, el criterio dominante es que debe existir una “regla constitucional clara que ordene su inclusión”. En este punto, se admiten diferentes formas de reenvío como serían los textos cerrados e indeterminados, textos por desarrollar, remisiones indeterminadas y conceptos “particularmente abiertos” (Uprimny, R., 2006, p. 14). Así, por ejemplo, algunas constituciones señalan expresamente cuáles convenios se consideran parte de la constitución, otras remiten a normas sobre derechos humanos sin determinar cuáles o cuántas; algunas cláusulas autorizan al legislador o al ejecutivo para que incorpore de acuerdo con las conveniencias y así sucesivamente, dependiendo del nivel de aceptación de la normatividad foránea que tenga cada Estado.
De acuerdo con la jurisprudencia constitucional, estos criterios se han entendido en dos sentidos: uno estricto y otro lato. El sentido estricto hace alusión a las normas que integran el bloque de constitucionalidad y tienen jerarquía constitucional, las cuales serían la propia Constitución, los tratados de derechos humanos ratificados por Colombia (con o sin prohibición de limitación durante los estados de excepción) y la interpretación que hagan los órganos supervisores del cumplimento de los tratados. El sentido lato se refiere a aquellas normas que constituyen parámetros para evaluar la constitucionalidad de una ley, siendo, además de los ya mencionados tratados, las leyes orgánicas y en algunos casos las leyes estatutarias.2 Para una mayor concreción y claridad de esta sistematización es oportuno citar in extenso los criterios que Rodrigo Uprimny Yepes recoge en su doctrina:
[…] hay que concluir que, según la jurisprudencia de la Corte, hacen parte del bloque en sentido estricto (i) el preámbulo, (ii) el articulado constitucional, (iii) los tratados de límites ratificados por Colombia, (iv) los tratados de derecho humanitario, (v) los tratados ratificados por Colombia que reconocen derechos intangibles, (vi) los artículos de los tratados de derechos humanos ratificados por Colombia, cuando se trate de derechos reconocidos por la Carta, y (vi), en cierta medida, la doctrina elaborada por los tribunales internacionales en relación con esas normas internacionales, al menos como criterio relevante de interpretación. […] Y de otro lado, para integrar el bloque en sentido lato, habría que agregar a las anteriores pautas normativas (i) las leyes estatutarias y (ii) las leyes orgánicas, en lo pertinente, con la precisión de que algunas Sentencias de la Corte excluyen algunas leyes estatutarias de su integración al bloque de constitucionalidad en sentido lato (Uprimny, R., 2006, p. 19-20).
Ahora bien, en materia criminal cabe resaltar que en el artículo 3 del Código de Procedimiento Penal (Ley 906 de 2004), existe una remisión expresa al bloque de constitucionalidad. Pues allí se ordena que en las actuaciones procedimentales prevalezca lo contemplado en los tratados internacionales sobre derechos humanos. Este precepto integra, por vía legal, los estándares del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario al procedimiento penal, lo cual denota una apertura interpretativa que procura un nivel más garantista de nuestras instituciones penales. A pesar de que la Corte Constitucional había proferido (entre 1994 y 2005) diversas Sentencias en materia penal que involucraban el bloque de constitucionalidad, el sistema penal colombiano carecía de apropiadas garantías y eficacia procesal, lo que impulsó sendas reformas constitucional y legal, a través del acto legislativo 03 de 2002 y la expedición del Código de Procedimiento Penal o Ley 906 de 2004, respectivamente. Veamos:
El acto legislativo 03 de 2002 y la Ley 906 de 2004, por tanto, buscaban avances tanto en eficiencia persecutoria como en garantías iusfundamentales. Para conseguir este último objetivo puede decirse que la Ley 906 de 2004 es el producto legislativo que consagra con mayor vigor la dogmática de armonización entre derecho nacional e internacional que había intentado la Corte por vía de jurisprudencia. El nuevo Código de Procedimiento Penal (CPP), por decirlo de alguna manera, “positiviza” la dogmática del bloque de constitucionalidad, dándole con ello una nueva legitimidad política que no había tenido hasta entonces (López, D. y Sánchez, A., 2008, p. 332).
En este sentido, es necesario reconocer la importancia que tienen ciertos instrumentos pertenecientes al bloque de constitucionalidad y que son de gran relevancia para el proceso penal, sobre todo en aspectos como el principio pro libertatis, el derecho al debido proceso (Rojas, L., 2011, p. 153), el fuero militar, garantía de derechos como a la intimidad y el derecho de las víctimas a la verdad, justicia y reparación, máxime cuando se trata de una sociedad en constante conflicto interno. Trabajo que la Corte Constitucional ha venido desarrollando a medida que se ve enfrentada a resolver situaciones particulares por vía de acción de tutela o por intermedio de la acción pública de inconstitucionalidad de normas de carácter penal, sustantivo o procedimental. Veamos:
En relación, ya no con los derechos, sino con las fuentes internacionales, la Corte ha utilizado profusamente el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP), la Convención Americana de derechos humanos (CADH), la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, la Convención Interamericana contra la Tortura y el corpus jurídico del DIH, específicamente, el protocolo II adicional a los convenios de Ginebra (López, D. y Sánchez, A., 2008, p. 334).
Alejandro Ramelli (2004, p. 162) sostiene que la Corte Constitucional reconoce como pertenecientes al bloque de constitucionalidad las normas consuetudinarias del DIH y la declaración universal de los DD. HH, pero que este concepto se tiende a confundir con el ius cogens o normas de derecho imperativo. Por otro lado, sustenta que en materia de fallos sobre estados de excepción ha integrado principios generales del derecho como los de razonabilidad, proporcionalidad, idoneidad y necesidad, propios de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En este aspecto, Diego López Medina y Astrid Sánchez Mejía (2008, p. 336, 341-342) también resaltan que las dudas interpretativas que surgieron del artículo 93 de la Constitución sobre el bloque de constitucionalidad han sido resueltas gracias a la aplicación del principio pro homine o de favorabilidad en la interpretación de los derechos.
Por otro lado, en materia de orden público y política de paz, se han reconocido como fundamento y orientación de la actuación del Estado, los principios generales del derecho internacional. Sin embargo, aunque Ramelli (2004) reconoce la obligatoriedad y la importancia del ius cogens como criterio utilizado por la Corte Constitucional en sus fallos –verbigratia el caso de la Sentencia C-027 de 1993 sobre el concordato suscrito con el Vaticano– este presenta en su concepto la dificultad de establecer un catálogo apropiado de normas imperativas a las que se debe acudir en un determinado caso, a pesar de que hay un consenso respecto a su carácter vinculante en las normas de DIH. Veamos algunas posiciones:
Tanto el genocidio, como los delitos de lesa humanidad como también los crímenes de guerra, […], pertenecen al ius cogens, es decir, se constituyen en delitos que obligan a todos los Estados a perseguirlos, y no es posible sustraer la persecución de estos hechos con la afirmación de que la obligación de su persecución surge de un derecho natural no codificado, pues se trata de delitos que han surgido a partir de la convicción de toda la humanidad en la importancia de los valores que se pretende proteger con su prohibición normativa (Chirino, A., citado por Boeglin, N.; Hoffmann, J. y Sainz-Borgo, J., 2012, p. 70).
En este orden de ideas, los artículos 2 y 13 de la Ley 599 de 2000 (Código Penal), contemplan el principio de integración de las leyes y tratados sobre derechos humanos ratificados por Colombia y su carácter de normas rectoras que informan la interpretación del derecho penal, respectivamente. Así, el artículo 2, al integrar los derechos humanos a la ley penal, se transforma en un parámetro ligado al concepto de bloque de constitucionalidad, pero exclusivo de este estatuto. De ahí que el contenido garantista de los instrumentos, que menciona el principio de integración, amplía el rango de protección de los derechos fundamentales del individuo frente al ejercicio del poder punitivo del Estado, estableciéndose como un muro de contención frente a la arbitrariedad de este último Significaría, además, que el derecho penal se encuentra constitucionalizado y permeado por los tratados internacionales de derechos humanos ratificados por Colombia, con un mayor énfasis de las garantías que se disponen para el imputado (Pinzón, C., 2012, p. 73 y 77).
Ahora bien, a pesar de las fuertes críticas que representa un reconocimiento “ilimitado” de la defensa al catálogo de derechos humanos, la teleología inicial de la consagración del principio de integración apunta, en últimas, a una apertura garantista de los derechos fundamentales del imputado, de conformidad con lo establecido internacionalmente. En tales términos es el legislador, dentro de los mandatos del principio de legalidad y taxatividad, quien debe desarrollar los estándares internacionales en materia de delitos contra los derechos humanos y el DIH (Rojas, L., 2011, pp. 169-170). Así, vemos cómo el bloque de constitucionalidad y el principio de integración contemplado en el Código Penal y en el Código de Procedimiento Penal terminan siendo el producto de una línea jurisprudencial desarrollado por la Corte Constitucional que culminó transformándose en política criminal, según lo veremos a continuación.
Análisis de las providencias de control constitucional de leyes aprobatorias de tratados internacionales con significancia penal
En este apartado se realizará un breve análisis de la línea jurisprudencial de la Corte en materia de leyes aprobatorias de tratados internacionales, con el objetivo de validar la construcción de una política criminal que da cuenta de los temas anteriormente tratados y de la inclusión de las normas consuetudinarias y convencionales internacionales en el derecho interno a través, como ya se dijo, del principio de integración y de figuras jurisprudenciales como el denominado bloque de constitucionalidad.
La revisión de las Sentencias proferidas por la jurisdicción constitucional se llevará a cabo siguiendo un orden cronológico y en algunos casos, por tratarse de materias similares, se realizará una evaluación colectiva, como en el caso de los acuerdos de cooperación judicial, que buscan eliminar barreras y agilizar procedimientos entre dos o más países en materia de capturas, intercambio de elementos probatorios, recepción de testimonios, incautación de bienes producto de actividades ilícitas, entre otras.
Sentencia C-574 de 1992
Al respecto, la Corte insiste en que los convenios y sus protocolos son la positivización del ius cogens o costumbres internacionales decantadas a lo largo del tiempo para regular las manifestaciones violentas de la humanidad, como una especie de valores que cobraron forma y obligatoriedad al interior de la comunidad de naciones. Veamos.
Los principios del derecho internacional humanitario plasmados en los Convenios de Ginebra y en sus dos protocolos, por el hecho de constituir un catálogo ético mínimo aplicable a situaciones de conflicto nacional o internacional, ampliamente aceptado por la comunidad internacional, hacen parte del ius cogens o derecho consuetudinario de los pueblos. La Carta de 1991 confirma y refuerza tanto la obligatoriedad del derecho internacional de los derechos humanos como la del derecho internacional humanitario. En consecuencia, se acogió la fórmula de la incorporación automática del derecho internacional humanitario al ordenamiento interno nacional, lo cual, por lo demás, es lo congruente con el carácter imperativo que caracteriza a los principios axiológicos que hacen que este cuerpo normativo integre el ius cogens. Los cuatro convenios de Ginebra de 1949 y sus protocolos adicionales I y II de 1977 constituyen pura y simplemente, la expresión formal y por escrito, esto es, la codificación de los principios ya existentes en el derecho internacional consuetudinario” (Corte Constitucional. Sentencia C-574 de 1992).
Encontramos así que los convenios y protocolos adicionales no solo constituyen un imperativo ético sino también jurídico en la medida que hacen parte del ius cogens, pues además de su carácter vinculante, no dejan de expresar un principio y pauta de interpretación de la ley que se convierte en límite a la actividad legislativa, la cual no podrá desconocer sus postulados explícitos o implícitos, al paso que marca un derrotero, una guía, al operador judicial para la aplicación de la norma. De otra parte, los convenios obligan a los actores armados a humanizar la guerra, a contener ciertas prácticas vejaminosas e inspirar su accionar en contenidos morales que repriman los excesos de fuerza y los ataques indiscrimados contra la población civil.
No olvidemos que las posibles soluciones negociadas a los conflictos internos que den como resultado una amnistía o un indulto, encuentran una barrera en los crímenes de guerra y de lesa humanidad, los cuales no podrán ser objeto de estas figuras. De ahí que el derecho internacional humanitario y los derechos humanos se constituyan en la más adecuada herramienta de protección de la persona humana frente a las atroces prácticas de personas inescrupulosas que quieren imponer su voluntad sin limitación alguna. Por todas estas razones, la Corte declara el protocolo conforme con la Constitución.
Sentencia C-176 de 1994
Esta Sentencia revisa la constitucionalidad de la Ley 67 de 1993, aprobatoria de la convención de las Naciones Unidas contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias sicotrópicas, suscrito en Viena el 20 de diciembre de 1988, la cual dota de herramientas a los poderes ejecutivo y judicial en materia de lucha contra el tráfico de estupefacientes con incidencia internacional. Para la fecha de la convención (1988), Colombia afrontaba una cruenta lucha contra el narcoterrorismo encabezado por los carteles de Medellín y Cali. Los llamados Extraditables se habían empecinado en acabar con la infraestructura estatal y para ello utilizaban el homicidio y los atentados terroristas como mecanismo de presión para persuadir a las autoridades a fin de que no los extraditaran hacia los Estados Unidos, guerra que dejó cerca de 20.000 víctimas (Bedoya, J., 2013).
Para tratar de conjurar la crisis, la Corte centra sus principales argumentos en el estudio de situaciones como la posibilidad de extinguir la propiedad o dominio de bienes adquiridos como producto de actividades de tráfico de estupefacientes. En esa época, frente a la extinción de la propiedad, hace una clara diferenciación entre la figura de la confiscación y la del comiso, advirtiendo que en Colombia la confiscación (instrumento de persecución política) está expresamente prohibida por la Constitución, en su artículo 34. Veamos:
El comiso o decomiso opera como una sanción penal ya sea principal o accesoria, en virtud de la cual el autor o copartícipe de un hecho punible pierde en favor del Estado los bienes, objetos o instrumentos con los cuales se cometió la infracción y todas aquellas cosas o valores que provengan de la ejecución del delito, exceptuándose, como es obvio, los derechos que tengan sobre los mismos sujetos pasivos o terceros (…) Esto significa que, conforme al ordenamiento colombiano, la Constitución autoriza tres formas de extinción de dominio, que desbordan el campo tradicional del decomiso, a saber: de un lado, de los bienes adquiridos mediante enriquecimiento ilícito; de otro lado, de los bienes adquiridos en perjuicio del Tesoro Público; y, finalmente, de aquellos bienes adquiridos con grave deterioro de la moral social. Sin embargo, destaca la Corte, para que esta extinción de dominio opere se requiere que exista un motivo previamente definido en la ley (CP art 29) y que ella sea declarada mediante Sentencia judicial, como consecuencia de un debido proceso en el cual se haya observado la plenitud de las formas del juicio (Corte Constitucional. Sentencia C-176 de 1994).
En este sentido, la Convención contempla la posibilidad de que las autoridades evalúen el monto de la riqueza adquirida de forma ilícita y proceda a su extinción aun contra bienes adquiridos conforme a la ley. En otras palabras, es suficiente con determinar el monto al que asciende el incremento patrimonial fruto de las actividades ilegales, para que con base en él, el Estado pueda adelantar la sanción extintiva del capital anormalmente conseguido.
Cuando se refiere a terceros de buena fe, es menester destacar que algunos bienes, no obstante haber sido adquiridos al margen de toda legalidad, pueden ser puestos en el tráfico mercantil pudiendo ser adquiridos por terceras personas que no estuvieron en posibilidad de conocer su origen ilícito ni mucho menos saber la actividad de su anterior propietario. La buena fe es un derecho de rango constitucional y quien invoca la mala fe debe probarla. Así mismo, la delincuencia organizada suele disfrazar las utilidades de su accionar delictivo utilizando para ello el nombre de personas que no poseen antecedentes judiciales o bajo la modalidad de testaferrato.
Frente al enriquecimiento ilícito, la legislación contempla dos vertientes, una derivada de actividades estatales y tiene como sujeto activo a los funcionarios públicos, pues no se justifica que aquellas personas revestidas con la función pública utilicen las facultades y autoridades concedidas para defraudar las arcas del Estado, mientras incrementan ilegalmente su patrimonio. La otra, corresponde al enriquecimiento ilícito de particulares, delito que en principio consiste en obtener un incremento patrimonial no justificado, derivado de una u otra forma de actividad ilícita. Frente a esta segunda variante del tipo penal, la Corte va a insistir en las primeras Sentencias de constitucionalidad que se trata de un delito derivado por cuanto se debe probar el incremento patrimonial y luego establecer la actividad ilícita del cual proviene dicho enriquecimiento.
La forma de hacer esto último es mediante Sentencia judicial ejecutoriada o en firme, donde quede claro que el sujeto activo del incremento fue condenado por un delito que originó el aumento sin justificación legal. Esta posición se va a mantener hasta el año 1996, cuando en Sentencia C-319 del mismo año, cambiará su jurisprudencia para determinar que el delito es un tipo autónomo, de rango constitucional que no requiere probar la actividad ilícita, pues es suficiente con que se demuestre la imposibilidad de justificación del incremento patrimonial, conforme a la ley, lo cual es un indicio suficiente como para desvirtuar la presunción de inocencia. Así, vemos como la Corte, en principio es garantista y, en algunas ocasiones, va matizando sus fallos para compaginarse con la política criminal eficientista del Ejecutivo, aun a costa de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Sentencia C-225 de 1995
El fallo de esta Sentencia es supremamente importante no solo por analizar la constitucionalidad de la Ley 171 de 1994, aprobatoria del Protocolo II adicional a los convenios de Ginebra de 1949, sino también por haber marcado un hito en la historia constitucional colombiana al crear jurisprudencialmente la noción de bloque de constitucionalidad, figura traída del derecho civil francés. De otra parte, el Protocolo II versa sobre las limitaciones a los actores armados en los conflictos internos, tema totalmente aplicable al caso colombiano que lleva más de seis décadas inmerso en un conflicto de enormes proporciones, donde las frecuentes vulneraciones al DIH vienen tanto de parte del Estado como de los grupos insurgentes, sin que se haya logrado un acuerdo para poner fin a una violencia política que ha derramado sangre de muchos compatriotas y obstaculizado el desarrollo político y económico de la nación.
En este orden de ideas, encontramos explícita la obligación de acatar los protocolos, con independencia de si se aprobó o no la convención, pues la Corte es reiterativa en su posición de validez de las normas del ius cogens como producto de la aceptación de las prácticas consuetudinarias de los pueblos civilizados.3
El derecho internacional humanitario ha sido fruto esencialmente de unas prácticas consuetudinarias, que se entienden incorporadas al llamado derecho consuetudinario de los pueblos civilizados. Por ello, la mayoría de los convenios de derecho internacional humanitario deben ser entendidos más como la simple codificación de obligaciones existentes que como la creación de principios y reglas nuevos. Así, esta Corporación, en las Sentencias citadas, y en concordancia con la más autorizada doctrina y jurisprudencia internacionales, ha considerado que las normas de derecho internacional humanitario son parte integrante del ius cogens (…) Esto explica que las normas humanitarias sean obligatorias para los Estados y las partes en conflicto, incluso si éstos no han aprobado los tratados respectivos, por cuanto la imperatividad de esta normatividad no deriva del consentimiento de los Estados sino de su carácter consuetudinario (Corte Constitucional. Sentencia C-225 de 1995).
Con esta postura, que involucra directamente a los actores armados en conflicto (Estado y grupos subversivos), ya no hay excusa para no aplicar las normas del derecho internacional humanitario so pretexto de que los protocolos no habían sido aprobados por leyes nacionales ni ratificados. La importancia de esta interpretación radica, entonces, en la imposición a los actores armados de su cumplimiento inmediato, bajo el supuesto que su vulneración los involucra necesariamente en la comisión de crímenes de guerra o de lesa humanidad, no susceptibles de superación mediante indultos o amnistías.
Circunstancia que generó un nuevo obstáculo jurídico a una posible solución negociada del conflicto por la imposibilidad de convenir un olvido o un perdón frente a la comisión de este tipo de ilícitos, pues el reclutamiento forzado de menores, las ejecuciones extrajudiciales de prisioneros de guerra, los atentados en contra de la población civil, la tortura, las desapariciones forzadas, el secuestro, el uso de armas no convencionales y las exacciones económicas a la población civil eran y siguen siendo el pan de cada día en las zonas donde pervive el conflicto. Ante esto, la Corte vuelve sobre el tema una y otra vez recalcando que el derecho internacional humanitario, como parte integrante del ius cogens, es de automática incorporación a la legislación interna en virtud del artículo 214, numeral 2, de la Constitución.
En esta medida, la Corte termina diciendo que los tratados –como parte del bloque constitucional– son normas que reciben el mismo valor jerárquico que la Constitución. A este bloque constitucional lo llamará bloque en stricto sensu. “Son pues verdaderos principios y reglas de valor constitucional, esto es, son normas situadas en el nivel constitucional, a pesar de que puedan a veces contener mecanismos de reforma diversos al de las normas del articulado constitucional stricto sensu” (Corte Constitucional. Sentencia C-225 de 1995).
Sentencia C-396 de 1995
Por medio de la cual se hace el respectivo control de constitucionalidad de la Ley 169 de 1994, aprobatoria de la convención sobre la prevención del castigo de delitos contra personas protegidas internacionalmente, inclusive los agentes diplomáticos, suscrita en Nueva York, el 14 de diciembre de 1973. Esta Sentencia tuvo un impacto importante al declarar exequible la ley analizada porque impuso la obligación del Estado colombiano, previa su ratificación y canje de notas, de contemplar en la normatividad interna una serie de conductas prohibidas y asignarles las correspondientes penas.
En particular, la Convención trataba ya de una serie de comportamientos considerados como delictivos en nuestro país, pero se les dio mayor relevancia otorgando un trato particular a dichos tipos penales al incrementarse sustancialmente las penas cuando el sujeto pasivo sea una persona internacionalmente protegida. Recordemos que en Colombia, el 27 de febrero de 1980, varios integrantes del grupo subversivo denominado Movimiento 19 de Abril (M-19), se tomaron la Embajada de República Dominicana, con sede en Bogotá, reteniendo por 61 días varias personas, incluidos 16 diplomáticos de diversas nacionalidades (García, C., 2010). Con este tipo de antecedentes, la Corte no dudó en declarar la exequibilidad de la Convención, exhortando al legislativo para que, a través de la ley, cumpla con las obligaciones adquiridas, adicionando y complementando el estatuto punitivo. Veamos:
La Convención se constituye en un instrumento tendiente a garantizar el fortalecimiento de la administración de justicia y la seguridad, tanto interna como externa, que permita contar con las herramientas necesarias para enfrentar los graves problemas de violencia, representados en graves ilícitos, como el terrorismo, el secuestro, la extorsión, el homicidio y los atentados con fines terroristas, entre otros (…) su aprobación y ratificación constituyen una herramienta que se encuentra a la altura del compromiso adquirido por el país con la comunidad internacional, para hacer de Colombia un país pacífico y seguro, con una administración de justicia fortalecida, capaz de afrontar los graves problemas de violencia (Corte Constitucional. Sentencia C-396 de 1995).
La Corte señala, así, la importancia de brindar una especial protección a los agentes diplomáticos en aras de lograr unas excelentes relaciones con la comunidad internacional y orientar la política exterior y las relaciones internacionales al logro de la integración con América Latina y el Caribe, además de promover las relaciones internacionales en lo económico, político, social y ecológico sobre bases de equidad, reciprocidad y conveniencia nacional, tal y como lo ordenan los artículos 9 y 226 y 227 de la Constitución. De otra parte, la Corte vuelve a insistir en que la extradición por la comisión de delitos dirigidos de manera intencional o dolosa contra los agentes diplomáticos o contra personas internacionalmente protegidas, no puede darse por expresa prohibición constitucional cuando el sujeto activo del delito sea un nacional por nacimiento, situación que no obsta para que el infractor sea debidamente enjuiciado y condenado en nuestro territorio.
Sentencia C-401 de 1995
En esta Sentencia se verifica la constitucionalidad de la Ley 183 de 1995 por la cual se aprueba el convenio marco de cooperación entre la Comunidad Económica Europea y el Acuerdo de Cartagena y sus países miembros. Acuerdo que tiene por objeto el establecimiento de un marco de colaboración para el desarrollo económico, tecnológico, del medioambiente y la erradicación del tráfico de estupefacientes. Como puede apreciarse, se trata de un convenio con muy amplias expectativas que persigue generar la integración internacional en varios aspectos de marcado interés para cada una de las naciones. En este orden de ideas, vemos cómo la Convención trata asuntos tan diversos que ha llevado a la Corte a afirmar que el desarrollo ya no solo es asunto de quienes nos encontramos sumidos en la marginalidad o la pobreza, o quienes formamos la llamada periferia, sino que en la redistribución de las riquezas operan factores como la protección del ambiente, el control del tráfico de estupefacientes, la necesidad de proteger los derechos de autor y la propiedad industrial, la búsqueda razonada de mejores condiciones para la humanidad en general y la posibilidad de una comunidad de naciones bajo el amparo de una fuerza que garantice la convivencia armónica entre Estados. Veamos algunas de las consideraciones de la Corte:
La Corte hace énfasis en el derecho fundamental de los pueblos a desarrollarse, es decir, en que el desarrollo de los pueblos es un derecho que debe ser garantizado y promovido dentro del marco del derecho internacional. El tratado sub lite, al establecer una cooperación entre la Comunidad Europea y los países signatarios del Acuerdo de Cartagena en el nivel económico, científico y tecnológico, realiza a cabalidad el principio de eficacia en lo que a la búsqueda del desarrollo se refiere. (…) Los derechos colectivos y del ambiente no sólo se le deben a toda la humanidad, en cuanto son protegidos por el interés universal, y por ello están encuadrados dentro de los llamados derechos humanos de “tercera generación”, sino que se le deben incluso a las generaciones que están por nacer. La humanidad del futuro tiene derecho a que se le conserve, el planeta desde hoy, en un ambiente adecuado a la dignidad del hombre como sujeto universal del derecho. El tratado es oportuno y conveniente para tomar conciencia internacional del ambiente como objeto jurídico protegido, dentro de un desarrollo sostenible (Corte Constitucional. Sentencia C-401 de 1995).
De esta manera se establecen especiales acuerdos de cooperación judicial, como el intercambio de información, la posibilidad de compartir experiencias en materia de lucha contra el tráfico de estupefacientes, la viabilidad de recepcionar testimonios, canjear documentos, realizar capturas, decomisos, extradiciones (siempre que los ordenamientos internos de cada Estado lo permitan), adelantar planes de protección y cuidado con el medioambiente, intercambios culturales y apoyo en la formación y capacitación tecnológica orientada al fortalecimiento de la justicia y al control de la delincuencia organizada, la ayuda en materia de formación y educación a nivel avanzado para funcionarios, la posibilidad de contribuir con la erradicación de la corrupción y otros aspectos de singular importancia.
Sentencia C-408 de 1996
Mediante la cual se declaró la exequibilidad de la Ley 248 de 1995, aprobatoria de la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, suscrita en Belén Do Pará, el 9 de junio de 1994. En este sentido, la Corte se ocupó de sentar una serie de afirmaciones en torno a la necesidad de proteger a la mujer en todas las esferas, pues regularmente por prejuicios o a través de prácticas culturales que rompen con los esquemas legales, ella ha sido objeto de tratamientos discriminatorios, tanto en lo laboral, como en sus actividades domésticas. A pesar de que Colombia ya ha suscrito varias convenciones al respecto y tener contemplado en la Constitución la prohibición de cualquier forma de discriminación, sea por razones de sexo, edad, opinión política, filosófica, preferencia sexual o cualquier otra forma, el hecho de volver a suscribir una convención internacional con el objeto de revestir a la mujer de especiales mecanismos de protección no sobra.
De acuerdo con lo anterior, la Corte viene a reafirmar el compromiso con la mujer al destacar el importante papel que la nueva carta fundamental le concede. Veamos:
No sólo la mujer, debe ser protegida en su dignidad y derechos constitucionales, como toda persona, por lo cual el Estado tiene el deber de librarla de la violencia, sino que, además, de manera específica, la Constitución proscribe toda discriminación contra la mujer y ordena la realización de la igualdad de derechos y oportunidades entre hombre y mujer. El presente instrumento jurídico tiene gran importancia dentro del contexto social internacional y colombiano, pues las distintas modalidades de violencia afectan la dignidad, la vida y la integridad de las mujeres en muy diversas formas (…) Las mujeres están sometidas a una violencia, si se quiere, más silenciosa y oculta, pero no por ello menos grave: las agresiones en el ámbito doméstico y en las relaciones de pareja, las cuales son no sólo formas prohibidas de discriminación por razón del sexo sino que pueden llegar a ser de tal intensidad y generar tal dolor y sufrimiento, que configuran verdaderas torturas o, al menos, tratos crueles, prohibidos por la Constitución y por el derecho internacional de los derechos humanos. No se puede invocar la intimidad y la inviolabilidad de los hogares para justificar agresiones contra las mujeres en las relaciones privadas y domésticas. Es más, esta violencia puede ser incluso más grave que la que se ejerce abiertamente, pues su ocurrencia en estos ámbitos íntimos la convierte en un fenómeno silencioso, tolerado, e incluso, a veces, tácitamente legitimado (Corte Constitucional. Sentencia C-408 de 1996).
Con lo expuesto en la Sentencia en comento, no cabe duda que las convenciones internacionales juegan un papel fundamental en la erradicación de cualquier forma de discriminación contra la mujer (Ruiz-Jarabo, Q., y Blanco, P., 2005, p. 17-28), especialmente cuando ellas son el fruto de ingentes esfuerzos realizados por grupos de mujeres y hombres que se han dado a la tarea de mostrar un fenómeno horroroso que subsiste a pesar de la cantidad de normas jurídicas destinadas a su prohibición.
En desarrollo de estas convenciones, el Estado deberá modificar sus estatutos punitivos al contemplar las prohibiciones a que hubiere lugar, en procura de brindar una mayor protección a la mujer y aumentar sustancialmente las penas para los delitos de discriminación por razones de género, todo bajo la firme convicción de que la norma logre persuadir a los posibles infractores de abstenerse de continuar con sus acciones vejaminosas y modifiquen su comportamiento de forma positiva para lograr la inclusión real y efectiva de la mujer a todas las esferas de la vida pública y privada.
Sentencia C-144 de 1997
Siguiendo con el análisis de los pronunciamientos de la Corte, esta Sentencia examina la constitucionalidad de la Ley 297 de 1996, aprobatoria del Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Como en todos los tratados de derechos humanos examinados, la Corte suele hacer una amplia conexión de estos instrumentos como mecanismos orientados a la protección de la dignidad humana, pilar axiológico sobre el que se sustenta nuestro andamiaje jurídico.
Por ello es objetivo de este estudio valorar con cuidado los argumentos y elevar algunas posiciones críticas respecto a la noción de vida y dignidad humana, dado que en posterior Sentencia (la C-239 de 1997), la misma Corte autorizaría a un médico tratante para que suprima la vida de su paciente sin vulnerar ninguna prohibición, situación apenas inimaginable en un tribunal que considera la vida como un derecho inviolable en virtud del postulado kantiano de dignidad humana, que obliga a tratar al otro siempre como un fin y no meramente como un medio.
De lo anterior se desprende que todo el baluarte axiológico, resultado del más puro decantamiento de la teoría moral, es interpretado de forma diversa: por un lado es argumento válido para resaltar la inviolabilidad de la vida frente a la aceptación del protocolo facultativo que obliga a erradicar la pena de muerte y, por el otro, permite autorizar a un médico para que suprima la vida del paciente terminal cuando este así lo consienta, dado lo irreversible de su enfermedad y la nula posibilidad que la ciencia le da para su sanación (al respecto véase la Sentencia C-239 de 1997). De allí que no se entienda cómo el mismo valor sirva para dos propósitos absolutamente contradictorios, incluso en contravía de lo expuesto por el ilustre filósofo de Königsberg. Veamos:
El protocolo es así una continuación de un movimiento internacional, doctrinario y jurídico, que durante muchos años ha propugnado por la abolición de las ejecuciones, por cuanto se considera que es contradictorio que un mundo que hace de la dignidad humana y los derechos de la persona la base de la paz mundial y la convivencia pacífica entre los pueblos admita que los Estados sigan aplicando la pena capital. Igualmente, esos movimientos abolicionistas, han también señalado que es incoherente que la Declaración Universal prohíba la tortura y las penas crueles e inhumanas, y sin embargo algunos Estados que han suscrito esa declaración admitan las ejecuciones. Es el primer tratado cuyo objetivo único y específico es abolir la pena capital. De esa manera, el presente protocolo puede ser considerado la culminación humanista de un proceso progresivo e irreversible, en virtud del cual se pretende crear el mayor consenso político y jurídico a fin de impedir la continuación o el restablecimiento de esta cruel sanción incompatible con la dignidad humana. El tratado que se incorpora a nuestra legislación, tiene la particular importancia de actualizar y vigorizar el compromiso de la comunidad internacional en la abolición definitiva de la pena de muerte. En efecto, debe notarse que el presente tratado no admite denuncia, por lo cual debe entenderse que los Estados-parte del presente protocolo se comprometen de manera definitiva e irrevocable a erradicar la pena capital (Corte Constitucional. Sentencia C-144 de 1997).
Como se desprende de la anterior cita, la Corte comparte plenamente el interés de la comunidad internacional en abolir la pena capital, a pesar de expresar –en la Sentencia ya citada– que la vida sí es un derecho disponible por terceras personas, cual es el caso del médico tratante frente a pacientes terminales y en presencia de un consentimiento informado, válidamente emitido, situación muy problemática que será tratada en otro acápite, pues el tema y el espacio no darían para abordar sólidamente este asunto en estas líneas.
Por lo anterior, es evidente que la Corte, a través de sus fallos jurisdiccionales de control de constitucionalidad de los tratados internacionales, ha generado una política criminal que impone parámetros de actuación al legislador y al Ejecutivo para que orienten sus actividades desde una órbita restringida, en procura de la salvaguarda de la Constitución, aunque ella misma no haga lo suyo, ya que en fallos como el de la eutanasia y otros posteriores orientados a analizar el fenómeno del aborto, utilizaría este argumento filosófico para permitir que la vida sea extinguida con fundamento en una supuesta interpretación de la dignidad humana (Kogan, J., 1996, pp. 77-80) que da prioridad a la liberad negativa y olvida la obligación de subsistencia como algo connatural a la especie humana, donde la supresión de la vida estaría, en palabras del mismo Kant, absolutamente descartada de cualquier consideración moral racional por anteponer fines diversos a la humanidad y tratar al hombre como un instrumento a favor de dichos fines.
Sentencia C-176 de 1997
Esta Sentencia comprueba la exequibilidad de la Ley 303 de 1996, aprobatoria de algunas enmiendas realizadas al Tratado de Tlatelolco o Tratado para la Proscripción de Armas Nucleares en la América Latina. Sin embargo, es necesario señalar que desde 1945, con la explosión de las dos bombas atómicas que terminaron por definir la suerte de los vencedores y vencidos de la Segunda Guerra Mundial, muchos de los países de América Latina iniciaron esfuerzos por regular y nombrar comisiones para la energía atómica; así por ejemplo, Costa Rica mediante la Ley 1404 de 1951 establece la prohibición de explotación de minerales radioactivos; Brasil, a través del Decreto 44110 de 1955 establece un organismo dedicado a la energía atómica; Argentina, con el Decreto 22498 de 1956, crea la Comisión Argentina de Energía Atómica; Colombia, por medio del Decreto 2345 de 1959, establece la Comisión de la Energía Nuclear; Bolivia, mediante decreto 8359 de 1960, crea la Comisión Boliviana de Energía Nuclear, entre otros países de la región. Basta decir que solo Argentina y Brasil quizá fueron los únicos países que lograron algún avance en esta materia, pero que bajo la presión internacional decidieron suspender los estudios y desarrollos bélicos (Francoz, A., 1988, pp. 50-54). Otros, como Colombia, simplemente entraron en la normativa contemplando prohibiciones, monopolios de producción, distribución y comercio de armas que nunca llegarían a existir.
En su estudio, la Corte considera que por tratarse de una enmienda a un tratado, para efectos de revisión constitucional, es lo mismo que si se estuviera en presencia de un nuevo tratado, dado que allí pueden contenerse obligaciones que al ser asumidas por el Estado tendrán que ser confrontadas con la Constitución a efectos de garantizar su integridad y que Colombia no asuma compromisos internacionales en contravía del pacto social contenido en la carta fundamental. De acuerdo con lo anterior, las enmiendas a los tratados ya revisados también deben ser sometidas al mismo proceso; es decir, a su control de constitucionalidad, tanto formal como material.
Sentencia C-467 de 1997
En esta parte se analiza la constitucionalidad de la Ley 340 de 1996, aprobatoria de la convención para la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado, el reglamento para la aplicación de la Convención y el protocolo para la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado, firmados en La Haya, el 14 de mayo de 1954. Normas de gran importancia en la medida que obligaron al Estado colombiano a crear un nuevo título en la parte especial del Código Penal dedicada a los delitos contra las personas y bienes protegidos por el derecho internacional humanitario. En Colombia, por vivir uno de los conflictos armados más intensos de Latinoamérica, la Convención y el protocolo forman un entramado jurídico fundamental para brindar cubrimiento a los bienes invaluables que conforman nuestro patrimonio cultural e histórico. Recordemos que ya en antaño el M-19, grupo subversivo, sustrajo la espada del libertador Simón Bolívar para ser usada como símbolo de rebelión, poniendo en grave peligro los distintos bienes que conforman el legado histórico de la nación (Carreño, M., s.f.). Objetos que por su reconocimiento y trascendencia deberán estar al margen del conflicto y no en manos de combatientes donde corren el peligro de perderse o destruirse.
También situaciones como la trágica experiencia de Bojayá, población del departamento del Chocó, que fue víctima del fuego cruzado entre subversivos de las Farc y un grupo de paramilitares, que dejó como resultado 79 muertos y múltiples heridos en la población civil por la explosión de un cilindro bomba arrojado por las Farc que cayó en una iglesia, donde se resguardaba la mayoría de la población bajo la creencia que la casa de Dios los protegería del accionar bélico de los actores enfrentados (Sánchez, 2010, p. 13). Hecho que no solo acabó con la vida y las ilusiones de un pueblo, sino también con un bien eclesiástico, lugar de culto y oración protegido por el derecho internacional humanitario. Veamos algunas apreciaciones de la Corte:
Los bienes culturales y las personas que tienen su custodia gozan de inmunidad ya que no pueden ser objeto de ataque militar, norma que se debe interpretar de conformidad al principio de proporcionalidad, según el cual, las partes deben en todo caso evitar los males superfluos o innecesarios, por lo cual las anteriores obligaciones de respeto a los bienes culturales, sólo pueden dejarse de cumplir cuando existan necesidades militares imperiosas. La inmunidad de los bienes culturales no legitima a ninguna de las partes a utilizarlos como escudo para su defensa, pues en tal caso, esa parte estaría incurriendo en un acto de perfidia, que no sólo se encuentra proscrito por las reglas del derecho internacional humanitario sino que, además, pondría en amenaza la existencia misma de los bienes culturales (…) son una expresión del principio de distinción que gobierna el derecho internacional humanitario y, en virtud del cual las partes en conflicto deben siempre diferenciar entre combatientes y no combatientes, y entre objetivos militares y no militares, de tal manera que sus acciones no pueden afectar a aquellas personas o a aquellos bienes que no contribuyen a la dinámica de la guerra (Corte Constitucional. Sentencia C-467 de 1997).
En este orden de ideas, la Corte aplaude el hecho de obligar a los Estados a capacitar a los miembros de la Fuerza Pública en las normas de protección de los bienes culturales, no solo por ser ellos destinatarios de la ley como miembros de un Estado, sino por ser los agentes potenciales con mayor posibilidad para ponerlos en peligro, precisamente por encontrarse dedicados al combate y ser parte de los actores armados.
Sentencia C-351 de 1998
En esta se define la constitucionalidad de la Ley 409 de 1997, aprobatoria de la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, suscrita en Cartagena, el 9 de diciembre de 1985. La comunidad internacional preocupada por el incremento de prácticas como los tratos crueles, inhumanos, degradantes y lesiones a las personas con la finalidad de obtener información o de castigar, como forma de persecución política patrocinada por el Estado, o con su aquiescencia bajo el esquema de la doctrina de la seguridad nacional, convirtió a los líderes de izquierda, a los sindicalistas y a los defensores de derechos humanos en sus principales víctimas. Latinoamérica no fue la excepción. Países como Chile, Brasil, Argentina, Colombia y Perú vieron las atrocidades de la tortura y convinieron en hacer parte de la Convención, especialmente por las denuncias de los activistas de derechos humanos ante la comunidad internacional. Casos como el de Colombia, denunciado por Amnistía Internacional como un Estado que bajo las sombras de sus funcionarios y Fuerzas Militares aplicaba tratamientos inhumanos, crueles y degradantes a muchos de los perseguidos políticamente (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 1994).
Sin embargo, la manera de entender el delito y sus posibles responsables, tal y como aparece en la Convención, difieren de la tipificación del mismo en el ordenamiento punitivo interno. Veamos:
De conformidad con el texto de la Convención, el delito de tortura solo podrá predicarse del Estado, que incurrirá en él a través de sus agentes o funcionarios o de particulares instigados a cometerlo por aquellos; es decir, que se descarta la posibilidad de que el particular por sí solo y en ejercicio de su autónoma voluntad, desligado por completo del Estado, pueda incurrir en conductas que se tipifiquen como tortura, interpretación restrictiva que no concuerda con los principios rectores del Estado social de derecho, especialmente con el principio fundamental de respeto a la dignidad humana sobre el cual se funda su estructura. Teniendo en cuenta que en esta materia nuestro ordenamiento superior y la legislación que lo desarrolla “son incluso más amplios que los instrumentos internacionales suscritos por nuestro país”, y que el derecho internacional es norma mínima que se integra a la legislación interna, la Corte no encuentra en las disposiciones estudiadas, desconocimiento o violación de ningún precepto constitucional (Corte Constitucional. Sentencia C-351 de 1998).
Recordemos que en Colombia las autoridades están constituidas para garantizar la eficacia de los derechos y libertades de las personas, tal como lo señala el artículo segundo de la Constitución y, por esa razón, son responsables del abuso de sus funciones o de sus omisiones. Con esto, la Corte vuelve sobre el artículo 12 de la Constitución colombiana que prohíbe expresamente la tortura, la desaparición forzada y los tratos crueles, inhumanos y degradantes, como razón suficiente para declarar la exequibilidad del tratado internacional, pero fundamentalmente porque la prohibición de la tortura lleva aparejado el respeto por la dignidad humana, baluarte que inspira todo el ordenamiento jurídico colombiano y que se levanta como una pretensión en contra de las innumerables vulneraciones que se suscitan en el territorio nacional, con la finalidad de poner término perentorio a dichos actos y transformar la colectividad en un orden justo, armónico y respetuoso de los derechos humanos.
Sentencia C-397 de 1998
Al analizar la exequibilidad de la Ley 412 de 1997, aprobatoria de la Convención Interamericana Contra la Corrupción, suscrita el 29 de marzo de 1996 en Caracas, esta Sentencia evidencia el interés de la comunidad internacional por atacar aquellos fenómenos que imposibilitan el desarrollo de las instituciones democráticas, generan desconfianza e impiden la correcta gestión de los recursos colectivos, propiciando que el patrimonio del Estado vaya a parar a los bolsillos de particulares y de funcionarios inescrupulosos.
Con todo, no sobra decir que muchas de las conductas que la Convención condena ya están contempladas como delitos en nuestra legislación interna; luego, la preocupación y el interés de combatir la corrupción debe buscarse en otro espacio o ámbito diferente al punitivo, dado que el derecho internacional, más concretamente las convenciones que venimos analizando, parecen entender que los problemas sociopolíticos, el subdesarrollo y la pobreza de los Estados periféricos reside en la ausencia de estrictas prohibiciones normativas, pues erróneamente imaginan que el derecho penal es la clave para solucionar cuanto problema sale a la luz pública y se muestra como barrera para el cumplimiento de los objetivos de la política pública. Quizá los gestores de estas convenciones no han percibido que un cambio en las estrategias de consecución o una mejor distribución de los recursos, la creación de oportunidades y el acceso a la educación sean más eficaces que el aumento exacerbado de las penas y el engrosamiento de las legislaciones penales. De ahí que todas tiendan por incrementar las penas y por gestar nuevos delitos. Veamos el objeto de la Convención en palabras de la Corte:
La Convención Interamericana contra la corrupción, pretende, fundamentalmente, que los países signatarios adquieran y cumplan el compromiso de introducir y fortalecer en sus respectivos ordenamientos jurídicos, mecanismos para prevenir, contrarrestar y sancionar la corrupción, específicamente la que proviene de los agentes y funcionarios del Estado, con base en los cuales sea viable diseñar e implementar estrategias eficaces de cooperación y mutua colaboración entre los países partes, que, de una parte fortalezcan las instituciones políticas de los mismos, y de otra, eviten que se siga propagando dicho flagelo, que debilita la democracia y obstaculiza el desarrollo de los pueblos. Pero además, los propósitos y objetivos que enuncia el instrumento objeto de revisión, se ajustan plenamente a los principios fundamentales del Estado social de derecho, modelo de organización jurídico-política por el cual optó el Constituyente colombiano de 1991 (…) El contenido del artículo VI de la Convención que se revisa, compromete a los países signatarios a incluir en sus legislaciones internas, como delitos, varias conductas que por sus características constituyen actos de corrupción, conductas cuyos elementos esenciales constitutivos, per se, son violatorios de principios fundamentales del Estado social de derecho, e impiden la realización de los fines esenciales del mismo, entre ellos la prevalencia del interés general y la promoción de la prosperidad de la sociedad. Ello hace que su inclusión como tipos penales en nuestra legislación interna, encuentre fundamento en los artículos de la Constitución (Corte Constitucional. Sentencia C-397 de 1998).
De lo anterior se colige la relevancia que día a día adquiere el derecho penal, pues la comunidad de naciones va universalizando los bienes jurídicos objeto de protección al establecer las formas y los comportamientos que no podrán ser admitidos por los Estados, lo cual comporta una dinámica legislativa que tiene como fuente el derecho restrictivo.
Sentencia C-156 de 1999
Esta Sentencia versa sobre la constitucionalidad de la Ley 469 de 1998, aprobatoria de la convención sobre prohibiciones o restricciones del empleo de ciertas armas convencionales que puedan considerarse excesivamente nocivas o de efectos indiscriminados, hecha en Ginebra, el 10 de octubre de 1980 y sus cuatro protocolos. Tema de trascendental importancia para el derecho patrio, pues los actores armados del conflicto que hemos vivido durante los últimos cincuenta años, además de perfeccionar sus tácticas de guerra, de recrudecer la violencia y letalidad de sus artefactos bélicos, han venido obteniendo en el mercado ilegal o construyendo artesanalmente una gran cantidad de armas que desafían los compromisos que tenemos con el respeto por el derecho internacional humanitario. Pues la utilización de cilindros o pipas de gas –adaptados como bombas y cargados de pentonita y metralla, armas no convencionales con alta capacidad letal y sin posibilidad de control, pues no poseen las características físicas que permitan su direccionalidad hacia un objetivo determinado– aunado al uso indiscriminado de minas antipersona, trampas cazabobos, entre otras estrategias de guerra, hacen necesaria la inclusión en el ordenamiento interno de una normatividad que prohíba tales acciones.
Ya habíamos señalado que el derecho internacional humanitario se levanta como un límite al ejercicio de la guerra, pues las expresiones de humanidad decantadas a lo largo de la historia han forjado una serie de pautas y valores que hoy se erigen como barreras infranqueables para contener los excesos en la lucha y la determinación clara y concreta de los combatientes y de los civiles. El uso de armas de letalidad desproporcionada, las muertes innecesarias, el respeto por la población civil, la distinción entre combatiente y no combatiente, la necesidad de proteger a personas ajenas al conflicto y de respetar a los grupos de ayuda humanitaria de carácter neutral, son principios de ius cogens que no admiten excepción alguna. Veamos algunas consideraciones de la Corte al respecto:
El derecho internacional humanitario contiene normas que limitan el derecho de las partes en conflicto a elegir libremente los medios y métodos utilizados en combate, así como disposiciones encaminadas a proteger a las víctimas y a los bienes susceptibles de verse afectados por un conflicto armado, todo ello con la finalidad de garantizar la integridad de las personas que participan en el conflicto, así como las ajenas a éste (…) hacer efectivo el deber de los Estados en sus relaciones internacionales, de abstenerse de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza para atentar contra la independencia, la integridad territorial y la soberanía de los Estados. Todo ello, no sólo con el objetivo de hacer efectivo el respeto y cumplimiento de los principios que rigen las relaciones internacionales, sino en especial, la protección de la población civil contra los efectos de las hostilidades y las consecuencias nocivas y de barbarie derivadas de los conflictos y agresiones entre los Estados (Corte Constitucional. Sentencia C-156 de 1999).
De lo anterior se deduce que la aspiración de la paz mundial, y particularmente en los Estados con conflictos internos, pasa por un riguroso examen de los métodos utilizados y de los instrumentos con que se enfrenta al enemigo. Por esta razón y bajo la esperanza de poder resolver los problemas como seres racionales, hay que pensar en la manera de contener la carrera armamentista, destruir una serie de armas diseñadas para acabar masivamente a la humanidad, dando cuenta no del desarrollo sino de una involución y tendencia tanática, capaz de sumergir al individuo en sus más oscuras pasiones.
4. Conclusiones
El desarrollo de la jurisprudencia constitucional ha creado las condiciones para imponer figuras como el bloque de constitucionalidad y restringir a todo nivel el abuso del poder estatal, dando lugar a una política criminal basada en los fallos de constitucionalidad, tanto a nivel legislativo como ejecutivo y judicial.
La Corte Constitucional, a través del bloque de constitucionalidad y el principio de integración en materia penal, ha modificado las estructuras tradicionales del derecho interno para dar paso al desarrollo que ha tenido el Derecho Penal Internacional en las últimas décadas. La creación de la Corte Penal Internacional a través del Estatuto de Roma, da cuenta de un proceso de resignificación fundamental del concepto de persona y de dignidad humana que ha venido cobrando espacios a través de la positivización de los derechos en tratados internacionales de DD. HH. y DIH, los cuales se integran al ordenamiento local o doméstico por virtud de la jurisprudencia que nuestro máximo organismo genera, ampliando el margen de acción de las garantías y limitando el ius puniendi del Estado. Pero también creando nuevos tipos penales y dejando a un lado la idea de derecho penal de última ratio, pues se ha venido experimentando un proceso expansivo del derecho penal que da cuenta de una mayor apertura del mismo al incluir los derechos humanos como objeto de protección o como bienes jurídicos tutelables desde la órbita criminal.
La persona humana se levanta como un baluarte de sin igual importancia en el derecho moderno, los intereses colectivos, las razones de Estado, la seguridad jurídica, el orden público y una serie de valores que antaño se erigieron como paradigmas, ceden hoy ante la presencia inviolable de la persona como sujeto de derechos individualmente considerada. La dignidad humana ha terminado por ganar la vieja pugna entre el todo y la parte, entre la sociedad y el individuo, entre los derechos generales y los específicos de cada ser humano. Los tratados internacionales de derechos humanos son un monumento jurídico creado para enaltecer al hombre y limitar la fuerza de los Estados, controlar sus más férreas instituciones y ponerlas al servicio de la individualidad, normas que hoy son –gracias al activismo judicial– fuente de innumerables problemas por una lectura errónea del papel de los tratados frente a compromisos y derechos colectivos, incluso el mismo derecho a la existencia de los pueblos, como puede verse en casos donde se protegió el derecho del individuo por encima de valores ancestrales que se levantaban como la esencia misma de comunidades indígenas, razón que nos lleva a pensar sobre la manera como estos derechos están siendo interpretados por tribunales constitucionales que, en procura de la persona, están atentando contra la existencia misma de los pueblos. Luego el derecho internacional debe analizarse con mesura, con criterio y con proporcionalidad para no terminar convirtiendo el gran logro de la posguerra en un enemigo jurídico de la humanidad.
En este orden de ideas, se han producido fuertes cuestionamientos respecto a un uso ilimitado e indiscriminado por parte de los jueces tanto del bloque como del principio de integración, por ejemplo el uso arbitrario que de figuras como la imprescriptibilidad se ha hecho para mantener vivos una buena cantidad de procesos que luego terminan siendo más persecuciones políticas que jurídicas, ha generado una incertidumbre y ausencia de seguridad jurídica que no beneficia en nada a las garantías de los ciudadanos, pero que ha contribuido a engrandecer el arsenal político y a la politización de la justicia, para adelantarse investigaciones utilizando chivos expiatorios contra personas por delitos ocurridos hace veinte y treinta años, cuando no existe forma de acercarse a la verdad y los elementos materiales de prueba han desaparecido o han sido supremamente contaminados. De allí que se hable de un debilitamiento de los principios rectores y de las garantías mínimas que toda persona debe tener en un proceso penal, lo que pone en tela de discusión el verdadero papel que tiene la defensa de los derechos humanos a nivel internacional. De otra parte, bajo el ropaje de los derechos humanos, los tribunales internacionales han desconocido Sentencias ejecutoriadas, leyes y procesos políticos que, en su momento, contaron con el aval de la normatividad existente, el consenso o beneplácito de los actores armados o políticos y de la sociedad en general, para volver sobre heridas ya sanadas o reabrir procesos bajo el amparo de los derechos imprescriptibles e inviolables de las víctimas o simplemente para dar firmeza a un precedente internacional.
Ahora bien, frente a las obligaciones adquiridas en tratados internacionales, ya no es óbice que ellas riñan con la preceptiva constitucional, pues en casos como el Estatuto de Roma, vemos que la presión internacional ha ido desvaneciendo la idea decimonónica de soberanía y lo que ayer fue el consenso de un pueblo, su más sagrado pacto o contrato político y social materializado en una constitución en la que confluyeron fuerzas y diversos factores reales de poder, para utilizar la famosa frase de Ferdinand Salle, son ahora simplemente desconocidos por un acuerdo internacional en el que termina primando la representación ejercida por el Jefe de Estado o el Presidente, frente al querer del constituyente primario. En este sentido es que deben abordarse entonces, todo los efectos jurídicos que a nivel interno trae el reconocimiento de la competencia de la Corte Penal Internacional y del Estatuto de Roma, dado que estos tienen un tratamiento distinto y, por lo tanto, excepcional, frente a temas como el principio de legalidad, el alcance de la responsabilidad penal, el derecho a la defensa o la imprescriptibilidad de los delitos, por lo que no puede afirmarse i) que este tratamiento especial deba ser aplicado para circunstancias por fuera de tal marco y que no estén definidas, en respeto del principio de legalidad, a nivel del orden interno; ii) la función punitiva del Estado no pierde su papel protagónico, ya que el Derecho Penal Internacional es complementario ante su ineficacia o su negligencia en la investigación y juzgamiento de los crímenes más graves a nivel internacional. Por tanto, sigue siendo una obligación primaria del Estado desarrollar los estándares internacionales de tipificación y juzgamiento con base en lo que disponen los tratados de DD. HH. y DIH de los cuales es parte, en armonía con el derecho interno.
En consecuencia, el Derecho Penal Internacional en Colombia es vinculante por remisión constitucional y legal, dada la íntima relación que guarda con los derechos humanos y el DIH, ya que es la última ratio a la cual debe acudirse como mecanismo para su protección y garantía. Por tal razón, debe ser cuidadosa la aplicación de sus fuentes, en un uso razonable del bloque de constitucionalidad y el principio de integración, herramientas que condicionan y fundamentan la actuación de los poderes públicos frente a sus ciudadanos. En tal sentido, deben entenderse pues, las obligaciones que plantea este sistema, bajo la finalidad de evitar la impunidad por los crímenes más graves considerados por la comunidad internacional y contra la humanidad en conjunto.
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Notes:
1. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en Sentencia del 14 de marzo de 2001, caso Barrios Altos vs. Perú, consideró que las leyes de amnistía promulgadas por dicho Estado con el propósito de eludir responsabilidad frente a las graves violaciones de derechos humanos, por ser ineficaces no podían tener efecto alguno. Veamos: “…5. Declarar que el Estado del Perú debe investigar los hechos para determinar las personas responsables de las violaciones de los derechos humanos a los que se ha hecho referencia en esta Sentencia, así como divulgar públicamente los resultados de dicha investigación y sancionar a los responsables” (Consultado el 24 de junio de 2014). Disponible en: http://www.corteidh.or.cr/index.php/jurisprudencia#
2 Alejandro Ramelli adopta una posición crítica de esta distinción por las dificultades prácticas que según él pueden traer al intérprete jurídico. RAMELLI ARTEAGA, Alejandro (2004). “Sistema de fuentes del derecho internacional público y bloque de constitucionalidad en Colombia. Cuestiones constitucionales”. En: Revista Mexicana de Derecho Constitucional. Núm. 11. Julio-diciembre. [en línea]. México: UNAM. p. 163. [Fecha de consulta: 29 de junio de 2014]. Disponible en: http://www.journals.unam.mx/index.php/cuc/article/view/2121/1683.
3 Se critica aquí el uso en el derecho internacional de la palabra “civilizado”, pues se trata de una noción vaga que genera más desuniones y discriminaciones frente a un derecho que pretende tener validez universal. De hecho surgen interrogantes como ¿quién se considera civilizado?, ¿por qué razones?, ¿quiénes están en condiciones de hacer señalamientos de civilización o incivilización a un pueblo determinado?, ¿qué es ser civilizado?, ¿podemos entender por tal concepto el apego incondicional a los valores occidentales por parte de pueblos orientales? En buena parte, estos interrogantes muestran una gran debilidad del derecho internacional y una exclusión de ciertas culturas o pretensión de supremacía de algunos Estados sobre otros.